Será difícil evitar identificarse con alguna de las historias que presenta el largometraje Cuentos de un día más, que desde el pasado viernes está a disposición del público en las salas de cine en La Habana. La película explora sentimientos y realidades de la sociedad cubana desde la llegada de la COVID-19 al país.
El filme, el primero coproducido entre el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (Icaic) y colectivos de creación independientes, funcionó para desperezar a cientos de personas involucradas en el séptimo arte de la Isla, ociosos ante la crisis que trajeron consigo el aislamiento y el parón productivo de la industria cinematográfica cubana.
Bajo la guía de Fernando Pérez, quien se encargó de coordinar los seis cuentos que conforman el audiovisual, podemos encontrar diferentes narrativas que muestran desde la ficción la realidad común vivida por millones de cubanos en más de un año de encierros, sufrimientos, atolladeros y crisis.
Quizás Cuentos de un día más haya sido uno de los pocos momentos alegres en todo este tiempo de coexistencia con el coronavirus, no solo por agrupar el talento de siete creadores al frente de seis equipos de trabajo (uno para cada historia), sino además por enseñarnos cuánto talento existe en el cine cubano hecho por jóvenes realizadores.
Desde el primer cuento de Rosa María Rodríguez (La trenza), el espectador se adentra en el solar que constituye el escenario de la historia de la pequeña Mara, quien funciona como hilo conductor de la trama, a través de sus conflictos familiares y con los vecinos del lugar.
Los mecanismos de subsistencia de su madre en medio de la crisis del nuevo coronavirus llegan a afectar a la niña, quien se aferra a la paloma que le regaló su padre ausente como mecanismo de defensa, una especie de ancla que utiliza para creer que, mientras conserve a su preciada mascota, todo irá bien, hasta que Mara percibe que, al igual que su paloma, necesita ser libre si quiere avanzar en la vida que le depara.
Siguiendo la temática de las aves, llega el segundo corto, La muchacha de los pájaros, donde vemos a una joven enfrentarse a una pérdida en ese doloroso momento que supone recoger y limpiar la casa de algún familiar.
En esta historia, casi carente de diálogos, su director y guionista Alan González logra contar más de una historia: la de la muchacha Paloma y la del familiar que habitaba en la casa, y lo hace a través de los objetos y el propio entorno del abandonado hogar, que guardaba un cuarto solo para la cría de aves, uno de los espacios rodeados de historias y recuerdos que atesora “la muchacha de los pájaros”.
Puede que sea este uno de los relatos menos relacionados con el tema de la actual pandemia, pero no por eso se desvincula de los restantes cuentos, pues el convivir con la muerte, la soledad, así como la importancia de las relaciones interpersonales y familiares, son fundamentales para entender que cualquier pérdida se sufre por igual en el transcurso de la vida, circunstancia que nos ha rodeado —más bien abrumado— a causa de la pandemia.
Para romper con la estructura narrativa de los cuentos anteriores llega Mercuria, un relato violento y preciso, bien equilibrado en su guion gracias a su personaje central, que transmite cierta espiritualidad con pinceladas (la práctica del yoga, su vocación de escritora), que otorga la directora del corto, Carolina Fernández-Vega Charadán.
Aquí las ausencias y la manera de afrontar la muerte presentan una mirada diferente, dejando entrever cómo, bajo ciertas circunstancias, una persona puede sentir que muere lentamente en vida, como una especie de preparación para la otra “vida” que le espera al reencarnar, en un cuento aparentemente surrealista y a su vez uno de los más cercanos a nuestra triste realidad.
La necesidad de la interacción humana mediante la convivencia de parejas, con sus matices y situaciones, es uno de los tópicos más recurrentes en los restantes tres relatos: Él y Ella, Los días y Gallo, estructurados en orden tal que pareciesen contar en sí la historia de cualquier relación amorosa.
La fase inicial de enamoramiento entre dos extraños, luego una etapa donde las parejas buscan mantener vivo ese fuego inicial y al final, en este caso, la muerte como destino final, aspecto que no parece cosa del azar en la edición y estructura del largometraje.
En el caso de Él y Ella, con guion de Amílcar Salatti y dirección de Yoel Infante, una dupla que bien se conoce, se cuenta la historia de un ex convicto que, al abandonar la cárcel, se ve en otra especie de prisión, esta vez por la cuarentena y el distanciamiento, aunque para Él resulta toda una aventura gracias a la experiencia en su nuevo trabajo como custodio de un cine.
Es entonces que la conoce a Ella y vuelve a sentir que está vivo, que su “encierro” se hace más llevadero juntos, logrando burlar los espacios cerrados y rutinas que los separarán, siempre que se mantengan juntos.
Por otra parte, la quinta historia, a cargo de Katherine T. Gavilán y Sheyla Pool, trae a una joven que busca pasar los días tomando fotografías desde la altura de su balcón, cuando la asalta una sorpresiva visita. Entonces Gaby tiene que aprender a convivir con Carlos, conocer a este “extraño” que ha irrumpido en su vida, quizás para darle un nuevo sentido, o solo para darse cuenta de que la convivencia en pareja no es cosa de juego.
Es entonces que entra en acción Gallo para cerrar esta narración coral. Eduardo Eimil, el director del sexto cuento, nos muestra un personaje solitario quien solo logra calmar su soledad tocando su trompeta para beneplácito (o desagrado), de los vecinos de su edificio.
Mientras, se mantiene en contacto con su esposa, hija y nietos desde el exterior, hasta que recibe la noticia de que su pareja vendrá a Cuba para acompañarlo y hacer más llevadera la pandemia, una visita no exenta de dificultades porque esa es otra de las enseñanzas de esta enfermedad, que no podemos dar nada por sentado.
Si algo nos enseña muy bien este largometraje, es que las personas siempre buscan alguna manera de lidiar con el abandono y la soledad, y ver la vida de manera diferente ante las circunstancias acrecentadas con la pandemia que nos ha puesto a prueba durante ya casi dos años.
En ese sentido seleccionar estos seis guiones de los 25 presentados resultó un acierto, pues, además de la edición de cada uno de los cuentos, el resultado final permite al espectador reconocer que se encuentra ante una película coral y no una mera consecución de cortometrajes.
En los últimos tiempos hemos contado con algunos proyectos similares en el país: Tres veces dos, tres historias dirigidas por Lester Hamlet, Esteban Insausti y Pavel Giroud, mientras que también se grabó en La Habana hace algunos años 7 días en La Habana, con estructuras distintas pero con la idea de contar historias de cierta forma conectadas.
Cabe precisar que, en el caso de Cuentos de un día más, se filmó con seis equipos de trabajo distintos, o sea, hablamos de seis directores, guionistas, directores de fotografía y editores diferentes y sin un hilo conductor entre los relatos que no fuese la situación de la COVID-19.
Por lo tanto, resulta casi una quimera poder unir tantas historias diferentes, todo un reto, cuyo resultado será placentero para el público, quien no podrá evitar sentirse apesadumbrado ante las reveladores historias que nos presentan estos realizadores, como si nos estuviesen revelando no solo lo vivido, sino lo que nos puede quedar por delante.
No es la primera película co-producida entre el ICAIC y los independientes. Fue Tres veces dos. La producción corrió a cargo de los equipos de cada cineasta que por entonces no eran oficialmente productoras pero todos sabemos que lo eran. La propia institución olvida su historia y ya quedan pocos de los que la dimos nuestros mejores años en la productora.