A Ramón Vasconcelos (Matanzas, 1890-La Habana, 1965) llegó a conocérsele como “la pluma de oro del periodismo cubano”. No es poca cosa un título de tantos quilates, pero el matancero hizo méritos sobrados para merecerlo.
Comenzó a trabajar como maestro e, incluso, fue historiador de La Habana entre 1920 y 1924. Pero fue como periodista que brilló en el escenario nacional. A lo largo de su reconocida carrera, desde las primeras décadas del siglo XX su nombre estuvo vinculado a los medios de prensa más importantes de la época: Bohemia, El Heraldo de Cuba, La Prensa, El País, El Mundo, el Diario de la Marina, la Revista de Avance, Prensa Libre, El Universal, Carteles, La Opinión…
Aunque no cursó estudios universitarios, fundó y dirigió diarios, fue columnista fijo en unos, colaborador en otros. Escribió con maestría, pero también –quizá precisamente por eso– con total consciencia del efecto de sus escritos para los lectores y para sí mismo. Como el militar que lanza una granada sabiendo que puede ser herido, incluso gravemente, por alguna esquirla.
Fue considerado con justicia uno de los mejores libelistas de su tiempo, un ensayista político y polemista de pluma tan afilada como la espada de un mosquetero. No fueron pocas las controversias en las que se vio envuelto, como no fueron pocos los cambios de rumbo de sus opiniones, asentados en la conveniencia política.
Porque Vasconcelos, además de periodista, fue uno de los políticos más controvertidos de la etapa republicana. Se opuso a Gerardo Machado y luego apoyó su prórroga de poderes. Fue diplomático, senador y presidente del Partido Liberal. Fue ministro de Educación del primer mandato de Fulgencio Batista y ministro “sin cartera” de Carlos Prío Socarrás, contra quien luego arremetió desde las páginas de Alerta, el periódico que concibiera a su imagen y semejanza. Se alió a los Ortodoxos y luego les dio la espalda para arrimarse nuevamente a Bastista, de quien tras el golpe de Estado de 1952 fue consejero consultivo y luego Ministro de Comunicaciones.
Al triunfo de la Revolución Cubana se marchó de la Isla, pero en un curioso giro regresó en 1964, se dice que con la anuencia del mismísimo Fidel Castro. Moriría un año después en la capital cubana.
Pero más allá de su polémica trayectoria profesional y política, no puede negársele un puesto entre los periodistas más importantes de Cuba. Sus cortantes escritos, su aporte al nacimiento de la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, y sus premios y distinciones como el Juan Gualberto Gómez y el José Ignacio Rivero, son evidencias de su valía.
También lo es su lauro en el reputado Premio Justo de Lara en 1946, con un texto en que analiza la importancia del trabajo para la sociedad. Con él, publicado originalmente en la revista Bohemia en noviembre de 1946, les propongo comprobar nuevamente que no por añeja la tinta del buen periodismo cubano pierde su grandeza.
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¿Por qué mirar el trabajo como una maldición?
La concepción del trabajo como un castigo perpetuo viene del fondo del Génesis, con la decoración del paraíso terrenal y su pareja aburridísima en medio de una abundancia interminable. Solo hizo Jehová una prohibición. No había que comer el fruto misterioso del árbol del bien y del mal. Pero como hizo al hombre del barro imperfecto, como una maqueta, como un proyecto, y no como un pequeño dios, aunque a su imagen y semejanza, y le fabricó a la mujer con una de sus costillas, llena de curiosidad –que es la puerta de las tentaciones–, fue fácil conjurarse, con el auxilio de la serpiente, para clavar el diente en lo único que estando al alcance de su mano no podían tocar. Y ya se sabe lo que sucedió: “Tú, serpiente, te arrastrarás; tú, mujer, parirás; tú, hombre, amasarás el pan con el sudor de tu frente”. Y los echó por el mundo, que poco a poco fue poblándose gracias a la terrible sanción bíblica.
Y desde entonces, cada vez que alguien mueve un brazo, se imagina que se está cumpliendo en su persona la maldición que lanzó Jehová, en un momento de malhumor, contra los imprudentes desocupados del huerto maravilloso en que el pecado y el trabajo eran desconocidos. Todo esfuerzo, físico o mental, se consideró un tributo al anatema del cielo por el desliz cometido en la tierra. Dejar la semilla en un hoyo, remover una piedra, hacer fuego, vivir, era un castigo ineluctable, impuesto a perpetuidad a la especie humana. No había posibilidad de rehabilitación. Polvo, salido del polvo, al polvo volvería la descendencia adánica. Y mientras llegara esa reintegración al punto de origen, el hombre sudaría junto a la artesa y su mujer sufriría las angustias del alumbramiento. Desde aquella fulminación terrible en el versículo 19 del capítulo tercero del Antiguo Testamento, poco importaban los espléndidos amaneceres en que el hombre enyugaba la yunta para guiarla campo adelante trazando la simetría de los surcos; poco la enérgica domesticación del potro salvaje, gobernado por el freno como resultado de una terca lucha, en que el hombre terminaba siendo centauro. Todo importaba poco, porque todo implicaba esfuerzo, sudor, trabajo, maldición divina. Desde entonces todo progreso se une a la idea de fatiga y toda fatiga a la idea de irredención en el trabajo. La evidencia del bienestar, del confort, de la belleza, que representa un hogar contemporáneo en las grandes capitales, donde el esfuerzo se reduce al mínimo, y aún en los campos, donde la Civilización ha llevado sus dones elementales, no atenúa el lugar común contra el trabajo. Un picapedrero de hoy vive mejor que Luis XV en la Corte de Versalles, en que no había teléfono, ni radio, ni cocina eléctrica, ni servicio sanitario. Pero la obsesión del trabajo como castigo opaca las más claras alegrías, enturbia las fuentes más limpias de la vida, hace odioso el pan cotidiano, porque tiene el sabor salobre del sudor maldito.
