La playa en Cuba genera un afecto ilimitado. A veces aparenta ser como una religión mayor, por encima de todas las cabezas divinas, negras, blancas, chinas y mulatas.
En Cuba, donde hace calor todo el año –y cada día más con esto del calentamiento global– bañarse en la playa en julio y agosto es cuando es. El agua que no esté tibia a los cubanos nos da un poco de angustia. Ni marzo ni octubre se prestan para los baños de mar.
La psicología colectiva dicta, entonces, que para darse un chapuzón lo principal es que haya mucho sol y mucha gente. Mientras más, mejor.
No importa si la brújula se inclina hacia la elitista Varadero o a la proletaria playita de 16 en Miramar, a la habanera Guanabo o a la santiaguera Siboney, lo impostergable es ir en verano. Sentir el latigazo del salitre en pleno mediodía y las reverberaciones en el mar cocinando la retina. Todo eso rodeado de cientos y cientos y cientos de gente como uno.
La vida misma.
Para garantizar el quorum, los playeros veraniegos convocan a toda la familia. Y a los amigos. Y a los compañeros de trabajo. Y de estudio. Y hasta a los vecinos. Así nadie se sentirá solo mientras presume de Michael Phelps o de Katinka Hosszú buscando impresionar al sexo opuesto. O al propio. O mientras se achicharra a placer sobre la arena incandescente.
Algunos –los que pueden, generalmente– alquilan una casa o reservan un hotel, lo que habitualmente incluye comida estable y transporte seguro. En CUC. Son los playeros “acomodados”.
Sin embargo, la mayor gracia, la aventura más practicada en la Isla, es ir y virar el mismo día. Levantarse temprano –que para la mayoría de los cubanos en esta época es después de las 8:00 de la mañana–, preparar rápido una mochila y salir a “luchar” un carro o lo que aparezca.
La distancia de la playa es directamente proporcional al disfrute. Mientras más lejos quede, mejor se pasa una vez allí. Mientras más te llore un niño al oído, o te pisen los cayos y te amasen el cuerpo, sufras los baches de la carretera y sudes a borbotones en el camión o la guagua –sin dudas, los medios de transporte favoritos para ir a la playa en Cuba–, más podrás disfrutar cuando por fin llegues.
No importa que después tengas que pasar por el mismo martirio para el regreso. O hasta peor. Como dice el refrán, “que te quiten lo baila’o”. O en este caso, “lo nada’o”.
Aunque en realidad, a lo menos que se va a la playa es a nadar.
Si usted quiere nadar, lo que se dice nadar, mejor se apunta en un área deportiva y cruza los dedos para que la piscina tenga agua o cloro. Para que funcione fuera de los reportajes de la televisión.
En la playa, está bien, tire su brazada. Flote un rato si su peso o el oleaje se lo permite. Zambúllase como si estuviera en lo profundo del océano, pero no se olvide que medio metro adelante, o atrás, o en cualquier otra dirección, podría chocar irremediablemente con alguien. Una gorda o un flaco. Un niño o su padre. Una muchacha curvilínea o su novio. A fin de cuentas, no está en lo profundo del océano.
Mejor, haga lo que todo el mundo. Métase en el agua a refrescarse, a socializar, a besar a la novia (o al novio), a contemplar el paisaje. El natural y el humano. Aunque a este último siempre con cuidado, no vaya a ser que su pareja lo descubra y regrese a casa con un ojo poncha’o.
Si fue en grupo, seguramente alguien llevó una pelota o un dominó. Y seguramente también una botella de ron. O más de una. Y una buena bocina para “amenizar” a todo volumen con música. Aunque seguramente no con Mozart ni con Chucho Valdés. Con suerte, con Los Van Van. Sin ella, imagine…
En cualquier caso, aproveche la ocasión, pero con mesura. Perder “la tabla” por una discusión de dominó o perder el sentido por acumular alcohol en sangre podría agriarle completamente el día y hasta poner en riesgo su existencia. El ron, después de todo, no es bueno para los deportes, y menos para la natación.
Además, en la playa es recomendable permanecer sobrio. Con todos los sentidos en alerta. Puede que en el mar haya picúas y tiburones, pero en la arena hay linces. Si vira la cabeza más de lo recomendado puede quedarse sin cartera. O sin chancletas. O sin ropa. O sin celular. O sin pareja. O, incluso, sin todo eso junto.
La playa puede ser un lugar muy peligroso.
Sin embargo, a los cubanos parece no importarnos el peligro. A estas alturas, qué nos va a importar, y para demostrarlo hacemos gala de todo nuestro arrojo y entusiasmo y llevamos a la playa hasta el perro y el bebé de meses. Para que vayan aprendiendo.
Si no hay árboles o sombrillas, se arman con cuatro palos las tiendas rústicas y a la hora de almuerzo a sacar cantinas de comida de las incontables jabas y mochilas que acompañan la travesía. También podemos arrasar con cualquier quiosco o vendedor de refresco, anoncillos o frituras que haya por la costa. O todas las cosas.
A los cubanos hace siglos –es un decir– se nos olvidó tener el cuidado de no bañarse con la barriga llena, porque hay que aprovechar cada minuto. Estamos curados de espanto o somos inmunes a la embolia. Cuántos se lanzan al mar después de haberse zampado media olla de congrí con tamales y aguacate, o tres bocaditos de jamón sin queso, cuando con mucho menos en el estómago ni se asomarían en la ducha. Y son felices.
Así que, si aún alguien está dudando en vivir la aventura este verano, debe aprovechar lo que queda de agosto. Hay que mantener la tradición: piel achicharrada, remojo en el agua con temperatura de caldo gallego, y a mal tiempo, buena cara. Que la playa es, definitivamente, lo mejor que tenemos.