Por repartir cartas con su padre y carbón con su tío, en la Guanabacoa de los años 50, Fernando Pérez le cogió el gusto a caminar. Caminando, dice, se le ocurren ideas, descubre locaciones para sus películas. “Cuando caminas tocas las cosas, ves a la gente de frente, estás en el lugar, lo pisas”, cuenta el director de Suite Habana, el filme cubano que retrata la cotidianidad de personas –no de personajes– en esta ciudad de mar.
Fernando vive en el piso 15 de un edificio, en el centro mismo de la capital de Cuba, en Infanta y Manglar. Un apartamento pequeño donde parece que le sobra espacio. En la sala hay un estante de libros, lleno de películas en cajitas con formato DVD, algunos reconocimientos, una mesita con fotos enmarcadas y álbumes, y al lado, otra llena de premios empolvados, sin mucha atención. Porque el momento más importante de una película “es cuando se exhibe en las salas y ves si el público va o no va”, refiere.
—¿Y los estrenos? –pregunto.
—Yo no soy muy dado a la premier. Para mí es todo lo contrario de lo que se supone que sea. Generalmente es por invitación, el porciento mayor de invitados tiene una relación con la película, así que la gente va con buena voluntad. Eso ya predetermina una aceptación.
El día del estreno de Clandestinos, su primer largometraje de ficción, llovió muchísimo. Fernando dice que casi siempre que estrena, llueve. Le comento entonces que se lo tome como una bendición.
***
Hasta 1954 Fernando solo conocía dos cines: Ensueño y Carral (en Guanabacoa), que hoy prácticamente no existen, destruidos por la desidia y el tiempo. Salía de la escuela e iba directo al Carral. Le gustaba más porque se especializaba en cine norteamericano. Pero ese año, su padre lo llevo al Payret.
Joaquín Payret, catalán residente en Cuba, inauguró en 1877 el viejo teatro, sin mucha suerte. Tres veces lo construyó y tres veces fue derribado por huracanes. Joaquín no tuvo más final que la ruina económica. En 1951 fue demolido el teatro y, en su lugar, se levantó el cine que Fernando conocería tres años más tarde.
Recuerda ese día con todos los detalles. Un paseo familiar con su padre, su madre y su hermana. Tomaron la ruta 29, que iba de Guanabacoa hasta el emboque de la lanchita de Regla –un ferry que atraviesa la Bahía de La Habana y que aún hoy mantiene el mismo trayecto. Cruzaron el mar, llegaron a la Avenida del Puerto y luego al Paseo del Prado. Por primera vez Fernando, acostumbrado a rutinas de vieja villa, conocía un cine de la ciudad.
“Vimos una película que se llamaba El manto sagrado. Se exhibía en Semana Santa porque recogía la historia bíblica de Jesucristo. Pero tenía una característica principal: era una de las primeras películas, si no la primera, en cinemascope, que era la pantalla alargada. Y eso claro, lo tenía el Payret.
“Recuerdo los asientos rojos, de un rojo vino, aterciopelados, el aire acondicionado… Era como entrar a un mundo de la imaginación y el confort, que es lo que, pienso yo, apoya el espectáculo cinematográfico. Lo que define el cine no es la pantalla grande, sino el compartir en un espacio oscuro y confortable la misma emoción de una película”.
Seis décadas después, el Payret es un viejo cine de encanto. El cine donde se enamoraron mis padres. Frente al Capitolio, al costado del Parque Central, en la esquina del Gran Teatro de La Habana –que primero se llamó Tacón, luego García Lorca y ahora Alicia Alonso. Un cine que mantiene su estructura casi sin vida, vacío, cerrado.
Fernando, que le gustaba caminar, hizo solo el mismo recorrido años después, cuando ya había triunfado la Revolución. Cruzó la bahía, caminó por toda la Avenida del Puerto, pero se desvió esta vez y siguió por Malecón, llegó a la calle 23 y subió hasta la calle L, hasta el cine Yara. “Uno de los pocos al que le han cambiado el nombre y ha pegado. Ya nadie se acuerda de que se llamaba Radio Centro”.
Fernando siguió 23 arriba hasta la calle 12, en El Vedado. Tenía fija la idea de llegar al ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos). “Era como llegar a la meca y bueno, luego me pregunté, ¿qué hago yo aquí?”.
El ICAIC, fundado en marzo de 1959, fue ocupando de a poco los pisos y oficinas del edificio Atlantic, el mismo que además daba nombre al cine de la primera planta, el hoy Charles Chaplin.
“El Atlantic era un cine de estreno. Valía un peso la entrada. Ese día yo había salido a caminar, y solo tenía el menudo para la guagua, para tomarme un refresco o un café. Fue un viaje para explorar”, cuenta Fernando. “Pero a la semana siguiente volví y entré a ver una película.
“Me dio por conocer todos los cines de La Habana”. Hoy los cines que Fernando salió a recorrer se conocen como Circuito 23. Comienza en la calle O, con el cine La Rampa –que se ha especializado en filmes europeos– y donde dice el director que descubrió toda la Nueva Ola y las primeras películas de Bergman; y termina en la curva de la calle 12, con el nombrado, justamente, 23 y 12.
“Eran los años 60. La Rampa y todo 23 se convirtió en la parte más dinámica de la ciudad. Ahí estaba el hervidero de una juventud, de una generación, muy creativa y diversa. Yo fui un privilegiado por haber vivido con 15 y 16 años la época más linda de la Revolución. El sueño. Por eso quiero hacer una película sobre esa etapa que viví. Pero no quiero contarlo solamente desde mí, desde como lo viví yo. Quiero contarlo desde como lo vivieron otros, que lo vivieron muy mal. Y en aquel momento no lográbamos verlo. La UMAP –Unidades Militares de Ayuda a la Producción, una especie de campos de concentración a donde enviaban a homosexuales y opositores del gobierno–, las restricciones, todo eso era una cosa lejana. Pero cuando lees hoy sobre el tema te preguntas: ¿Cómo yo escuché sobre eso y no me di cuenta de que era terrible?”.
—¿Y por qué cree que sucedió eso?, ¿por qué cree que no se dio cuenta?
—Porque uno estaba en lo fundamental. En la construcción, en el cambio.
Por las mañanas Fernando despierta temprano. No por la edad, dice, sino porque le gusta (fueron muchos años de vida nocturna trabajando para el Noticiero del ICAIC, un noticiero que, al día de hoy, cada capítulo se considera un documental). Hace café, se para en la ventana y mira la ciudad. Entonces comienza su día.