Fotos: Cortesía del artista
Ciertos ejes de nuestra cotidianidad —esos que unos llaman el diarismo de la vida— puede que sean algunas constantes en el quehacer del pintor Rubén Alpízar (Santiago de Cuba, 1965), un artista que ha podido —y sabido— consolidar una particular estética en la que el humor —casi tocante con la ironía— convoca a la reflexión.
La auto-representación, también, ha sido el modo que ha encontrado para comunicarse con el espectador: sus obras están cargadas de mensajes, sugerencias y hasta divertimentos que van, armónicamente conjugándose hasta cuajar una relación dialógica con el espectador.
En cada propuesta hace un guiño al oficio gracias a una depurada técnica que, a fuerza de academias, ha alcanzado: cuatro años de nivel elemental y cuatro de nivel medio en la escuela provincial de artes plásticas José Joaquín Tejada, de Santiago de Cuba, y posteriormente, entre 1984 y 1989, en el Instituto Superior de Arte, ISA, de La Habana.
Ese paso por los distintos niveles de la enseñanza le ha permitido sostener, respaldar y avalar un discurso pictórico personalísimo que con el paso del tiempo se ha ido aglutinando alrededor de series —las más recientes son: Caballos de Troya, El sabor de las lágrimas e Ícaro—. Y en esa suerte de regodearse, una y otra vez, en lo que se conoce como “el oficio de pintor”, Alpízar asume “la vida misma” como el más grande de sus temas: “chocar todos los días con un cuento, con un chiste, con una anécdota, con algo que te leen, con una realidad: eso es básico. El amor también es esencial y, por supuesto, los problemas que todos los días tenemos que enfrentar”, comenta a On Cuba.
Sus cuadros aparecen respaldados por la iconografía religiosa —que asumió desde las primeras etapas—, pero su obra no lo es. La religión es solo el pretexto para abordar temas terrenales, universales y humanos, al tiempo que los argumentos llegan a través de un fino prisma matizado por el absurdo y hasta el sarcasmo.
Los soportes que emplea están totalmente imbricados en su propuesta, a tal punto que la obra se convierte en, casi, escultórica; se denota un marcado interés por romper la planimetría, aun cuando profusamente trabaja las texturas. Quizás, en ese juego con el volumen está la incitación a observar la pieza con cierto carácter lúdico y de interacción: “no se trata de tocar la obra, sino de inclinar a la gente a tocarla, a mirarla por detrás, por delante o por un lado”, subraya.
Alpízar es de los pintores que emplea casi todos los colores, pero a la vez sus tonos están filtrados por veladuras que dan una sensación de envejecimiento: en su paleta son protagónicos la gama de los verdes opacos, los grises, los sienas y los azules apastelados.
Al degustar su obra, sobreviene la sensación de estar ante una puesta en escena porque mucho de teatralidad tiene su propuesta: cada cuadro narra una historia de principio a fin con momentos de clímax y todo parte de un acucioso proceso de creación: “Soy muy meticuloso, muy quisquilloso. Primero organizo las ideas —construyo como un cuento— y describo cómo va a estar colocado cada elemento, qué quiero decir e, incluso, redacto la composición: aquí va tal cosa, en la esquina tal elemento, en el otro lado más cual. Igualmente anoto la referencia: este personaje se tomó de tal obra. Así voy conformado la idea general de la pieza”.
Alpízar remarca en la relación entre el ser y el tiempo, porque sabe que todo hombre habita en un período determinado —ese que él se empeña en atrapar en cada lienzo—. Es, también, un verdadero artífice de la parodia que le sirve, sin duda para reflexionar sobre temas puntuales de la Cuba de hoy con mirada aguda, cuestionadora, pero sobre todo transparente y auténticamente sincera.