A Isadora Duncan se le ha reconocido como la figura más significativa dentro de los precursores de la danza moderna. Su intensa existencia, marcada por la tragedia, tuvo su colofón en el absurdo accidente que le costó la vida, en la ciudad de Niza el 14 de septiembre de 1927.
La Duncan visitó La Habana en el invierno de 1916 a 1917, con la intención de mejorar su estado emocional, tras la muerte de sus dos hijos pequeños en 1913. Su estancia, por lo tanto, tuvo un carácter privado. Venía acompañada por un amigo, que ella identifica en sus memorias como un joven poeta escocés.
Aquí trató de aliviar lo más posible su atribulada alma. Se redujo a paseos por la playa y el campo y a sumergirse en la excitante vida nocturna habanera. No obstante resalta su encuentro con Rosalía Abreu, una dama de alcurnia, hermana menor de la patriota y benefactora Marta Abreu. En su quinta Rosalía críaba simios con un interés benéfico y científico, de ahí el sobrenombre de “finca de los Monos”, lo que le ocasionó muchas críticas y burlas tanto de la alta sociedad capitalina como de la prensa.
Isadora rememora que no se explicaba su fantástico afecto hacia los monos y gorilas, siendo “muy hermosa, con grandes ojos expresivos, culta e inteligente” y su hogar un lugar de tertulias de “las lumbreras del mundo literario y artístico”. Otro hecho acaparó su atención y fue el incidente, “tragicómico” para ella, que se produjo en un leprosorio cercano a la ciudad, que las autoridades deseaban mudar más lejos y que provocó el rotundo rechazo de los enfermos. Confiesa Duncan que el traslado del lazareto le pareció “una comedia rara y fantástica de Maeterlinck”.
Ella vivió otra experiencia que califica de “interesante recuerdo” de La Habana: Una madrugada arribaron a un café típico, y en aquel ambiente de noctámbulos y juerguistas de todo tipo, despertó su curiosidad un pianista de aspecto desastroso, aparentemente drogado, que tocaba los Preludios de Chopin “con maravilloso arte”. Se acercó a él y le entró “el deseo fantástico de bailar para aquel extraño conjunto”.
Isadora se envolvió en su capa, le dio algunas instrucciones al músico y comenzó a bailar sin prejuicios. Acota en sus memorias que “fueron quedándose en silencio, y como yo continuaba bailando, advertí que no solamente había conquistado su atención, sino que muchos de ellos lloraban”. Y prosigue: “Estuve bailando hasta el amanecer, y cuando terminé me abrazaron. Me sentía más orgullosa que en ningún teatro, porque comprendía que aquella era una prueba fehaciente de mi talento, sin el concurso de ningún empresario ni de anuncios que llamaran la atención del público”.
La excelsa danzarina había bailado en La Habana, no en un escenario exclusivo, ni ante un selecto auditorio, sino en un cafetín y ante parroquianos alelados, de manera espontánea y libre. Pocos supieron entonces de este espectáculo improvisado y único que regaló Isadora Duncan y solo se divulgó al publicarse en 1928 su autobiografía, un auténtico best seller.
Muy bueno que esa gran artista pisara tierra cubana.