En los años 70 era mala educación tocar las pantallas. No existía el VHS, ni YouTube. Lo más cercano a Netflix era el hack analógico de la Cinemateca Uruguaya, que pirateaba películas de 35 mm.
Por eso había que tener una paciencia de cazador para ver películas antiguas. Había que vivir atento y mi papá lo estaba. Si en algún cine pasaban algo que incluyera por lo menos algunos minutos de Buster Keaton y del Gordo y el Flaco (de la época muda o nada, eso no se negocia), mi papá me llevaba.
Uno cargaba luego con el recuerdo del recuerdo del recuerdo de algún gag, amplificado por la memoria de la carcajada paterna instalada a mi lado (al entrar al cine se habían saludado él y el portero de la sala y yo me sentía como el heredero de una familia petrolera entrando a Rockefeller Center).
Años más tarde fui con mi padre a la farmacia de Eduardo Sarlós, de quien recuerdo haber leído un texto donde recomendaba a los viajeros nunca caer en la tentación de llevar de regalo un frasco de dulce de leche. El texto retóricamente se preguntaba el por qué de dicha prohibición bíblica y la respuesta todavía la tengo tan presente que hasta la fecha jamás cargo con tan terrible material en mi equipaje: “¿A usted alguna vez se le rompió un frasco de dulce de leche? Bueno, por eso”.
Ahora que estoy viendo la serie de Chernobyl (pero básicamente cada vez que hay un derrame petrolero), me vuelve a la mente el momento de infancia en que dejé caer al piso de la cocina un frasco de dulce de leche. Y la sensación me invadió obviamente cuando leí el texto de Sarlós.
Creo que es la primera vez que entendí que la literatura no es sólo una máquina del tiempo sino también una máquina del cuerpo, pues las letras me habían hecho sentir cosas físicas, cosas que yo sabía porque mi cuerpo las había sentido. Eso sí, la memoria miente siempre pues, al momento de escribir esto, lo veo roto en el piso de mi actual cocina, lo cual es imposible y, sin embargo, ese es mi recuerdo. Mi memoria sabe que yo sé que ella miente y así convivimos, como toleramos lo insufrible de nuestros amigos de infancia aceptando, que, luego de cierta edad, lo único realmente imposible es conseguir nuevos amigos de infancia.
Primero, el impacto de ver tanto dulce de leche junto, escapado al fin de su cárcel transparente. Los 70s no eran precisamente momento de excesos de consumo e imagino que para un niño ver tanto dulce junto activaba zonas del cerebro hasta entonces insospechadas.
Segundo, los pedazos de vidrio, mortales, asomando en el dulce. Imposible hacerse el guapo e irlos sacando de a uno. No, ni lo pienses. El dulce, que nació vacunamente inocente, sólo pudo escapar de su prisión volviéndose asesino.
Y luego la tarea de limpiar las baldosas de la cocina. Ellas sí que tienen memoria. Luego de semanas mi pie descalzo todavía sentiría su beso pegajoso e, inmediatamente, mi cuerpo se erizaría con el recuerdo de los vidrios y me imaginaría, Aquiles yo, herido mortalmente, desangrándome como una botella de vino estrellada sobre el piso de la cocina.
La cuestión es que Sarlós, que además de escribir sobre cataclismos conaprólicos* era dramaturgo, farmacéutico y calvo, tenía colgando sobre el mostrador de su farmacia un móvil con fotos de genios del cine mudo, entre ellos Dios Buster Keaton. Yo no llegaba al mostrador, así que lo miraba en contrapicado, mientras mi padre y él eran geeks fans de redes sociales analógicas e intercambiaban memes sin saberlo.
Si sacas de la ecuación a Netflix, los celulares y todo el ruido, seguimos siendo más o menos los mismos. Por eso el teatro sobrevive sin efectos especiales. Un hombre desnudo y pelado pertenece a cualquier tiempo.
¿Cuántos recuerdos de infancia caben en una cabeza? ¿Cien? ¿Mil? Cada uno un accidente estrellado enchastrando cada objeto de nuestro equipaje. Cada vez que lo volvemos a pasar por el corazón sentimos el pegote del pasado. Por más que lo freguemos mil veces sigue ahí, cascola de los tiempos, intentando retenernos donde ya no estamos. Lo logra por un instante, pero escapamos, sabemos que es una trampa, que la memoria miente, así que seguimos nuestro paso, apenas sintiendo en el talón una vidriosa cosquilla de dulzor.
*CoNaProLe (Cooperativa Nacional de Productores de Leche) es la marca tradicional del dulce de leche uruguayo.