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Claudia García Carriera (La Habana, 1996) regresa a Hungría con energías renovadas. Desde 2022 integra las filas del Ballet de la Ópera Estatal de Hungría como bailarina solista. Como si fuera poco, a sus casi 29 años, esta joven habanera —que nació y se crió en Centro Habana— puede presumir de una década de vida profesional dedicada a la danza clásica.
Para quien fuera bailarina principal del Ballet Nacional de Cuba —ingresó en la agrupación en 2015—, regresar a la isla cada verano, desde hace tres años, es la oportunidad de reencontrarse con sus abrazos más deseados y disfrutar vivencias estivales junto al cariño familiar. También es un pretexto para visitar la sede de la compañía que la vio forjarse como bailarina, tomar alguna clase en sus salones y tantear la cotidianidad que se vive entre sus paredes.
De vuelta a Budapest, Claudia García ya se prepara, en la etapa de ensayos, para lo que vendrá en la próxima temporada con la Ópera Estatal de Hungría. Empezarán en septiembre con presentaciones en Dubái, para volver luego a la Casa de la Ópera, una institución donde se funden el teatro lírico, el ballet y la orquesta del recinto.
Todo indica que será una temporada intensa, en la que la compañía húngara llevará a escena alrededor de 40 ballets, entre creaciones del repertorio clásico, moderno y coreografías contemporáneas. Llegarán con una reposición de Oneguin y versiones de grandes clásicos como La bella durmiente, El lago de los cisnes y Cascanueces, así como obras de Jiří Kylián y Alexander Ekman.
El conjunto al que pertenece García es la única compañía de ballet clásico en la nación centroeuropea. El público cubano conoció su talento y la disfrutó en roles clave del repertorio clásico, en versiones cubanas, como Odette/Odile, Swanilda y Kitri. Con su experiencia, sabía que llegar a una nueva agrupación implicaba un nuevo comienzo en su carrera y que debía ganarse a un nuevo público. Tocaba empezar de cero.
“Tuve que mejorar mucho el aspecto de mi cuerpo, la figura. Una no se lo planteaba, pero, cuando te encuentras con una rusa o una ucraniana en una misma compañía, percibes que son diferentes biotipos y maneras de moverse. Entonces tuve que estudiar cómo mis brazos podían verse más largos, cómo podía ‘afinar’ mi cuerpo latino. Eso me costó trabajo: integrarme y estar a la par con diferentes biotipos, encajar en esos patrones sin perder mi esencia. Eso sí, el passé alto de mi escuela cubana de ballet lo defiendo”, cuenta a OnCuba Claudia García, una calurosa tarde, sentados a la sombra en la sede del Ballet Nacional de Cuba.
De La Habana a Budapest, con el ballet como guía
Pasadas las 12 del mediodía, Claudia García luce absorta, viendo un ensayo de Anette Delgado y Grettel Morejón en el salón blanco del Ballet Nacional de Cuba, ubicado en la planta baja de la institución. Ambas primeras figuras ensayan el rol de Kitri que asumieron en una temporada de presentaciones que la compañía ofreció a principios de agosto en el Teatro Nacional de Cuba.
Para García, ver esa escena le recuerda sus primeros tiempos en la agrupación cubana, allá por 2015. Rememora el entusiasmo del primer día: “la sensación de entrar en una casa embrujada, ese tipo de lugares donde sientes la energía, una casa que lleva toda la tradición del ballet cubano. Todo el mundo ha pasado por aquí”.
De su etapa de estudiante recuerda ver videos de ballet que le facilitaba su amiga, la periodista Marta Sánchez. Claudia veía las imágenes y quería ser como Rosario Suárez “Charín”, Ofelia González o Svetlana Zajárova. Intentaba tomar referencias de todos lados; confiesa que no se perdía una temporada del BNC y se maravillaba al ver en escena a Viengsay Valdés, Anette Delgado, Sadaise Arencibia, Yolanda Correa. “Yo quería formar parte del Ballet Nacional de Cuba. No sabía si llegaría a ser solista o bailarina principal. Veía a todas esas grandes bailarinas y, aunque yo fuera la última de la fila, quería estar ahí”.
