Si algo se hace en la Feria Internacional del Libro de La Habana, al menos en su sede principal de San Carlos de La Cabaña, es caminar. Andar de arriba abajo y de abajo a arriba, entre muros de piedra, fosos, plazas y antiguos cuarteles convertidos en librerías y salas de presentación.
Las personas, miles cada día, desandan en grupos o en pareja, en familia o en piquete de amigos, casi nunca a solas. La Feria es una experiencia mayoritariamente gregaria, colectiva, y la de este 2020 no es la excepción.
No importa que sea martes, casi al mediodía, y que muchos de los que recorren la antigua fortaleza española –en la que ondean a la par dos grandes banderas de Cuba y Vietnam, el país invitado en esta ocasión– y sus alrededores, debieran estar trabajando, o en sus escuelas. Tampoco importa que el sol calcine hasta los vetustos cañones de La Cabaña como si fuese agosto, y no inicios de febrero.
El clima ya no es lo que era, como tampoco lo son tantas otras cosas, pero la gente sigue yendo a la feria en una inercia que se repite año tras año, un hábito adquirido –y renovado por los más diversos motivos– que para muchos poco tiene que ver con los libros y con la lectura, aunque año tras año las autoridades culturales de la Isla enarbolen las cifras de visitantes y ejemplares vendidos como la prueba irrefutable del éxito del evento.
“¿Por qué vienen a la feria?”, le pregunto a un grupo de jóvenes que se cruza conmigo dentro de la fortaleza. Visten uniforme de preuniversitario, llevan audífonos y celulares, y solo una muchacha trae un libro en la mano: Corazón, de Edmundo De Amicis.
“Para divertirnos un poco y salir de ‘la quemadera’ de las clases”, me responde uno de ellos y los demás asienten, incluyendo la muchacha de Corazón.
Antes de entrar, me cuentan los jóvenes, ya estuvieron montando los aparatos mecánicos que cada año toman las afueras de La Cabaña –junto a castillos y piscinas inflables y mallas para saltar–, y también se comieron unos pollos fritos con sus respectivas latas de refresco, para reponer las energías. Ahora, después de caminar un buen rato por pasillos y pabellones, van –como muchos– a cobijarse del sol sobre la hierba, a la sombra de muros y árboles.
Allí, aseguran, pasarán un rato “antes de dar otra vuelta”, hablando, “haciendo cuentos y oyendo un poco de música” de un celular, porque este año les dijeron que no estaban dejando entrar bocinas a la feria. Por eso prefirieron no traer una, para no correr riesgos, “porque si no, sí que la formábamos”.
“Y también aprovechamos para conectarnos –añade la muchacha del libro– , porque hay wifi y queremos revisar Facebook ¿No se había dado cuenta?”
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Después de recorrer varios pabellones de editoriales cubanas y extranjeras, me apresuro a ir hasta la llamada “gran librería”, la carpa situada en el ala oeste de la fortaleza, que suele tener mayor demanda porque reúne la mayoría de las novedades publicadas en Cuba. Para mi sorpresa, no hay muchas personas y sí bastantes libros, aunque no la reedición de dos novelas de Leonardo Padura, al parecer lo más perseguido por los compradores de la feria.
“Qué va, muchacho, eso voló enseguida –me dice una de las trabajadoras de la carpa–, y no creo que vayan a sacar más. Las guardaron para la presentación, porque si no, no llegan.”
En cambio, hay buena cantidad de libros para niños y jóvenes; también de Historia y Ciencias Sociales, policíacos y hasta clásicos de la literatura cubana como Las honradas y Las impuras, de Miguel de Carrión, y Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, hito de la literatura carcelaria hispanoamericana.
Dos colombianos, fascinados, compran y compran como si estuviesen en un remate al por mayor. La mayoría de los libros tienen precios inferiores a los 25 pesos cubanos, es decir, a un peso convertible (CUC) equivalente al dólar, y aunque para no pocos residentes en la Isla siguen siendo caros, para los extranjeros es algo “inaudito”.
Esa es justamente la palabra que usa Carlos, uno de los colombianos, arquitecto y por segunda vez de visita en Cuba. “No podía dejar pasar la oportunidad”, me explica, mientras carga varios libros entre los que distingo Tratados en La Habana, de Lezama Lima; El Sabueso de los Baskerville, de Conan Doyle, La Edad de Oro, de José Martí –para su hijo, me dice–; y un libro de crónicas de su compatriota Alberto Salcedo Ramos, uno de los más apreciados defensores del periodismo narrativo latinoamericano en la actualidad.
Carlos me muestra con orgullo el libro de Salcedo Ramos, publicado por la Editora Abril y que lleva por título El testamento del viejo Mile y otras crónicas, una joya que, me comenta, “nunca pensó encontrarse acá” y que no quiso dejar de comprar porque “Alberto es uno de los grandes”.
