Aunque soy un apasionado de los deportes, nunca he sido miembro de peñas deportivas. Esas cofradías que pululaban en Cuba, lo mismo en parques y esquinas que en escuelas y fábricas, siempre me parecieron demasiado bulliciosas, demasiado agresivas y fanatizadas a la hora de debatir.
Lo más cerca que estuve de una de ellas fue en el preuniversitario. No era propiamente una peña oficial, de esas que tienen nombre, portan banderas y entregan diplomas, pero tenía su espíritu competitivo, beligerante.
Fue en los años 90, en tiempos de las épicas batallas entre el Villa Clara de Pedro Jova y el Pinar del Río de Jorge Fuentes por el trono de la pelota cubana. Con Camagüey –mi equipo, mi tierra natal– ya fuera de juego, las pasiones de la muchachada se dividían entre quienes seguían en competencia, y naranjas y pativerdes acaparaban los focos.
Llegados los play off, mi albergue del pre –como el resto de los albergues de varones– se dividía en dos bandos: el de los fanáticos de Villa Clara, comandados por Daniel “El Pinto”, y el de los hinchas de Pinar, liderados por Jose “El Oso”. Después de clases, cada bando se atrincheraba en un cubículo y en la noche, –antes, durante y después de los juegos–, confluían en torno al televisor, campo de lidia para su combate verbal.
Al principio, mi recelo por el “peñismo” me llevó a no tomar partido. Prefería ver los toros desde la barrera, mirar los juegos en silencio mientras los demás se desgañitaban por un jonrón o un doble play. Entonces, los del bando ganador se vanagloriaban ante los otros, estos les respondían, y comenzaba el círculo de toma y daca que solo rompía la próxima jugada, y de vuelta a empezar.
Sin embargo, más temprano que tarde me agarró la “fiebre” y termine sumándome a las huestes de Pinar. En secreto lo era desde el principio, por esas afinidades inexplicables que nacen en uno y duran toda la vida –Pinar siempre ha sido mi tercer equipo en Cuba, detrás de Camagüey y Santiago–, pero el hecho de que Jose fuera socio mío desde la Secundaria y que Villa Clara hubiese eliminado previamente a mis coterráneos, obró finalmente mi pública conversión.
Así, durante varios días me enfrasqué en las discusiones de rigor, que, en honor a la verdad, podían ser acaloradas, pero nunca violentas. Lo más, terminaban en burlas y enojos que duraban hasta que el otro bando lograba su revancha.
En esos días salté como un resorte por Linares y Lázaro Madera, por Ajete y Faustino Corrales; denigré –con cierta pena– los fildeos imposibles de Eduardo Paret, las líneas “entre Juan y Pedro” de Jorge Luis Toca, los ponches milimétricos de Rolando Arrojo. Me monté en el camión de los intransigentes y solo la derrota –esa amarga y perenne posibilidad– me devolvió al mundo real.
Durante semanas, tuve que soportar –como Jose y el resto de mis correligionarios– las bromas de Daniel y los suyos, eufóricos por el título levantado por los villaclareños. Fueron días de un silencio frustrante, aderezado por una que otra réplica, más impulsada por el orgullo apaleado que por la certeza de una futura venganza. En cualquier caso, parte del ritual.
Pero luego el tiempo reorganizó el puzzle, y con el comienzo de la Serie Selectiva las pasiones dictaron nuevos bandos. Los peloteros de Camagüey, como los de Villa Clara, fueron a engrosar las filas del equipo Centrales, y me vi compartiendo fanaticada con mis hasta hace poco antagonistas.
Los debates, ciertamente, ya no eran iguales. Casi todos le íbamos a los del centro por lógica afinidad geográfica –salvo Jose, incondicional con Pinar del Río, y algún que otro contracorriente–, pero aun así quedaban sal y pimienta por rociar y dolores por compartir, pues terminaría ganando Orientales.
Después, finalizada la Selectiva, tocó el turno a la conformación del equipo Cuba y volvieron las discusiones. En este punto se rompían todas las filiaciones previas y el albergue bullía en un “solo pa’ solo”, en el que todos defendíamos a los peloteros de nuestra estima; a veces, estadísticas en mano; otras, solo con la emoción.
Daba igual que fuera un pitcher o un jugador de cuadro, un cátcher o un jardinero. Todos creíamos tener invariablemente la razón y pensábamos que si la Dirección Nacional no coincidía con nosotros la futura selección nacional sería un fracaso. Aunque nunca lo era.
