Cuando los asistentes a la más reciente temporada de presentaciones del Ballet Nacional de Cuba acudieron a la sala Avellaneda del Teatro Nacional, pudieron constatar, en su programa de mano, algunos cambios en el elenco de la formación. En el apartado de primeros bailarines aparecía un nuevo nombre.
A sus 24 años, Ányelo González Montero (La Habana, 2001) ostenta ya la máxima categoría a la que puede aspirar un bailarín dentro de una compañía danzaria. Era un secreto a voces, debido al desempeño del joven intérprete como bailarín principal del BNC, rol que asumió desde 2022.
Desde entonces ha interpretado protagónicos de grandes clásicos —Giselle, El Lago de los cisnes, Coppelia, Don Quijote, Cascanueces, La bella durmiente—, en las versiones coreográficas de Alicia Alonso. Se ha destacado en giras y estrenos recientes de la compañía. Ha bailado, entre otras, con las actuales primeras bailarinas del BNC; también subió a escena con la internacional Yolanda Correa. Destaca su trabajo escénico junto a la primera bailarina y directora general del Ballet Nacional de Cuba, Viengsay Valdés.
En la temporada de presentaciones con las que la compañía insignia de la danza clásica cubana recibió el mes de marzo, Montero se lució en el pas de deux Diana y Acteón junto a la primera bailarina Anette Delgado, y en el grand pas Paquita. Han sido sus primeras apariciones en escena después del nombramiento como primer bailarín, pero apenas constituyen un pequeño tramo dentro del largo camino que este joven intérprete ha recorrido.
Ányelo sabe que el éxito se trabaja con dedicación, función a función. Desde sus tiempos de estudiante, la meta estaba fijada en un peldaño crucial: llegar a ser primer bailarín del Ballet Nacional de Cuba.
Ante lo logrado y el camino que sigue, Ányelo Montero conversó con OnCuba sin disimular ni un poco su satisfacción, consciente de que aún le queda mucho por demostrar y conseguir en el sacrificado mundo de la danza.
¿Te sorprendió tu nombramiento como primer bailarín?
Sí, fue un poco sorpresivo. Llevo algunos años en el BNC y esta era una de las metas que tenía presente. Sentía que en algún momento me tocaría.
Cuando comencé en la escuela, cuando aprendí del ballet y ya tenía conocimiento de qué era y de lo que podía llegar a ser en este mundo, me puse dos metas: primero, llegar al Ballet Nacional de Cuba y, luego, ser primer bailarín de esta compañía. Mi proyecto era llegar a este nivel. No era solo una meta personal. Era un objetivo también para mi familia, y ellos se han sentido muy orgullosos. Por desgracia, mis padres no están viviendo en Cuba, pero hicimos videollamada y compartimos esta alegría. Mi hermano lo ha sentido más de cerca, porque cuando mis padres emigraron él se quedó conmigo acá y me ha apoyado presencialmente en los momentos más difíciles de mi carrera.
Hablas de la familia y pienso en tus orígenes. ¿Cómo nace la curiosidad y el amor por el ballet?
Nadie en mi familia era bailarín o tenía algo que ver con este mundo. Mis principios son humildes; yo nací en Malecón, barrio Colón, en Centro Habana.
No sabía nada de ballet. Conocía un poco de arte popular porque mi hermano es músico, aunque no pasó escuela; toca en los carnavales y las comparsas. Donde yo nací no se vivía mucho esa idea de la danza clásica.
Llego hasta el ballet porque un día — tendría yo cinco años— mi papá me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, que si pelotero, que si boxeador; lo típico. Recordé que había conocido el ballet en el programa televisivo La danza eterna; creo que estaban transmitiendo el ballet Romeo y Julieta. Le dije a mi papá que quería hacer eso, entonces él me buscó los talleres y ahí empezó todo.
Fue amor a primera vista. Mi padre y toda mi familia me apoyaron desde el comienzo. Ellos tres —mis padres y mi hermano— fueron y son muy importantes en mi carrera.

