Enrique Molina habla con Reynaldo Miravalles mientras almuerzan juntos en La Habana. Ellos (y sus personajes) rememoran el extravío de una mujer en común, de una persona que ocupó, en su tiempo, el lugar que le asignamos a los símbolos. Siempre he pensado que en la trama de Esther en alguna parte, largometraje dirigido por Gerardo Chijona, en la esencia visceral de la película, radica también un pedazo de esa fábrica de recuerdos fragmentados que es Cuba. Ambos actores, Molina y Miravalles, nunca perdieron el vínculo ni el cariño mutuo a pesar de la distancia entre ambos, a pesar del dolor. Y cuando los cubanos vimos frente a frente a estos dos actorazos tuvimos la certeza de que, al menos en la brevedad del instante, se estaba restaurando en nuestra memoria ese lugar que habitamos y que llevamos a cualquier lugar con la carga emocional que implica llevar un país sobre las espaldas.
Cuba también es un territorio de sueños que se repiten. He pensado en eso tras la muerte de Molina, ocurrida casi cinco años después de la de su amigo, Reinaldo, ese actor que tras décadas de exilio en Miami volvió a reunirse con sus orígenes, con sus amigos, con esa familia extensiva a lo largo de toda la Isla.
Solo los implicados en ese lance cinematográfico que fue Esther… conocen los desvelos que concluyeron con el final feliz del regreso de Miravalles a Cuba. Lo hizo con el pretexto de filmar una película, pero con la seguridad de que su retorno era la mejor excusa para despedirse de su público en Cuba. Y no había mejor argumento para ese tipo de desenlace que su protagónico junto a su amigo Enrique en una adaptación de la novela de Eliseo Alberto Diego.
Fue una “trinidad” de grueso calibre formada desde el cine y la literatura, de cuyas implicaciones todavía podemos ahondar mucho más, pero en verdad creo que esa cinta, Esther…, estaba tocada sobre todo por la mano de la libertad. Molina, no lo duden, tuvo mucho que ver en la vuelta de Miravalles, en la conclusión favorable de ese sueño, que también era su sueño: el de reunirse con su amigo y quizás saldar también la deuda pendiente con su propia historia y la del cine cubano. Porque Molina, quien se definió como un “romántico de la actuación” era de esos actores a quienes nunca les gustó dejar proyectos inconclusos.
Enrique Molina resume en su propia obra la historia del cine y la televisión en Cuba. Él pasó ante nuestros ojos con ese carácter refulgente de actor bravío a través de cintas clásicas, de novelas, de series.
Nunca he sido muy seguidor de las novelas. Ni cubanas, ni brasileñas, ni de cualquier otra latitud. Pero sí tengo la debilidad de la conmoción a muerte. Me pasa con algunas películas o series cubanas, así como con otras obras foráneas, obviamente. Cuando pienso en esa trastienda cinematográfica emocional, a la que a veces trato de restarle importancia para mirar a fondo al futuro, sea lo que sea que eso signifique, no puedo dejar de pensar en Molina, entre otros actores. Lo veo en En silencio ha tenido que ser, en Una novia para David, o Contigo pan y cebolla. Ahí está el actor de carácter, el hombre que encarnaba cada personaje como si fuera el último. La indagación profunda de su mirada, sus gestos muy singulares, su humor particular, su amistad que perduraba en el tiempo, como sus propias películas, eran rasgos fundamentales de la personalidad de este hombre-símbolo del cine cubano. Molina, todos lo saben, triunfó en el cine desde su aparición en el clásico El hombre de Maisinicú. Su historia, la leyenda posterior, casi todos la conocen.
Me ha interesado mucho siempre conocer las claves del éxito, lo que se esconde detrás de la posibilidad de un actor de tocar la fama o la popularidad, dos renglones que, por cierto, no creo se apliquen de forma tajante a Molina. Él sencillamente se colocaba delante de las cámaras para interpretar los personajes con la misma convicción con la que llevaba su vida diaria. Es decir, emprendía un viaje para caracterizar a varios personajes sin dejar de estar en el punto de partida, que no es otro que representarse en la pantalla a sí mismo, a pesar de su extraordinario talento para el desdoblamiento. Ahí radica esa capacidad que lo llevó a implantar en nuestra memoria su paso por el cine, con personajes creados con una maestría que podía elevar a la categoría de los recuerdos el papel supuestamente más insignificante o eclipsado por la trama. En verdad no había roles menores para este actor, que pertenece a una de las generaciones históricas más trascendentes del cine cubano, que la muerte y el tiempo ha ido desmembrando para colocarla en nuestra memoria, como una presencia vital.
Molina también era un actor que venció la nostalgia. O al menos supo encontrar la armadura para luchar contra ella y seguir en la actuación con papeles que, sin saberlo, y quizás hasta sin quererlo, también alimentaban esos desvelos del espíritu. Cada vez que lo veía no dejaba de pensar en otros grandes actores que compartieron con él, que nos complementaron en nuestra identidad, que representan las aspas luminosas de una época y de un país que ya solo existe en la historia del cine cubano y en los personajes de astros como Molina, o en las representaciones que se hacen de las memorias del pasado.