Así fue durante mis tres años del preuniversitario.
La pelota era para nosotros un altar. Uno de los temas “eternos”, solo comparado con la comida y “las jevitas”, e incluso, por encima de aquellos en tiempos de play off y eventos internacionales.
Los campeonatos cubanos destilaban rivalidad y rigor, con peloteros curtidos y talento por toneladas, y apenas lamentábamos algunas bajas –“deserciones” en el lenguaje oficial–, nada comparable con la sangría que sobrevino años después.
A nivel internacional, repartíamos cocotazos a diestra y siniestra, y solo de vez en cuando –muy de vez en cuando– los imberbes universitarios de EE.UU. o los precisos amateurs asiáticos nos daban un arañazo sin importancia. Los títulos se acumulaban como bostezos y nada parecía poner en peligro nuestro reinado.
Parecía.
Más de dos décadas después, la realidad es bien diferente. No es necesario hacer el cuento completo, llover sobre mojado y detallar derrota tras derrota, decepción tras decepción. La caída en picada del béisbol cubano ha sido tan profunda que ha arrastrado consigo el entusiasmo y el orgullo de buena parte de sus aficionados, en especial de los más jóvenes.
Las discusiones y las peñas se han ido apagando, languideciendo a la par del que hasta hace poco era la proa del deporte cubano y hoy pena por debajo de la línea de flotación. El desastre de los Panamericanos, hace solo días, habla por sí solo. Y la reacción –resignada, indiferente– de muchos en Cuba, también.
Este fin de semana comienza la Serie Nacional, la número 59. Lo hace lamiéndose de antemano las heridas que arrastrará durante meses: la baja calidad generalizada, la partida de varias figuras, las inconsistencias organizativas, la apuesta tozuda a una fórmula a todas luces agotada, incapaz de regalar a la afición mejores resultados.
Y aunque poco a poco mucha gente regrese a los estadios y a los parques, aunque poco a poco olvide la estocada mortal de Lima y al calor de la competencia vuelva a soñar en pequeño, alentando a los suyos y presumiendo escoba en mano frente al rival de turno, hay fracturas viejas que no se curarán en dos semanas. Ni en dos años.
Hace unos días, escuché a unos jóvenes discutiendo en una esquina en torno a un balón. Debatían, como ya habrán adivinado, de fútbol. Me acerqué lentamente, los dejé hablar y al rato aventuré una o dos opiniones buscando su atención. Comenté sobre el reciente fichaje de Griezmann por el Barza; sobre la manera en que se han reforzado para esta temporada el Real Madrid y la Juventus. Me miraron aquiescentes, algunos respondieron.
Al rato, ya entrado en confianza, les pregunté por la pelota. Quise saber su opinión sobre los Panamericanos, a qué equipo le iban en la Serie Nacional. Me lanzaron un vistazo displicente, de incomprensión. Como si hubiese llegado de Marte y les preguntase el nombre de su planeta. Uno de ellos, que me recordó mucho a Daniel “El Pinto”, se tomó el trabajo de responderme.
“Cambie la talla, puro –me dijo en su más perfecto castellano. Nosotros a lo que le descargamos es al fútbol. La pelota no vale la pena.”
Le di las gracias por su sinceridad y seguí mi camino. Mientras me alejaba, vinieron a mi mente aquellos tiempos del pre, cuando Villa Clara y Pinar del Río, y no el Barcelona y el Real Madrid, eran el centro de nuestras discusiones. Nuestro elixir y nuestra piedra filosofal. Y añoré, incluso, las exaltadas peñas deportivas a las que me resistí durante años.
Creo que en estos días, de pura añoranza, voy a llegarme al Parque Central, aunque sea para hablar de las glorias pasadas. Del jonrón de Gurriel en Parma y el de Pacheco contra Lazo cuando la aplanadora santiaguera. O del Camagüey de Luis Ulacia y Leonel Moa disputándole el trono a los poderosos Henequeneros. O de los épicos duelos entre Villa Clara e Industriales, con Jova y Medina, Anglada y Víctor Mesa, aunque ninguno de esos equipos haya sido santo de mi devoción. O de los tres títulos olímpicos y la heroica medalla de plata en el segundo Clásico Mundial. O…
Yo sí quiero discutir de pelota.
Bien sabes querido Erick que discutir de pelota es “discutir” de política. Y de ese tipo de controversias y debates públicos vamos escasos ahora mismo. Por lo menos dentro de Cuba.