¿Cómo fue tu niñez en el barrio de Colón?
Estuve desde los cinco a los diez años viviendo allí. Era una vida normal; hacía lo que hacían todos los muchachos: jugar a los escondidos, pasaba las tardes mataperreando [sonríe] y cuando llegaba de la escuela, aunque me gustaban las clases de ballet, de pequeño carecía un poco de la constancia para llegar a casa y ponerme a practicar.
Por desgracia, en mi casa de Colón ocurrió un derrumbe y debí estar un tiempo en un albergue con mi familia. Ya en ese momento mi dedicación al ballet era más seria.
Yo era un poco mala cabeza de niño, pero recuerdo aquellos tiempos que pasé en mi barrio de Centro Habana como buenos momentos. Fueron vivencias que también me ayudaron en esta carrera, emociones que uno incorpora luego en la interpretación de un personaje y en la forma de asumir determinada historia.
Vivo actualmente en el municipio de Boyeros, pero conservo mis amistades de la infancia. Tengo un grupo de amigos, aparte de los que tengo aquí en la compañía, que siempre andan conmigo para arriba y para abajo. Ellos también se alegraron mucho porque ascendí de nivel. Esta noticia ha sido una fiesta para todos los que me quieren.
Mencionabas los primeros talleres, de pequeño. ¿Cómo fue tu acceso a la enseñanza del ballet?
Empecé mi primer año en la escuela de L y 19 (Vedado), en 2010. En ese momento la academia en Prado —Escuela Nacional de Ballet “Fernando Alonso”— estaba en reparaciones. Después pasamos para la calle Zanja (Centro Habana), donde está la residencia para los estudiantes que vienen de otras provincias y la escuela de teatro. Tiempo después nos mudamos a Prado, donde terminamos el nivel elemental y medio.
Confieso que durante el nivel elemental nunca me consideré de los mejores. Hacía mis cosas, pero no destacaba, hasta que llegué a cuarto o quinto año y me puse las pilas.
¿Hubo algún punto de inflexión que provocó esa toma de conciencia?
Sí. Creo que tuvo que ver con el hecho de que mis padres tuvieron que emigrar por trabajo; yo me quedé aquí con mi hermano. Ellos me dijeron que me fuera con ellos, pero yo quería terminar mi carrera aquí, porque en Estados Unidos podía ser muy difícil, o tal vez no, no lo sé. Yo aposté por quedarme acá y aprender el ballet a través de la técnica cubana.
No tenía otro camino en ese momento: o era bailarín, o me iba para la calle a trabajar. Mi mamá me dijo que o seguía la carrera o me metía en la construcción; fue así de simple. Tuve que ponerme las pilas.
Hay momentos, en plena adolescencia, en los que uno se desmotiva un poco porque, claro, en ese momento no eres muy bueno en la técnica, se distrae en otras cosas y algunos profesores no te prestan tanta atención.
Algunas veces me desmotivé, pero mi hermano estaba ahí. Era él quien se ocupaba de que no perdiera clases; me despertaba a las 7:00 a.m. y yo salía a la avenida de Rancho Boyeros, tomaba la ruta P12 para llegar a la escuela, salía de allá a las 8:00 p.m. y regresaba a casa. Así, cada día. Gracias a eso pude avanzar, y la dedicación de mi maestra Lourdes Arnau.
¿Cómo recuerdas tu debut en escena durante esa etapa de estudiante?
Lo primero que hice fue un papel de solista, como gladiador, en quinto año, con todo el grupo masculino. Cuando llegué al nivel medio en la ENA bailé algunos pas de deux con Gabriela Druyet, actual solista del BNC.