II
Uno se pregunta por qué, si del trabajo se derivan los bienes de la tierra, no glorificarlo en vez de mirarlo como un castigo. No es esto la apología de la esclavitud. No quiere decir que el disfrute del producto del trabajo no deba ser equitativo, todo lo equitativo que los avances mecánicos y sociales exijan. Ni mucho menos que no se reduzcan las horas de labor a medida que el ritmo de la producción lo justifique. Todo eso está bien y forma parte de la evolución humana. Todo eso es economía, empresa, sindicato, jornal, materia de programa, consigna de una campaña. Lo que anonada es el desprecio, el odio al trabajo como actividad, del trabajo en sí, no de sus implicaciones sociales. ¡Cómo no ha de ser una bendición el trabajo, cómo no ha de encontrarse satisfacción en vencer un obstáculo, en terminar una tarea, tanto más estimulante cuanto más difícil! La victoria es el resultado de la batalla. El gajo de laurel es el producto del esfuerzo tenaz e inteligente. El cosmos no tiene secretos para el astrónomo. Las distancias se han reducido al extremo de empequeñecer el globo. La ciencia bate a la muerte en reductos que antes eran inexpugnables. Los ríos están ya domesticados. Las montañas no tienen ahora misterios. El alfabeto gana terreno, y con él la lectura, y con la lectura las nociones generales, permeabilizando a las masas populares. Y todo esto es el fruto del trabajo. ¿Por qué mirarlo todavía con tanta desconfianza, con tanta reserva mental, como al peor de los enemigos y no como al mejor de los amigos?
En este instante el tema que está sobre el tapete en toda la extensión del mapa es el del trabajo. Las huelgas son problemas del trabajo. Las revoluciones son fermento de los conflictos del trabajo. Las agitaciones públicas son repercusiones de las querellas del trabajo. En Chile, en Argentina, en los Estados Unidos, las multitudes marcan el paso al ritmo de las cuestiones del trabajo. En Santo Domingo ocurren choques callejeros a causa de complicaciones cuyo motivo real es el trabajo. Cuba es toda entera, en todos los aspectos, trabajo, fricción del trabajo, solución de trabajo, derivación oculta u ostensible de las controversias del trabajo.
Pero lo desconcertante es que un pleito con tan buenos abogados dé margen a una dialéctica, a una literatura, a una técnica cuyo blanco es el trabajo, la hora de más o de menos del trabajo, el concepto esclavista y no el concepto liberador del trabajo. Que se deteste el abuso en el desenvolvimiento del trabajo y que se desbestialice la faena hasta condicionarla a la capacidad o a la necesidad del hombre actual es muy explicable. Lo inexplicable es la repulsa sistemática del trabajo, la condenación del trabajo “como responsable” de todas las desventuras sociales.
Balzac trabajaba como un esclavo para dar a la literatura La Comedia Humana. Zola era el “buey del estilo”. Palissy sufría el frío del invierno porque había quemado en sus hornos el mobiliario de la casa mientras hacía ensayos sobre la porcelana. Los grandes trabajadores han hecho habitable y hasta encantadora la tierra. ¿Por qué maldecir el trabajo, por qué no despojarlo de la mala reputación que le dio el mito hebraico?
III
Hopkins explica, con simplicidad yanqui, este fenómeno. Cuenta que en cierta ocasión, discurriendo acerca de la diferencia que había entre el trabajo y el juego, llegó a estas conclusiones: “Cuando veo a unos jóvenes jugando a la pelota, sudorosos, jadeantes, pienso que eso es lo que llamo un trabajo duro; en cambio, cuando me paso horas poniéndole tejas a mi casa, pienso que eso es un verdadero placer. Si una cosa es de utilidad, se llama trabajo; si es inútil se llama juego. Lo uno significa tanto esfuerzo como lo otro. Cualquiera de ambas cosas puede ser un juego. En ellas hay rivalidades en competencia: la lucha para superar a los demás. Toda la diferencia reside, pues, en el modo de ver las cosas”. Es una visión simplista, pero exacta, del problema. La paradoja es curiosa, para no decir absurda. Existe una mística del trabajo, pero se mira con rencor lo que represente esfuerzo disciplinado y retribuido, o sea el trabajo. Y para solemnizar la fecha escogida como el Día del Trabajo, ese día no se trabaja. Se critica al que no trabaja por espontánea voluntad; es un vago, y hasta se le persigue por la policía; pero no se acaba de considerar honroso el trabajo, sobre todo el trabajo manual. Si el hombre de casa pobre no tiene ocupación, sale en busca de trabajo; pero cada vez que va al trabajo, le crujen los huesos y se considera una víctima de los que no trabajan, un forzado.
Leed la montaña de obras dedicadas al estudio de los problemas del trabajo. En todas el trabajo se analiza con el criterio fatalista del Antiguo Testamento. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y aunque el trabajo es un hontanar de energía, prueba la propia capacidad contributiva en la colmena social y proporciona el gozo del empeño triunfante, se llega a creer, por contagio, que el trabajo es una maldición, un grillete que oprimirá por los siglos de los siglos el talón de la humanidad.
Este artículo retrata a Vasconcelos, un prágmatico de las circunstancias. Por eso nunca tuvo una postura de principios en algo, era una veleta al viento. Fue usado por otros y él mismo usó a los demás. Cierto que escribía de forma atractiva pero por lo demás era un oportunista y un convenenciero.