En Netflix he visto este fin de semana un documental que, más que audiovisual en sí mismo, pareciera la evidencia de que el Arte no necesita del artista esas búsquedas desesperadas por la trascendencia que se le ve ejecutar muchas veces. Es el enigma de su sensibilidad y la poderosa franqueza del mensaje su catapulta a la inmortalidad, por mucho que la persona parezca destinada al olvido y a la marginación.
Es el caso de Chavela Vargas (Costa Rica, 1919-México, 2012), a quien gracias al documental de 2017, Chavela, realizado por Catherine Gund y Daresha Kyi, puede uno descubrir en la intimidad más descarnada; esa que empieza cuando su familia la tuvo por bicho vergonzante debido a su homosexualidad y que sigue con los raptos de violencia que le hicieron padecer el alcoholismo que aliña su leyenda de bestia negra, ganada a fuerza de talento y rabia.
Dicen que en la Ciudad de México era temida por los hombres debido al magnetismo que emanaba por sobre sus mujeres, al punto de robárselas como el más “macho” de ellos. En el Tenampa podía permanecer varios días y no salir hasta habérselo bebido todo. Pero si entraba con José Alfredo Jiménez, el compositor de muchos de sus éxitos, en cuyo velorio en 1973 no solo bebió, sino que cantó y lloró tumbada junto al féretro, porque esa ausencia representaba también una especie de precipicio al cual presentía Chavela estar cada vez más cercana.
La adicción por el alcohol la fue alejando de los escenarios en los setenta, después de espectáculos en los que aparecía completamente borracha o se iba emborrachando en la medida en que cantaba con aquel estilo suyo tan desgarrado y firme. Era el alcoholismo, dijo Chavela Vargas alguna vez y ahora lo descubrimos en el documental, “una enfermedad de soledad y de abandono, de estar rodeado de mucha gente y al final nada”.
De la enfermedad se libró, cuentan, gracias a los chamanes. Aunque, gracias al testimonio de quien fuera su abogada y amante, Alicia Elena Pérez Duarte y Noroña, cuyo testimonio es vital en este material, sabemos que detrás de toda leyenda se encuentra una realidad grosera y cruda.
Sin embargo, porque en la vida de toda persona trascenderá más la fábula que lo evidente, seguro serán los chamanes quienes en la historia habrían curado para siempre a Chavela Vargas, como fue domingo el día en que quiso morir y murió y casi deja de existir sobre un escenario, como fue su deseo desde que andaba guitarra en mano, pistola en cinturón y los mil anhelos de beberse la vida como una copa de tequila.
Debido a la determinación de abandonar la bebida, tomada al fin a principios de los 90, quien había estado frente a frente con la muerte y tuvo valor para decirle que todavía no era el turno de acompañarla, nos ofreció con ello la oportunidad de descubrirla, como lo hizo el mundo tras aquella presentación de 1991 en el cabaret El Hábito, cuando Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez la pusieran de vuelta, tras años de una vida discreta, a veces paupérrima en Tepoztlán, donde muchas veces había tocado el fondo de la existencia.
En el documental, esa escena es también de importancia para nosotros. Aparece Chavela después de décadas de silencio, vistiendo su poncho tradicional, con la guitarra como cargada, interpretando esa canción que recuerda a una de nuestras cubanas más famosas por haber puesto patas arriba lo que entonces se creía propio de las mujeres, la Macorina.
Testimonios como los de Felipe y Rodríguez son fundamentales en este material para entender quién era la artista que solo había grabado tres discos antes de abandonar los escenarios y que, luego de su resurrección, no solo llegó a superar la treintena, sino que logró presentaciones en teatros como el Carnegie Hall, de Nueva York, y el Olympia, de París, donde tuvo como jefe de prensa y maestro de ceremonias nada menos que al cineasta Pedro Almodóvar. Fue la misma mujer que con 83 años logró presentarse al fin victoriosa en el Palacio de Bellas Artes de México, su tierra.
Otro aporte del documental es un detalle que, por momentos, pareciera incluso un defecto. Sus realizadoras acuden solo a quienes en verdad parecen haber estado conectadas íntimamente con la intérprete. De este modo, vemos a sus íntimos en México y España, país que tanto la quiso y donde sembró sentimientos de amistad en personalidades como la cantante Martirio, Miguel Bosé, Laura García-Lorca y el propio Almodóvar, que no es solo un gran cineasta, sino un hombre generoso cuyo empeño fue esencial para la presentación de Chavela Vargas en Madrid, en 1993.
Se trata de una persona cuya conexión con la cantora le hizo hacer por ella tanto como lo habría hecho un verdadero enamorado. En uno de sus testimonios, cuenta Almodóvar cómo, para la presentación de Vargas en París, removió cielo y tierra, a la vez que puso a un lado todos sus compromisos solo para que la intérprete lograse realizar con éxito el sueño de cantar donde lo había hecho Edith Piaf.
El documental se propuso mostrarnos a la Chavela Vargas más íntima, contraponiendo su leyenda a una realidad que la vuelve aún más legendaria. Sin embargo, tal vez este sea otro logro añadido: junto a la vida de la famosa artista por sus maneras de interpretar la música, la obra de Gund y Kyi nos ha mostrado también la evolución y el cambio de una sociedad y, con ella, del mundo. Sobre todas las cosas, nos deja saber otra vez cómo algunas veces, tanto en la una como en el otro, la doble moral y la hipocresía son firmes.
La adoro!