Pese a la exigencia que demandaba el camino, la joven bailarina nunca se sintió presionada. “Da lo mejor de ti, hazlo lo mejor que puedas, pero no te compares con nadie”, era una de las frases que le decía su madre, cuyo apoyo ha sido fundamental en su desarrollo profesional. “Por eso, pienso que nunca tuve miedo de hacer algo mal, de equivocarme. Ella me apoyó siempre, hasta ahora”.
“Por ejemplo —ahonda la artista—, hubo etapas en que mis amigos empezaron a tomar otros caminos; se iban de la compañía y mi mamá nunca me presionó para que me fuera. Ella, al contrario, estaba orgullosa de que yo siguiera acá, porque le gusta verme en escena. Cuando se dio la oportunidad de que yo me mudara a Hungría fue una decisión bastante difícil de tomar, porque ninguna de las dos concebía que ese momento pudiera llegar. Nos tocó afrontarlo. Ella ya me ha visto bailar en Budapest y sueña con volver a verme bailar aquí. Ese momento llegará, lo manifestaremos (sonríe)”.

Una de las últimas veces que subió a escena con el Ballet Nacional de Cuba fue integrando el elenco original de la compañía en el montaje de Séptima sinfonía, del alemán Uwe Scholz (1958-2004). “Era una obra totalmente diferente al estilo cubano. Como ya tenía mi contrato con la Ópera Estatal de Hungría, este ballet me ayudó como preparación para cambiar mi mentalidad y mi cuerpo, de cara a lo que venía. Piezas como esa han sido experiencias muy buenas para el BNC, para probar nuevos estilos y coreografías”.
“En compañías grandes o pequeñas hay un bailarín cubano. Somos una comunidad y nos vigilamos gracias a las redes sociales. Puedes ver que todos, o se dejan una bandera cubana, o algún detalle que resalte su origen en sus feeds. Me gusta el sentido de cuidado y admiración colectiva que tenemos entre nosotros. Cada vez que veo a un colega triunfando en otro país —mira qué bien le va a Patricio Revé, por ejemplo— lo comparto para que mis seguidores lo vean, para que se sepa que la escuela cubana de ballet sigue activa y sus frutos brillan alrededor del mundo. Somos artistas muy preparados”, relata con orgullo.
A sus 29 años, Claudia, licenciada en arte danzario, por el Instituto Superior de Arte (ISA), enriquece su acervo y dominio de la técnica cubana en un entorno multicultural, donde confluye con otros estilos y escuelas de la danza clásica. La pandemia, destaca, fue el catalizador que determinó que decidiera viajar a Budapest. Tres años y medio después, está convencida de que la decisión que tomó fue correcta, una certeza que la artista comparte con OnCuba mientras echa la vista atrás para conversar, en definitiva, sobre el ejercicio y disfrute de un arte que la ha acompañado durante toda su vida.
¿Por qué el ballet?
Yo era una niña muy tímida y mi madre buscaba opciones para sacarme de esa burbuja. Entonces vio la posibilidad de inscribirme en un curso de ballet español —yo tenía dos años y medio, casi tres—; enseguida la maestra le dijo a mi mamá que yo valía más para ballet clásico, no para flamenco. Entonces me pasaron al taller vocacional del Centro Prodanza, que radicaba en el Gran Teatro de La Habana, en las tardes. La maestra accedió y dijo: “Déjamela aquí, pero tiene que bajar de peso”. Esas fueron las palabras, y todavía me acompañan.