Enrique Molina también era un evocador de recuerdos y nostalgias, un hombre que pasó por todo y a pesar de su edad seguía en el ruedo, en el vértigo de la creación para alimentar con su magisterio la vida cubana. No son muchos los que a su edad pueden darle fuerte a la rueda de la actuación y no irse perdiendo de a poco en la tupida niebla del olvido, de las exigencias del cine o de los estereotipos. Fue, por eso, un sobreviviente. Un sobreviviente a la época de oro del cine cubano, a la muerte de su querida esposa, a la ausencia de su primer círculo de amigos, a la pérdida de colegas actores con los que compartió sus más íntimas y profundas desazones, esas con las que sientan a la mesa cualquier cubano.
Es sencillo recurrir a su biografía para hablar de su trabajo. Decir que participó en aquella o este película, que hizo época con Silvestre Cañizo en Tierra Brava o considerar todas sus interpretaciones magistrales para llenar cualquier vacío por la premura informativa del tiempo.
Todo ese recorrido es digno, por supuesto, de exaltación, porque la travesía fue la que lo colocó para siempre en nuestra experiencia humana y en ese sitio que guardamos para los recuerdos escritos a golpes de emoción.
Siempre me ha interesado ver al actor detrás del actor. Explicar, por ejemplo, a Molina detrás de Molina. Aunque es muy difícil responder a esa lógica del algoritmo actoral porque Molina, como ya sabemos, fue uno solo.
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En el primer tramo del año 2000 mi generación estaba en plena y desenfrenada búsqueda a causa de la interpretación de sus propias circunstancias, en grandes procesos de quiebre, en ese punto ciego de la pérdida de varios de sus hijos, que nos iban dejando un poco huérfanos. Los que permanecimos aquí (en Cuba) sentíamos esa ausencia como los estertores de una angustia que, lejos de desaparecer, nos ha obligado a convivir con ella, a saludarla, a tratarla como una presencia obligatoria y, a la vez, infausta. Lo hemos hecho de la misma forma con la que, hoy, convivimos con una pandemia y con la misma muerte que se llevó a Enrique.
En esos principios de siglo Molina interpretó un padre roto en silencio por la partida de su hijo, por las incomprensiones, por los dictados de las normas sociales y políticas. Y, de alguna forma, trató de ponerse en la piel de miles de padres y de cubanos para sacar adelante su papel. Quizás también vio en la humanidad de esa cinta una parte de su trayectoria, o de la persona que en algún momento fue. Video de familia fue (es) un valioso testimonio generacional firmado por Humberto Padrón. La película nos removió en su momento al recordarnos lo que vivíamos y también nos adelantó lo que podía depararnos el cruce del destino. Ahí el personaje estaba preso de sus propias contradicciones, que eran, en resumen, las contradicciones de un país. La migración, los conflictos familiares, los estereotipos volvieron a mirarnos a los ojos y nosotros, que transcurríamos por los avatares de la primera juventud en medio del caos de la edad y de una aparente salida de la crisis que nos atenazó y atenaza, sabíamos que aquel mediometraje estaba hablándole también de forma cercana a un país entero. Para incrementar su poder de anclaje, la cinta, en la que Molina comparte protagónicos con la vital Verónica Lynn, concluye con Foto de Familia, ese himno con el que el cantautor Carlos Varela nos retrata hasta la crueldad.
He pensado hoy que Molina podría ser una canción de Pablo Milanés. Su muerte me trae de golpe “Ya se va aquella edad”, banda sonora, entre otras vidas y épocas, de Algo más que soñar. Especialmente aquello de “fue sentir la inmensa emoción de que vivir es algo más que en sueños ir, fue crecer saber durar, hacer, buscar, pedir, brindar, recorrer el último camino que te lleva a tu propia identidad”. Por esas letras, de un visible sentido autobiográfico, transita el actor, Molina, como transcurre también su generación, la nuestra y posiblemente la que vendrá. Esta última quizá no lo sabrá, ni conocerá mucho de próceres de la cultura nacional, pero cuando vean el cine cubano, estoy seguro que algo les hará imaginar que allí en la pantalla también está la sobrevivida de grandes actores, como Molina y ese rosario de personajes suyos que hoy se agolpan en la memoria de nación, que él retrató con sus personajes, reconociendo, posiblemente, que en el cine podía curarse de todas las heridas. Las de la vida, las de la separación y las de los hombres.
Pablo Milanés también estuvo muy pendiente de la evolución de Molina. Le pidió fuerzas desde su perfil de Facebook para que siguiera luchando, para que no renunciara. Lo mismo pidió para su amigo Adalberto.