¿Cuándo entras al Ballet Nacional de Cuba?
Me gradué en el curso 2019-2020, pero nosotros ya estábamos en la compañía haciendo nuestro servicio social. Recuerdo que mi primer protagónico fue Prometeo, en El poema del fuego de Alberto Méndez. Ahí hice una variación cortica, pero uno se emociona; fue lo primero que hice con una compañía tan importante. En Love, fear, loss, de Ricardo Amarante, también hice un pas de deux. Después de esas dos piezas me motivé más. Cuando te ves bailando con figuras que veías desde niño, es maravilloso.
Desde que uno termina el nivel elemental quiere entrar al Ballet Nacional de Cuba. Yo tenía esa ansiedad en mi etapa de estudiante porque uno nunca sabe si va a entrar o no, siempre está el temor de qué harás si no lo logras, pero confié en mí por cómo veía mi desarrollo técnico y emocional.
Confié y trabajé para entrar al BNC. Y sabía que al entrar todo empezaría de cero. Tendría que trabajar mucho más, porque había mucha gente talentosa; tenía que seguir luchando.
Este arte también tiene su parte competitiva. Eso me enamora un poco de esto: la competencia; intentar hacer un poco más que los demás, o dejar mi huella allí donde vaya, porque cuando uno termina su carrera ese rastro es lo que queda.
¿Cómo preparas el cuerpo para enfrentar una nueva coreografía?
Todas las coreografías son diferentes y lo principal es la preparación física. Me despierto a las 7:30 a.m. y salgo a coger la guagua del Ballet o, a veces, el transporte público, para llegar a la clase de las 9:30 a.m. Desde ese momento en que estoy fajándome para coger un carro y llegar puntual, mi cuerpo se está preparando (sonríe). Una clase de ballet no puede faltar nunca.
Luego vienen los ensayos. En este tipo de arte uno no puede parar; siempre tienes algo que mejorar, física o artísticamente. Hay que hacer ejercicios. Esto también es un deporte de alto rendimiento. Todo tu cuerpo tiene que estar alineado para un objetivo: nosotros ensayamos un mes para bailar un día o dos y el cuerpo debe estar listo para eso.

Love, fear, loss es una pieza por la que te hemos visto en escena en distintas oportunidades. ¿Cómo percibes tu evolución en esta coreografía?
Cuando Ricardo Amarante, coreógrafo brasileño, vino a la compañía a montar esa pieza, yo no estaba en el elenco. Fui con una amiga al ensayo, solo para ver y aprender los pasos, como en una clase. Pero el coreógrafo me vio y pidió que estuviera en la coreografía. Me lo aprendí y pude bailarlo con Ginett Moncho —en ese momento, bailarina principal del BNC—, haciendo el segundo pas de deux, Fear. Después, cuando pasó un poco más de tiempo, fue que empecé a hacer el tercero, Loss, con Viengsay Valdés.
Fear me atrajo más, porque fue el que me abrió puertas. Ahí comencé a notar que estaba cambiando, de cómo era en la escuela a ser un poco más profesional. Loss es muy fuerte sentimentalmente, muy pasional; al público le gusta. Esa pieza la tengo muy cerca de mí y me evoca muchos recuerdos bonitos.

Te vimos en el 28vo Festival Internacional de Ballet de La Habana asumiendo el papel del príncipe Sigfried, en El lago de los cisnes. Fue tu debut en ese ballet.
Sí, fue mi primer protagónico en ese ballet y me gustó mucho la experiencia, aunque ya lo había hecho en la escuela, con 16 años, junto a Gabriela Druyet. Pero hacerlo en la escuela no es lo mismo que hacerlo profesionalmente, frente a un público; cambia mucho la manera de bailar, la forma de sentir las cosas y de asumir el personaje. Cambió además mi partenaire: las primeras bailarinas Sadaise Arencibia y Viengsay Valdés.
¿Qué referencias te ayudaron a concebir la interpretación del príncipe?
No busqué parecerme a otros bailarines. No buscaba ser Carlos Acosta, José Manuel Carreño; quise ser yo, estéticamente yo, con movimientos suaves de los brazos, lo que se pide para un príncipe, y atento a las sugerencias de los maestros.
Para llegar a ser Sigfried uno tiene que buscar mucho en su interior y meterse en la historia, sentir que estás en el bosque, que ves a los cisnes. El bailarín tiene que tener mucha imaginación para desarrollar esos roles que han sido interpretados por tantos artistas antes.

Uno siempre comete errores, claro, la perfección es inalcanzable. Pero aquella noche del Festival, junto a Viengsay, me sentí bastante bien. Fue una velada muy hermosa.