Seguí en ese taller vocacional hasta que llegué a la edad de entrar en la Escuela Elemental de Ballet Alejo Carpentier, en L y 19, Vedado. Cursé mis primeros cinco años con muchas maestras que me marcaron, como la gran Silvia Rodríguez. De ahí pasé a la Escuela Nacional de Ballet, con maestras como Julia Bermúdez y Elena Cangas, quienes también marcaron mi camino formativo, hasta que pasé a formar parte del Ballet Nacional de Cuba.

Tu relación con el ballet surge siendo muy pequeña. ¿En qué momento el amor por la danza y el gusto por aprenderla se convirtió en algo consciente que determinaría tu vida adulta?
A veces me cuestiono la elección de este camino, sobre todo cuando vivo esos días en que estoy llena de dolores por todo el cuerpo. Eso sí, el ballet se convirtió en parte de mi vida. Recuerdo a mi mamá decirme, cuando asistía a los talleres vocacionales, que el día que no quisiera seguir se lo dijera y no iríamos más. A veces le decía: “Mami, no quiero ir”, pero al rato cambiaba de opinión y nos íbamos.
Se vuelve un estilo de vida, aunque duela: es parte de mi “dolor bonito”. El ballet se volvió una especie de meditación para mí y así sigue siendo. Si me siento mal, el ballet me alivia.
Después de 25 años, este arte sigue siendo mi momento de paz. A veces me levanto de mal humor, tomo mi café, pero después de la clase de ballet soy otra persona.
¿Cómo afrontas tu cotidianidad como bailarina?
Te confieso que son más los días en los que el cuerpo no acompaña que en los que sí, y el dolor puede ser intenso: cuando se ensaya bien, al otro día el cuerpo lo siente. Recuerdo que Alicia decía: “El ballet es una batalla entre la mente y el cuerpo. El cuerpo quiere ganar, pero la mente tiene que ser más fuerte y levantarse”.
Me levanto casi siempre con dolor. Desayuno y voy a la clase. Alrededor de las 11:00 a.m. empiezo un día completo de ensayos. A veces, en el sistema de trabajo de la Ópera de Hungría, tengo que estar en la Casa de la Ópera hasta las 8:00 p.m. Incluso hay ocasiones en que tengo ensayos, un pequeño descanso y función en la noche. Al otro día te levantas y repites la misma rutina. Es muy exigente y demandante para el físico. Debes vivir para tu cuerpo: lo que comes, el agua que bebes, la cantidad de descanso que puedas darle. También lo que cultivas intelectualmente, lo que lees; todo tu conocimiento se nota en cómo bailas, increíblemente.

Trato de estar activa con el consumo cultural: ir a obras de teatro, exposiciones, conciertos. Todo lo que consuma nutrirá luego mi interpretación. En Hungría la cultura es diferente; trato de establecer puntos de comparación entre lo cubano y lo húngaro. Al fin y al cabo, bailo para el público húngaro y ellos se tienen que ver reflejados en mi interpretación. Soy cubana y ellos se dan cuenta al momento, cada vez que salgo a escena. Esa idiosincrasia se percibe hasta en la forma de caminar.
Somos dos las cubanas establecidas en la compañía actualmente, pero la otra bailarina —Jessica León Carulla, también solista de la Ópera Estatal de Hungría— ya lleva unos 15 años. Respeto mucho el hecho de bailar para un público internacional y trato de llevarles el arte sin perder el sello de mi escuela cubana, porque eso es lo que me caracteriza, lo que me hace diferente entre tanta gente de otros países. En la compañía hay bailarines, por ejemplo, de Ucrania, Rusia y Japón.
Desarrollar cualquier profesión en un entorno multicultural parecería una meta muy deseada para muchas personas. ¿Barajaste siempre un anhelo así para tu trabajo? ¿Cómo definirías la evolución de tu sueño profesional?
Ese sueño ha dado un vuelco tremendo. Nunca pensé irme del Ballet Nacional de Cuba (BNC), pero llegó un momento en que la rutina me hizo querer explorar más, hacer nuevo repertorio, trabajar con más coreógrafos. Probar, en definitiva, si valía en un lugar donde nadie me conociera.
