Aparecen de pronto ante los entretenidos. No lucen quietos, impasibles como muchos otros. Tampoco están sobre pedestales de mármol ni caballos bravíos.
Parecen tener vida, andar de paso, ser uno más entre los transeúntes de La Habana.
Si no se sabe de ellos, pueden hasta pasar desapercibidos. Aunque no todos.
Algunos son auténticas celebridades, conocidos allende los mares. Los visitantes los buscan, los turistas los incluyen en sus recorridos y se retratan junto a ellos.
Los envuelve un halo de leyendas. Tocarles la barba, en algún caso, dicen que trae buena suerte. O robarse sus espejuelos.
Otros son menos populares. No atraen la atención, pasan de incógnita.
La gente se acostumbró a ellos y no repara en su naturaleza broncínea. O sencillamente, no los conoce.
Pero allí están, bajo lluvia, sol y sereno. En plazas, parques o portales. Esperando.