¿Te consideras un bailarín inconforme?
Sí. Creo que cada noche es diferente. Un día puede quedar un paso muy bien y al siguiente no. Siempre encuentro algo que mejorar, soy muy quisquilloso, porque eso es lo que me ayuda a mejorar. Los pequeños detalles hacen la diferencia.
Mi primer ballet completo fue Coppelia; interpretaba a un muchacho de campo, joven. Ese era un personaje más cercano a mí. Me salió más natural. No es lo mismo asumir a Albrecht en Giselle, que lleva un nivel interpretativo mucho mayor por lo que ese ballet representa para este país, para el Ballet Nacional de Cuba: la presión es mucho mayor. Cuando lo hice la primera vez, sentí la doble sensación: fue uno de los ballets que más me ha gustado hacer y, a la vez, el que me puso más nervioso. Aquella fue otra noche mágica junto a Viengsay.

¿Qué ha representado para ti bailar con Viengsay Valdés?
La primera vez que bailamos ella ya era directora de la compañía y un nombre para la cultura cubana. Tenía que estar a su nivel. Si no lo estaba, en algún momento debía llegar cerca para que se sintiera cómoda; no arruinar ninguna función, y quedar bien yo como bailarín. Son muchas sensaciones.
Sentía un poco de presión al principio porque ya estaba en los ojos de la gente. Bailar con Viengsay significa que la gente también te mira a ti. Tenía que hacer las cosas bien, “partnear” y que nos viéramos bien juntos. Uno siempre tiene miedo de hacer mal las cosas, pero hay que tratar de vencer esos temores para triunfar y tener experiencias.
Ahora, luego de tu nombramiento como primer bailarín del BNC, ¿qué pieza o personaje te gustaría interpretar que no haya llegado aún?
Siento que he llegado a un punto importante del camino y, poco a poco, voy buscando otras metas. Bailar en Diana y Acteón, ese pas de deux, es algo que todo niño quiere hacer en la escuela.
Cuando te fijas en Carlos Acosta haciéndolo en los audiovisuales, percibes el prototipo masculino del Ballet Nacional de Cuba en los pasos, los saltos que la obra demanda.
Quisiera dejar mi huella en ese pas de deux, seguir mejorando artísticamente, gustarle al pueblo, no ser un primer bailarín común. Quiero llegar a mucho más, por supuesto.
El camino es largo, pero espero llenar todos los espacios que me propongo.
¿Cuáles eran esos referentes, esos bailarines a los que veías y a quienes querías parecerte?
Cuando uno empieza a conocer sobre ballet y a ver bailarines, creo que el primero con el que uno conecta es Carlos Acosta, por lo que representa. Cambió el mundo del ballet: un muchacho negro que llegó a ser primer bailarín y baila en Europa, en los mejores escenarios, llevando el ballet cubano a todos lados.
Me conecté con él, me gusta su capacidad, lo admiro; pero por supuesto que tengo muchos más referentes: Mijaíl Baryshnikov, Joel Carreño. Jorge Esquivel era tremendo partner, Rolando Sarabia es muy técnico, José Manuel Carreño, Lázaro Carreño.
Ninguno baila igual. He aprendido de todos.
¿Tienes un ballet preferido?
Al principio pensaba que era Don Quijote, por el nivel técnico. Después que lo hice percibí que me gusta interpretarlo, pero mi ballet preferido es Giselle, por el drama, por cómo está concebida la historia, por las variaciones, el pas de deux y ese primer acto tan emotivo.

¿Qué representa el ballet para ti?
Más que mi trabajo, ya es un estilo de vida. Paso casi las 24 horas del día en la compañía; más que en mi casa. Venir a dar clases al ballet, ensayar, es mi día a día; si no lo hago me siento extraño.
¿Tus padres te han visto bailar en Cuba?
Mi mamá sí, y se ha emocionado. Mi papá todavía. Ha venido de visita, pero no me ha visto bailar, no ha coincidido con ninguna presentación. Ellos viven actualmente en Estados Unidos. Espero que mi arte pueda devolverles todo lo que ellos me dieron: el sacrificio. No se fueron de Cuba por elección personal, sino para que yo pudiera seguir desarrollándome y triunfar un día.
Acabas de lograr algo importante en tu carrera. ¿Cómo te ves en el futuro?
No quiero irme tan lejos en los pensamientos, solo espero llegar a lo que han sido los grandes bailarines en Cuba. No quiero ser solo un primer bailarín, sino ser alguien que le guste al pueblo, que me reconozcan, seguir representando a mi país, mi cultura, mi arte; llegar a ser grande, si puedo. Quisiera dejar mi huella.