Sigo viviendo mi sueño y ahora es más que eso. Pienso que fui más allá, porque tengo el gusto de poder volver a mi casa del Ballet Nacional de Cuba, ver los ensayos de la compañía, recordar cómo era mi rutina acá y comprobar que el sueño ha cambiado para bien.
¿Cómo aparece Hungría en tu mapa profesional?
Sucedió de forma casual. Estábamos en plena cuarentena por la pandemia de COVID-19; el BNC estuvo casi un año parado. Recuerdo que hacía la clase de ballet en la sala de mi casa de 2 m², cada día. Yo extrañaba tanto el escenario y entonces, un día, recibí la invitación del director de la Ópera Estatal de Hungría, con un contrato como solista. Hasta ese momento, te confieso que no tenía a esta compañía en mi lista de posibilidades. Fue cuestión de asumir la aventura, y era mejor que estar en mi casa, en esa sala de 2 m², tomando mis clases sin condiciones. Estar detenida no era una opción para mí.
Me fui a Hungría sin saber el idioma del país —tampoco dominaba el inglés—; no conocía a nadie, ni siquiera a la cubana que estaba allí. Me tocó empezar de cero y ese fue otro punto de giro, de madurez. Ahora agradezco haber dado el paso.
Durante la pandemia nadie sabía qué sucedería. De hecho, sobrevivir era un motivo para estar feliz. Valoré mis posibilidades, vi que el mundo empezó a abrirse antes que nosotros [Cuba]; ellos ya estaban trabajando y yo necesitaba bailar.

Cuando tomas la decisión de emigrar, eras bailarina principal del Ballet Nacional de Cuba. ¿Crees que te faltó algo por hacer acá?
Sí. Yo quería… quiero protagonizar grandes ballets —Giselle, Carmen— de esta compañía. Las versiones cubanas son inigualables. Eso sí me faltó. Me faltaron muchos papeles por interpretar; hice Don Quijote, El lago de los cisnes, y extraño encarnar esos roles en las versiones históricas del BNC.
¿Cómo recuerdas esa primera coreografía que te permitió lucirte en escena con el Ballet Nacional de Cuba?
Mi primer ballet como solista fue En las sombras de un vals, de Alicia Alonso. Yo formaba parte del cuerpo de baile y estábamos en el ensayo general; la muchacha que debía hacer de solista se lastimó y, cuando terminó el ensayo, me dicen que debía suplirla.
En dos días tuve que aprenderme la coreografía. Lo hice esa noche, en mi casa, al otro día tuve un ensayo y al siguiente la bailé. Lo recuerdo con mucho cariño, porque estudié tanto en esas 48 horas. La bailé dos veces y fue motivo de alegría y motivación. Creo que a partir de ahí los maestros vieron que podían confiar en mí. Por eso el bailarín siempre tiene que estar preparado: no sabes cuándo será tu momento.
Yo terminaba mis ensayos con el cuerpo de baile y me iba a ver los ensayos de Annette Delgado con Aurora Bosch, o de Grettel Morejón con María Elena Llorente. Veía todos los ensayos de Viengsay. Trataba de observar cómo era la vida de una primera bailarina, desde fuera, y aprendía tanto de ellas: desde la manera en que se abrochan las zapatillas, qué leotard usaban, cómo reaccionaban. El ballet, en tanto arte escénico, es muy visual. Tienes que estar viendo lo que hacen otras bailarinas, porque mientras más observes cómo reaccionan, incluso en sus días malos, todo eso aporta a tu interpretación.
Cuando sales de la escuela debes darte cuenta de que tienes que moverte diferente, incorporar otros saberes, trabajar a fondo la técnica con los partenaires. Solo así podrás ganarte un lugar, si realizas un cambio mental y físico. Yo veía a esas bailarinas y me daba cuenta de que todavía no me movía así. Por supuesto, pasa el tiempo y vas creando relaciones, haces preguntas, pequeñas entrevistas a bailarines con más experiencia: “¿Qué piensas cuando haces arabesques? ¿Y en este paso qué sientes?”.
