Gracias a su tío Jorge Luis, quien era instructor de Artes Plásticas, Javier se inició en la pintura. Su tío llegaba a la casa y le ponía lápiz y hoja sobre la mesa del comedor. Cuando sus hermanos venían a molestarlo, el tío lo protegía, para que siguiera pintando, sabiendo tal vez que eso le daría un futuro a su sobrino. Un día lo llevó a un taller de adultos que él conducía. Allí, aprendiendo a pintar, lo mismo había un albañil que un camionero. Las clases eran nocturnas. Algunas noches Javier iba. Otras, el tiempo se le pasaba persiguiendo cocuyos en el cañaveral. Gracias a los regaños cariñosos de su tío, fueron más los dibujos que hizo que los cocuyos que atrapó. Fue él, además, quien le avisó de las captaciones para la Escuela Vocacional de Arte. “Si no hubiera sido por mi tío, nunca me habría enterado de esas pruebas”.
Cuando terminaba las clases se quitaba los zapatos y salía con sus tres hermanos a bandolerear por el pueblo y a tirar flechas, que era como le decían a usar los tirapiedras. La falta de esa libertad que tenía en Perico hizo que le costara adaptarse cuando comenzó en la Escuela Vocacional de Arte. “Cuando llegaba el domingo y me sentaba a comer, ya sabía que se estaba acercando la hora. Me metía debajo de la cama a llorar, porque no quería irme”. Su madre lo tenía que llevar a la EVA en Matanzas y cuando la veía emprender el regreso sola se le apretaba el pecho. Con el tiempo fue adaptándose y luego continuó estudios en La Habana.
En 1988 Javier se estaba graduando de la Escuela Nacional de Arte. En aquellos años pudo ser parte de la efervescencia creativa que se vivía en la capital. Los llevaban a ver conciertos de Noel, Silvio y Pablo. Asistió a presentaciones de Santiago Feliú y Gerardo Alfonso y de otros músicos importantes del momento. Los muchachos de la graduación del 84 al 88 tuvieron una vida cultural muy intensa; sus maestros les proporcionaban gran cantidad de experiencias estimulantes. De eso también bebió para consolidar sus obras y sus visiones como artista.
El Javier recién graduado tuvo muy pronto su primer premio. El premio lo recibió en un Salón Nacional que se hacía con las obras de las tesis de los mejores graduados. Le mandaron hasta Perico dos tomos de un diccionario y un casete de Adalberto Álvarez. La felicidad de recibir esos obsequios fue muy grande.
Años después tuvo su primer encuentro con la censura. Igual de grande fue la tristeza después de aquella exposición infructuosa en la galería Pedro Esquerré, en 1993.
Él y su amigo Wiliam Hernández estaban dándose a conocer entre los jóvenes artistas de aquel momento y fueron invitados a exponer sus obras. Javier se distinguía ya por un estilo sarcástico, cercano a la caricatura, con énfasis en la sátira política y social. Estando la exposición montada, el director de la galería lo llamó a su oficina para informarle que una de las obras no se podía exponer. Entonces él y su amigo se plantaron y se negaron a exponer el resto de las obras si esa era eliminada de la muestra. La exposición se inauguró, pero se canceló a los diez días porque iban a pintar las paredes de la galería.
Ahora recuerda el trabajo que pasaron para montar aquellos cuadros. Compraron los cristales a sepultureros que recuperaban los vidrios de las ataúdes cuando se exhumaban los cuerpos en el cementerio. El precio de 5 pesos era poco; lo mucho era el trabajo que pasaban para lavar los cristales. Los cuerpos en descomposición ensucian terriblemente.
Más de treinta años después de que descolgaran “La extracción de la piedra de la locura” de la pared de la galería, siente que ese acto solapada afectó su creación juvenil, sus deseos de seguir desarrollando esa estética tan peculiar entre sus contemporáneos. “Me decepcioné mucho. Me puse berreado conmigo mismo y me quedé viviendo nada más del gingán, que es como le decimos a la sopa, pero en la plástica. Estaba muy desmotivado. Me costó mucho recuperarme de aquello”.
Su currículo dice: “Javier Dueñas, Cárdenas, 1969”. Pero sólo nació en Cárdenas porque en Perico no había hospital materno. Ama su pueblo y todos los intentos de separarse de este le han costado caro al corazón. Los años en Matanzas, luego en La Habana y un tiempo en el que estuvo matrimoniado en Los Arabos, han sido épocas de extrañar el olor de su terruño. Ni siquiera cuando se compró una casita en Colón y lo trataban como a un rey dejó de extrañar Perico.