“Inaudito”, me repite y se aleja feliz, mientras yo pienso en cuántos de mis compatriotas comprarían con esa alegría el libro de Salcedo; o, incluso, cuántos lo comprarían, así a secas, sin importar la alegría; o, incluso, cuántos sabrán quién es Salcedo o siquiera le importaría saberlo; o, incluso, cuántos dirían “inaudito” con la misma naturalidad de Carlos, y me pongo a imaginar qué sinónimos pudieran utilizar en una situación semejante.
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Más que en los pabellones techados de La Cabaña, donde se exhiben y comercializan la mayor parte de los libros, y se realizan conversatorios y presentaciones –en las que uno puede encontrar lo mismo a figuras tan publicitadas como el propio Padura o el franco-español Ignacio Ramonet, que a escritores jóvenes y “de provincia”, como suele decirse con cierto desdén en La Habana– la gente parece preferir los espacios abiertos y las carpas: las carpas de afuera de la fortaleza, donde se venden comidas y bebidas, y las de adentro, con cuadernos y materiales educativos, souvenirs y pasatiempos.
Ese es el verdadero plato fuerte de la feria. Productos de los que, a diferencia de los libros, no se dan cifras oficiales cuando se termina el evento. Ni de las cantidades vendidas ni de las ganancias reportadas. Y, sin embargo, no deben ser pocas, a juzgar por la cantidad de personas que se ven con pizarras, juegos didácticos y cuadernos escolares, en comparación con los que salen con libros en sus manos o mochilas.
“Yo siempre espero la feria para comprarle cosas a la niña para la escuela”, me asegura Saúl, con su hija Camila en una mano y una jaba de nylon con algunas compras en la otra.
“El problema es que la mayoría son en divisa –CUC– y no siempre se puede comprar todo lo que uno quisiera. Imagínese, no hay salario que aguante”, matiza.
“Este año, además, me parece que hay menos ofertas”, agrega Miriam, la abuela de Camila, quien quería comprarle una mochila a su nieta, “como esas que han sacado otras veces”, pero no encontró lo que buscaba.
“Le compramos libros de colorear, juegos para aprender y otras cositas, pero me voy a tener que ir sin la mochila –comenta–. A lo mejor las sacan el fin de semana, pero qué va, en esos días viene mucha gente y esto se pone terrible. Además, con el virus ese que anda dando vueltas por ahí es mejor evitar las aglomeraciones. Ya sé que dicen que en Cuba no hay ningún caso, pero nunca se sabe”.
Pero no solo faltan mochilas. Tampoco encuentro, por más que los busco, los afiches de Messi y Cristiano Ronaldo que tanto perseguían adolescentes y jóvenes en ferias anteriores –uno de los del grupo de preuniversitario me confirmó su ausencia con cara de decepción–, y que, incluso, fueron blanco de críticas del hoy ex ministro de cultura Abel Prieto. Son, junto a las bocinas para escuchar música por bluetooth, los grandes ausentes en comparación con ferias anteriores. Su destierro salta a la vista –y al oído–, al menos este martes.
Lo que sí no faltan son las cajitas de pollo frito –aunque a veces no muy bien frito– y las latas de refresco, los sándwiches de diferentes tipos y las mazorcas de maíz asado. La comida, mayormente chatarra, en resumen, y también sus restos, desparramados por las afueras de la fortaleza aunque, en honor a la verdad, no falten los contenedores de basura donde podrían echarse.
No se compra dentro de La Cabaña, sino fuera, aunque se puede entrar y comer adentro, lo que más de uno hace con total despreocupación, con la misma naturalidad con la que Carlos dice “inaudito”. Esto es algo que precisamente el colombiano no comprende: cómo combinan tan armónicamente en la feria la literatura y la comida chatarra, y que desisto de intentar explicarle porque, a estas alturas, no le veo sentido.
“Siempre ha sido así”, me limito a decirle, y pienso que Carlos debe ser bogotano o de cualquier otra parte de Colombia que no sea la región del Caribe. Porque si fuese caribeño, como sí lo es su admirado Salcedo, de seguro lo entendería. En el Caribe, hasta lo más serio y elevado puede convertirse en una fiesta, en un carnaval.
Y en eso precisamente estriba “lo bueno” de la feria, según Tania, que en sus casi diez años viniendo a La Cabaña afirma, casi con orgullo, que nunca ha comprado un libro. “No tengo tiempo para eso”, asevera sonriente, y, además, ¿para qué?”, dice, “si lo mío es vender comida”.
“Esto no para”, remata detrás del mostrador sobre el que descansan cajitas de pollo con arroz y boniato frito, platos de espaguetis, bocaditos de jamón y frituritas de maíz.
“¿No quieres comprarme un almuerzo?”, me pregunta zalamera, “tengo a buen precio, a 40 pesos, con pollo y bistec”. Y ante mi negativa me dispara convencida: “bueno, tú te lo pierdes, pero ya vendrá otro y se lo comerá, porque si algo hace siempre la gente es comprar comida. Entonces, cómo no me va a gustar la feria, si es lo más grande”.