Así fui encontrando mi forma de moverme y creo que los maestros se dieron cuenta de que tenía potencial. Por supuesto, cada vez que me daban una oportunidad, trataba de hacerlo a la perfección. Así ha sido hasta ahora, cada vez que piso el escenario.
¿Con qué pieza debutaste en Hungría?
Fue Mayerling, en el papel de la condesa Larisch; es una obra de Kenneth MacMillan (1929-1992) que siempre veía en discos. Lo sentía tan lejano…Fue un buen comienzo para mi estancia en Hungría y tuve la guía de un asesor de coreografía que trabajó con MacMillan. Él lo explicó como si fuera un cuento —es un ballet basado en hechos reales— y quisiera ir un día al lugar donde ocurrió todo. Es muy teatral, con una música espectacular de Franz Liszt.
Me encantó la experiencia y, además, ver esas producciones enormes. Eso para mí fue un cambio: llegar a mi mesa de camerino y tener tantos vestuarios diferentes, llenos de brillos y utilería. Recuerdo que tenía que hacer como siete cambios de vestuario, no me sabía comunicar y fue un reto. He aprendido tanto en tres años y medio. Nunca pensé que Claudia iba a cambiar y aprender tanto en tan poco tiempo.
¿Cómo definirías ese tiempo?
Últimamente he estado leyendo un libro sobre el bambú. Explica que la planta pasa cinco años bajo tierra para después crecer varios metros en tres meses. Creo que mi desarrollo ha ido así. Me siento identificada con el bambú en cuanto a tiempos de aprendizaje, de vivir el proceso de crecimiento para después despuntar. Pienso que ese despunte está por llegar.
Cuando me mudé a Hungría experimenté la misma sensación que viví al llegar al Ballet Nacional de Cuba por primera vez. Tengo tanto que aprender de la gente valiosa a mi alrededor. De repente tengo colegas que no son las personas con las que crecí, compañeros de todas las escuelas del mundo; se produce un intercambio muy rico, multicultural. Entonces pienso: “¡Dios mío!, eso fue lo que vivieron Fernando, Alberto y Alicia Alonso cuando estaban creando la escuela cubana de ballet”. Ahora tengo la posibilidad de hacer la comparación y defender mi escuela.
¿Hungría es tu punto de llegada definitivo? ¿Cómo ves el futuro?
Pienso que fue positivo establecerme en Hungría, también porque, al estar ubicada en Europa Central, puedo moverme, experimentar otras vivencias y volver. Por suerte, mi director en Hungría es bastante flexible. Ese país me enamoró: la ciudad, el repertorio de la compañía, compuesto en un 80 % por obras clásicas, aunque tenemos piezas contemporáneas. Hasta ahora ese es mi centro, pero no descarto vivir otras experiencias.

¿Cómo te fue en la temporada que acaba de finalizar?
Fue intensa. La temporada pasada la empecé debutando en una versión de Coppélia, compuesta por Gyula Harangozó. Es una Coppélia diferente, que no conocía; hasta la historia se desarrolla de manera distinta, muy difícil técnicamente. Después tuve mi estreno en un Cascanueces donde la bailarina protagonista interpreta el rol de la niña y el hada —en la versión cubana la primera figura solo interpreta el rol del Hada Garapiñada, en el segundo acto— y eso fue un reto.
Lo más reciente fue mi debut como Gamzatti en La bayadera, un ballet que soñaba con hacer. Tiene tres actos, es bastante largo, con esa entrada de las “Sombras” que es admirable. Me gustó mucho esta versión.
Tu familia vive en La Habana. Me imagino que, luego de cada temporada, las vacaciones te permiten regresar y revitalizar energías.
