OnCuba recomienda este texto de Enrique Vila-Matas, publicado en El País
Abarcaríamos mejor Edimburgo si nos acercáramos a los mundos del diácono Brodie y del doctor James Young Simpson. Este verano, me perdí literalmente por la ciudad y de pronto me encontré frente al 52 de Queen Street. En ningún momento había previsto encontrarme allí, ni siquiera conocía el nombre de la calle. Miré bien. En la fachada, una placa. Me acerqué, leí con asombro: “En esta casa sir James Young Simpson descubrió el poder anestésico del cloroformo”. Horas después, pude saber la fecha de aquel descubrimiento: 4 de noviembre de 1847. El doctor Simpson y dos asistentes tomaron unos gramos de cloroformo en busca de nuevas sensaciones y, poco después, cayeron en sueño profundo toda la noche. Luego se supo que, de haber ingerido algún gramo más, los tres habrían muerto y, en cambio, de haberse quedado cortos en la ingestión, no habrían descubierto nada.
Encontré llamativo que, a la mañana siguiente, sin perder ni un segundo, James Young Simpson hubiera ido a patentar su invento. Y pensé que todavía estaba por contar la historia general de las Oficinas de Patentes, con sus registros de inventos útiles (el edimburgués Graham Bell, por ejemplo, registrando en 1876 el teléfono), pero también con sus registros disparatados, como los que nos presenta Rodolfo Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas: un dispositivo para, sin mover la mano, sacarse automáticamente el sombrero cuando pasa una señora; un binóculo polarizado para eclipses de sol; un interruptor conectado al pie, para no dormirse con la luz abierta…
Imagino al doctor Simpson, conocido también como el “inventor del cloroformo” (el tedio de la provincia crea estos apodos), mirando con fastidio el regalo de unos amigos: pongamos que un reloj de cucú conectado al pie, todo un peligro para sus futuros experimentos con la anestesia. Siendo interesante el descubrimiento de Simpson, puede que el mayor invento de toda la historia de Edimburgo haya sido la creación, por parte de Robert Louis Stevenson, del doctor Jeckyll. La figura de tan respetable médico se inspiró en un personaje real: un hombre hoy también con placa conmemorativa en su casa de Edimburgo, un tal William Brodie, diácono y fabricante de armarios y de cajas fuertes y presidente de la Cámara de Comercio; un tipo que llevó una vida secreta como ladrón: de día, era un respetable artesano y hombre de negocios y de noche descerrajaba las cajas fuertes que él mismo había instalado; le ahorcaron en octubre de 1788 en un patíbulo que el propio Brodie había diseñado y fabricado el año anterior.
Edimburgo no puede ser entendida sin Stevenson ni míster Hyde, pero aún menos sin la dormidera trascendental de Young Simpson y la tendencia de míster Brodie a las mutaciones nocturnas. En realidad, Edimburgo se parece mucho al doctor Jeckyll, con sus dos distintos aspectos. Porque conviven en la ciudad, en precaria armonía, los adictos al tedio y al profundo cloroformo del terruño con los aficionados a una vida más aireada, más apasionante; una vida doble, como mínimo.