Al final, la poesía

-Negativo, profesor, mi nombre es Santos Borrell –dijo el hombre y su voz cortó mi discurso.

Un par de días antes, al entrar a la sede de la Uneac de Santa Clara me había topado con un señor: negro, inmaculadamente vestido, cabello canoso y sonrisa espléndida. El hombre se había presentado como profesor de alguna universidad del Caribe francófono. Me dijo su nombre, podía ser Jean, Pierre, o quizás Jean Pierre. Y que le habían contado sobre mí: de mi obra como escritor y del taller literario que yo llevaba en ese lugar. Y que, precisamente, quería visitarnos en una sesión del taller.

-El miércoles a las nueve de la mañana  –le dije, y nos despedimos con un cordial apretón de manos.

Ya el taller estaba en su clímax cuando él llegó. Su figura marcial se detuvo junto al grupo mientras yo explicaba algo acerca de la verosimilitud en la narración. Alguien planteó una duda, pero yo aproveché antes de responderle para presentar al ilustre visitante.

-Hoy tenemos la visita de Jean Pierre en nuestro taller, él es profesor titular de la universidad de letras de la hermana isla del Caribe… –y continué con una serie de elogios que hicieron estremecer la postura del visitante y hasta anunciar sonrojo debajo de la oscura piel de su rostro. Entonces se escuchó su voz de tenor:

-Negativo, profesor, mi nombre es Santos Borrell. Y estoy aquí porque quiero pertenecer a este taller literario.

El ilustre profesor caribeño nunca llegó a visitarnos. Sin embargo, el taller de narrativa Carlos Loveira aceptaba en sus filas a Santos Borrell.

La norma del taller es no aceptar advenedizos. Para ser miembro del Carlos Loveira es necesario tener un recorrido anterior por los talleres literarios, que avale al aspirante como un escritor capaz de trazarse empeños mayores. Pero Santos Borrell es un encantador de serpientes. Esa mañana salió de la sede de la Uneac portando con orgullo su condición de miembro del Carlos Loveira, cosa que ha hecho hasta el sol de hoy.

Retirado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias con una respetable graduación militar, había trabajado para el Partido Comunista y el gobierno hasta el día en que celebró su aniversario setenta y decidió jubilarse completamente. No para hacer las colas de los mandados y la farmacia, no para sentarse junto a otros colegas a rememorar glorias pasadas y a lamentar el presente, sino para cumplir el sueño de su vida: escribir relatos y poemas, componer canciones.

Así, al cumplir setenta y siete, Santos Borrell camina las calles de Santa Clara, ciudad que desde la década del sesenta acogió como a un hijo al soñador floridano que hoy hace su perenne labor de promotor cultural y restaurador de sueños.

Ya tiene publicados su primer cuaderno de poesía, Conteos, Ediciones La piedra lunar, 2015 y su primera novela, Fundidos, Editorial Verde Olivo, 2016. En las ferias del libro de la ciudad, desde hace tres años coordina la sala de presentaciones de libros con el tema patriótico militar. También tiene su peña permanente bajo el techo de la Casa de la Ciudad, acompañado por el trovador Juan Campos, quien interpreta algunas de las canciones de Santos Borrell; allí recibe invitados del mundo de las letras, presenta libros, platica sobre temas de actualidad y brinda café a un auditorio cada día más amplio y diverso.

Pero Santos Borrell no es un caso aislado. Santa Clara, para muchos valorada como la capital de la poesía joven cubana, tiene otro tesoro entre los tantos que culturalmente ostenta. En Santa Clara vive un nutrido grupo de poetas que han llegado al mundo de la poesía y a la publicación de su obra en el meridiano de la llamada tercera edad.

Conocida en todo el mundo literario cubano por sus innumerables premios en décima, poesía y narrativa, es Caridad González quien envía a los concursos sus obras con el ya también conocidísimo pseudónimo de La Abuela.

Olimpia Pombal es otra de las abanderadas del que llamo grupo de jóvenes poetas viejos de la ciudad de Santa Clara. También el octogenario Víctor Castillo, y Teresa Rubio, todos con uno o más libros publicados.

Resulta significativo cómo estas personas, después de su jubilación, encontraron en el Movimiento de Talleres Literarios un lugar no para recibir psicoterapia, sino para hacer arte. Para conseguir un sueño.

Otros escritores de igual valía y semejante edad batallan contra la ineditez desde los talleres y tertulias de la ciudad:

Joaquín Carrero Pairol destina el poco tiempo libre que le deja su trabajo como músico y la lucha contra la hostilidad cotidiana para escribir excelentes poemas cargados de lirismo y humanidad.

Luis Benítez persevera en la lucha contra la hoja en blanco y festeja cuando consigue publicar sus décimas humorísticas en el suplemento Melaíto.

Zeilán Reinoso va de taller en taller, de amigo en amigo, con sus mensajes literarios dedicados a cada fecha, a cada recuerdo importante.

Y el pelotón se ha nutrido en los últimos años con los nombres y la poética de Nilo Wong,  Idia Álvarez, Eloísa Font y María Albertina Pérez.

Puede que olvide a alguno de estos jóvenes poetas viejos; pero el verdadero pecado sería omitir los nombres de las escritoras Liany Vento, Mailén Domínguez y Bertha Caluff. Ellas, desde sus talleres, los han educado como autores y los han hecho visibles en la antología Una sombra tras el agua, en la hoja literaria Brotes y la publicación El correo de la noche.

Un día escuché decir a alguien, refiriéndose a Santos Borrell: “Yo no creo que ese señor sea capaz de escribir algo”. Quizás dijo esto porque piensa que la poesía es un coto vedado para un negro, viejo, militar y comunista.

Pero la poesía es más.

Santos Borrell
Santos Borrell
Salir de la versión móvil