Cada año regreso, sí. Y cada vez que vengo intento pasar por el Ballet Nacional de Cuba. Incluso, impartí un curso de verano aquí, en uno de esos viajes, con un grupo de niños, y me aportó mucho. Me basé tanto en mis maestras; me di cuenta de que estaba repitiendo los mismos patrones que ellas me enseñaron.
Creo que eso es algo que Fernando y Alicia lograron muy bien: la escuela cubana de ballet lo tiene muy arraigado. Nunca ves la pedagogía del ballet separada de tu carrera como bailarina. Una creció con esa historia y luego tiene la responsabilidad de compartir el conocimiento, continuar el legado.
¿Te ves en el futuro siendo maître?
Sí, me gusta. Sobre todo, trabajar con repertorio, porque enseñar la metodología como tal es una responsabilidad bastante grande. A veces veo pequeños defectos que me cuesta trabajo corregir, incluso en mí.
¿Cómo lidias con el paso que falló? ¿Hay imposibles en la danza para Claudia García?
Cada vez que termino una función, incluso si salió bien, siempre queda una mezcla de sensaciones. Me quedo pensando en lo que pudo fallar y en cómo solucionarlo y hacerlo mejor la próxima vez. Eso sí, somos humanos: quien no falla es porque no baila. Eso me motiva a seguir e intentarlo siempre una vez más; llegar al día siguiente para vencer ese paso que, a lo mejor, la noche anterior en la función, no me salió como quería.
Yo creo que en todas las funciones tengo un paso imposible (sonríe), ese momento que representa un reto. Pero, de tanto ensayarlo y practicarlo, ese instante sale y se vuelve tu punto más fuerte, porque decides vencerlo.
Voy a cumplir 29 años. Ya veo que estoy a mitad de camino y esta es una carrera que, realmente, es muy corta. Me doy cuenta. Pasé siete años en el Ballet Nacional de Cuba, ya voy por tres y medio en Hungría. Pero, por suerte, he tenido bastantes experiencias. Estoy agradecida y orgullosa por cada oportunidad que me permite crecer.

¿Sientes impaciencia cuando dices que esta es una carrera corta o lo vives paso a paso?
Voy paso a paso. He notado que debo empezar a disfrutar más cada momento porque es una carrera corta, pero puede serlo mucho más: no sabes lo que puede pasar. Mucha gente ha tenido que dejar de bailar porque se lastima. He aprendido a disfrutar cada instante, incluso ese “paso imposible” que te estresa. Un día no podré hacer esto y lo extrañaré, así que lo disfruto.
Pienso en experiencias por vivir en tu carrera y me viene a la mente Giselle.
Sí… Giselle, Carmen. Son ballets que quiero poder bailar algún día. Creo que, por esa tradición de la escuela cubana de ballet, no me llego a sentir completa si no los bailo. Además, el proceso de construcción de esos personajes también me hará crecer mucho, pero tiene que ser en las versiones cubanas (sonríe).
Giselle sigue siendo el ballet de consagración para las bailarinas.
Sí, sobre todo en Cuba. Para llegar a ser primera bailarina debes pasar por Giselle, por supuesto, con el significado que tiene la impronta que dejó Alicia en ese rol.
¿Pudiera darse que ese debut en ambos personajes suceda con el Ballet Nacional de Cuba?
Es algo que me gustaría que sucediera. Por mi parte existe el deseo; quisiera volver hoy mismo a la versión cubana de esos grandes ballets clásicos, porque es la manera de regresar a lo que yo era, a cómo era mi rutina. Regresar a los salones del Ballet Nacional de Cuba es siempre volver a casa.
Tengo la necesidad de venir y compartir con mis colegas, recargar energías y apreciar lo mucho que aprendí. Todo lo que soy se lo debo a la escuela cubana de ballet y también aprecio lo que tengo en Hungría. Estoy aquí con los ojos abiertos, sin olvidar mis orígenes y con la claridad de saber dónde está mi meta.