Hoy el trovador, sin recuperarse del impacto de la muerte del sonero, vuelve a sentir esa tristeza honda por ver cómo se marcha Molina, otro colega con el que compartió afinidades generacionales y afectos. No son pocos los que recuerdan hoy la vez que el mundo los unió para siempre en ese testimonio de otra época que fue Algo más que soñar. Pablo me confiesa su tristeza en un mensaje por Whatsapp. El legendario músico pondera el talento del actor, del que estuvo cerca en varias ocasiones y recuerda también que fue testigo de varios de sus lances creativos:
“Creo que Molina fue uno de los actores más versátiles de Cuba. Calidad, responsabilidad y amor ponía en sus personajes. Tuve la suerte de ser testigo de una etapa en la que iba a protagonizar a Martí y vi el sacrificio, en todos los sentidos, que puso para perfeccionar esa actuación. Uno sentía como que ahí le iba la vida y desde entonces tuvo mi respeto y admiración. Lo voy a recordar con alegría, para que al final de toda esta pesadilla podamos brindar por él”, me dice Pablo desde la emoción que no deja de embargarlo por estos días aciagos que él mismo ha retratado al detalle en una versión de La vida no vale nada.
El amigo y crítico cinematográfico camagüeyano Juan Antonio García Borrero ha creado una muy completa ficha del actor en un proyecto en curso con el que entrega un valioso testimonio del cine cubano en todas sus manifestaciones. Podemos encontrar entre sus documentos las obras en las que incursionó Molina y hacernos, gracias a esa labor minuciosa del crítico, una concluyente idea de la altura de este actor, que como pocos pudo entrar en la historia a través del cine, la novela, el teatro, la televisión, la radio. Pero no podemos olvidar en ningún punto del recorrido por sus películas que es allí donde radica un actor sin medias tintas, un hombre que tuvo como principio y final de su vida el cine y la televisión. De ahí que no sorprendió que en la medianía de los 90 entregara su rostro para que le realizarán innumerables cirugías para interpretar a un Martí. La entrada del primer “Período Especial” le impidió finalmente hacerlo por causas que trascendieron a su voluntad, lo que fue un duro golpe porque le había puesto ganas y sueño a ese personaje inconcluso. Tras ese “fracaso” le corrió por la mente la idea de pedir la jubilación, pero como era de esperar en un hombre como Molina, aquel proyecto nacido de la desilusión no se concretó.
Hace unos días escribí que con la muerte de Adalberto Álvarez moríamos también un poco más los cubanos. Después me detuve a pensar en cómo he interpretado últimamente la muerte, en cómo me ha afectado, incluso sin saberlo, esta ráfaga de malas noticias, de pérdidas en ascenso. Varias personas me alertaron que cada vez que veían algo escrito por mí estaba relacionado con la languidez de la vida. He pensado a veces en no “abrir” Facebook por buen tiempo. He pensado también en qué oscura razón movió a alguien a esparcir durante estos días los rumores del fallecimiento de un actor que hasta el último momento se aferró a la vida con el mismo carácter que le imprimió a sus personajes. Molina estaba resuelto a regresar a la vida. Su hijo, Pavel, ex bajista de Los Van Van, había publicado en sus redes sociales para darnos y darse aliento un audio en que el actor bromeaba y aseguraba que iba a darle duro a la enfermedad. Y lo hizo. Hasta que en la última partida la naturaleza de su gravedad fue más fuerte. Hasta ese último instante hilvanó su personaje de hombre duro, recio, frente a la vida y la existencia humana.
Hoy me quedo con la imagen de Molina y Miravalles mirándose frente a frente. Recorriendo junto a sus personajes las calles de La Habana, interpretando diálogos en los que prevalece la amistad por encima de todo y de todos.
Molina y Miravalles se miran, hablan, se burlan uno del otro como solo pueden hacerlo los viejos amigos y van a buscar su pasado y su presente con la certeza de que para ellos y, para todos nosotros, Cuba, como la mujer que los volvió a unir desde el pasado, seguirá existiendo en alguna parte, y ellos estarán ahí siempre para interpretarla.
Gracias Michel por tan bella apología a dos actores de mi generación que nos hicieron disfrutar tanto con sus actuaciones, al igual que muchos otros, cuyos rostros e imágenes interpretativas no olvido y aunque sus nombres estén relegados a la memoria de una persona mayor que sin embargo no deja de emocionarse cuando en cualquier escena sus imágenes aparecen, una vez más GRACIAS
Es muy triste todo lo que dice acerca de la brillante vida y trágica muerte de Enrique Molina, es y siempre será recordado como el actorazo que fue, todas sus interpretaciones fueron inmejorables,EPD, su pueblo no lo olvidará
Me he emocionado mucho leyendo tus reflexiones. Duele mucho tanta muerte. Molina, Adalberto y todos los que nos han dejado en estos meses aciagos, aún cuando no se trate de nombres conocidos, deberían servinos para aprender a amarnos más.
Michel eres uno de los más grandes periodistas culturales de Cuba. Granma debió haber hecho todo lo posible porque permanecieras. Pero agradezco a Oncuba que te tenga ahora entre sus columnistas. No dejes de escribir, por favor. Este texto me ha conmovido como no lo ha hecho casi nada en la vida.
A este fenomenal articulo le falto puntualizar que Miravalles murio detestando a quienes Molina aupaba.