Frente al parque de La Libertad vive Javier Dueñas. Los que se asoman al pequeño portal de su casa para comprar una maceta de barro o un mortero de madera, difícilmente imaginarán las obras de arte que hay dentro. Él y su esposa, Niurys, se sientan juntos a vender artículos variados entre artesanías y útiles del hogar.
A veces no venden nada y simplemente ven pasar a la gente. Algunas veces les gusta ver pasar el tren; les recuerda que hay movimiento en Perico. Personas que van y vienen buscando la esperanza perdida en algún campo cercano.
A un costado de la casa hay un túnel peatonal en el que dicen que se ahogó un niño en un ciclón, pero la gente sigue pasando como si nada, porque es lindo, no es peligroso, salvo cuando se inunda. En el parque se sientan los viejos del pueblo, desahuciados, esperando que la corriente les llegue primero que la muerte. Como los apagones son frecuentes, los padres llevan más a sus hijos a lanzarse de la canal. Los niños montan columpio con una alegría tremenda y sienten esa cosquillita en la barriga que te da cuando te balanceas fuerte. Mientras, los padres miran su celular o piensan en lo que les harán de comida esta noche. Unos crían puercos en sus patios, otros montan bicicleta, los jóvenes se besan sin pensar en el mañana, algún loco camina sin pantalones por las calles anchas de Perico y las señoras tienden la ropa lavada. Esa es la vida que pasa sin detenerse ante los ojos curiosos del artista que la retrata en sus obras, con delicadeza y genio.
Una parte de su obra la componen estampas de pueblo. Son hermosas fabulaciones que narran, como si se tratara de una novela, la vida en un pueblo de campo. Sus visiones sobre la cotidianidad parecen salidas de una febril imaginación. Es fascinante la atención que Javier pone en los detalles y la hermosura con que crea sus pequeños universos. Mundos oníricos cobran vida sobre a partir de la acuarela, el carboncillo, la plumilla o el bolígrafo. Esas ensoñaciones de un pueblo imaginario que bien podría sumarse a la lista de pueblos míticos como Macondo o Comala, se hacen eternas sobre la piedra pulida, sobre una sandalia vieja, una losa, un saco de yute, el espaldar de una cama o un frágil trozo de cartulina.
Si le preguntan a Javier qué le da más placer de todo lo que hace, no sabe qué elegir entre su obra plástica y su trabajo como ilustrador. “Me siento muy realizado con esta historia de ser cronista de mi tiempo. Me gusta saber que estoy dejando, con mi obra, un testimonio de lo que me tocó vivir”.
Es gratificante saber que cientos de personas tienen un libro ilustrado por él en la mesita de noche. Sus libros son también su orgullo. Ha ilustrado más de 30 libros para Gente Nueva, y otros tantos con Ediciones Matanzas, Vigía y editoriales extranjeras. Ha hecho ilustraciones de libros para niños y soy testigo de la magia que emana de sus imágenes. Hay humildad y bondad en ese trabajo, porque se parte de la obra del otro, de obsesiones ajenas, del genio creativo del escritor. Se trata de aportar belleza y sentido a la escritura de otra persona. Lograr la imbricación entre texto e imagen es maravilloso. Y Javier sabe como hacerlo.
Cuando Javier habla de su hijo se le humedecen los ojos. Lo ha visto crecer de lejos; el divorcio con la madre los alejó. Ahora es un hombre y vive fuera de Cuba. “Hablamos mucho”, me dice. “Nos contamos todo, nos queremos, somos grandes amigos”. Hace más de seis años que no se ven. La distancia le duele y lo hace respirar profundo, como queriendo borrar los kilómetros que hay entre Estados Unidos y Perico.
Antes la vida de un artista “de provincia” era más fácil. Javier podía alternar la venta de cuadros para hoteles en Varadero con la realización de sus obras para exposiciones y su trabajo como ilustrador. Después de la pandemia, el turismo decayó y con él el poder adquisitivo de muchos. Se acabaron las ventas y los viajes a La Habana que él y su esposa planificaban cada mes para ir a los teatros y al cine y a las galerías y vivir las noches de arte en la capital.
Javier sigue haciendo sus obras y sus ilustraciones. Sigue viendo la vida pasar desde su portal. Toma café con los artistas coterráneos y se quejan juntos de lo apretada que está la jugada. Disfruta los honores de haber recibido el Premio Provincial de Artes Plásticas en 2023 y dice que no quiere irse de Perico. Cuando dibuja en apagón, a veces recuerda las noches en las que perseguía cocuyos en el cañaveral.