Al tercer día del paso de Matthew por Baracoa, Abel Guilarte Lores reabrió su negocio, un pequeño emporio de enseres útiles para el hogar, en el que reparé precisamente por el buen precio de los palitos para tender la ropa.
“Es que aquí hay cosas que ya el pueblo necesita. Jarros, velas, un orinal, un caldero, palitos, un peine… Cualquier cosa. Claro que no lo voy a regalar, porque imagínese…”, me dijo mientras recibía los 12 pesos de mi compra.
“Es su forma de vivir. Tampoco tiene que sentirse mal”, le digo.
“Claro”, asegura y señala su permiso legal para vender, colgado en una de las paredes de la sala de su casa.
¿Hay una señal en eso de abrir hoy su puesto?
Lógico, hay que levantarse. Dígame usted si yo me siento aquí, porque (el ciclón) me llevó parte del techo, hasta que me lo traigan. No resuelvo nada, mi vida. No, no, no. Lo mío es trabajar, luchar, tratar de ayudar al que pueda. Ese es el sistema mío. Por lo menos, tengo ese criterio. Ayer (7 de octubre) abrí, fue mi primer día después del huracán.
¿Y le compraron?
Sí, aunque hay cosas aquí que nosotros no estamos autorizados a vender: las velas. Un hombre vino y me dijo que me iba a conseguir 70. Me fui a pie a Mabujabo a buscarlas y eso que soy asmático, tengo que vivir con esto –toma en sus manos el aparato de salbutamol– y me inyecto además, insulina.
Abel hace un alto en nuestra conversación para atender a un cliente, urgido de encontrar velas. Cuando precisa el precio de 10 pesos por cada una, el comprador no sale de su asombro. Ni regatea. Su rostro refleja todo el sentimiento de los días que corren en su terruño.
“Gracias, puro. Buscaré de las otras”, se marcha y deja a Abel con una frase común para los vendedores de pocas opciones: “De las ‘otras’ no busques en ningún lado”.
– Rebaja las velas, chico.
– No puedo. ¿Sabes a cuánto tengo que comprarlas? A 9 pesos.. Entonces yo, que se las compré al hombre en 9 y tuve que ir a Mabujabo… He vendido unas cuantas, porque la gente las necesita.
Un café concentrado y facturado en Baracoa nos trae Miriam Matos, su esposa. “Las cenizas del cigarro las echas en el piso, no puedo gastar agua en la limpieza”, dice Miriam y celebró el sabor de la infusión, de grano cosechado en la zona.
Abel nos regresa a la realidad. No consigue, como nadie en Baracoa, olvidarse de Matthew. “Mija, ahora sí vamos a pasar… Este ciclón ha arrasado todo. Ya aquí no habrá café, no dejó una mata de plátano. Esto va a ser duro, súper duro. Pero bueno, hay que seguir adelante”.
En su camino a Mabujabo, vio los destrozos. “Hasta las palmas, periodista, ¡hasta sin las palmas nos hemos quedado!”.
“Después que usted bajaba todas esas lomas y llegabas a un lugar que se le llama Paso Cuba, veías los ‘cacautales’ (Campos de Cacao), los ‘guineales’ (platanales)… ¡Era bello! Pero allí no debe quedar nada”, dice con su nostalgia reciente.
Desde que Matthew pasó, en la casa de Miriam y Abel, en el centro histórico de Baracoa todo el techo filtra la lluvia si llueve. Habían reparado su hogar mucho antes con un “experimento” –cuenta Abel– que no dio mucho resultado y lo dieron por terminado. Ellos, como muchos vecinos, se acogerán a la modalidad anunciada por el gobierno para reparar su vivienda.
“Gracias a Dios estamos aquí. Y yo considero que prácticamente a mí no me paso nada. Hay gente que lo perdió todo”, sentencia.