Tanto el elogio como la defensa son del todo inútiles si a un autor no lo proclama su obra, y también son un poco innecesarios si ya esta lo defiende. La única justificación que tienen estas palabras es que las dicta el misterio que hay en toda profunda simpatía, pues al hablar de aquel a quien Walter de la Mare llamara “Knight of the Holy Ghost”, siento exactamente como si presentara a uno de mis amigos vivos.
Gilbert Keith (Londres, 1874-1936) fue, para decirlo en pocas palabras, un genio desconcertante que incursionó en casi todos los géneros literarios. Escribió versos de inolvidable belleza. Escribió novelas que son en esencia, y por añadidura, poesía. Escribió ensayos contundentes, deliciosos, precisos, encendidos. Escribió cincuenta cuentos policiacos que son, cada uno de ellos, algo más que un cuento policiaco, pues el protagonista de todos, el célebre Padre Brown, es algo más que un detective. Redactó innumerables artículos del mejor periodismo. Compuso una sola obra de teatro (Magia). Pronunció conferencias y participó en debates públicos, detonando por igual el regocijo de admiradores y rivales. Cursó estudios de pintura en su juventud, y durante toda la vida dibujó por placer, con suma facilidad, en cuadernos, postales, portavasos, servilletas, libros y cartas. Gustaba también de fabricar teatros de cartón para montar miniaturas dramáticas con las que divertía a los hijos de sus amigos. Decía que un pequeño teatro de cartón era el mejor regalo posible para un niño.
En Chesterton la escritura y la persona irradian la misma vocación participativa, y la misma exultación armoniosa, con un toque velado de terror que está también en la raíz de su misticismo. Su desbordante simpatía ha llegado a jugarle una mala pasada, haciendo que su obra sea puesta en entredicho, entre otras cosas, por excesivamente divertida. Porque ¿desde cuándo se permite que lo más gracioso sea de veras lo más razonable? ¿Quién dijo que se puede presentar sendas tesis en medio de la trama de una novela enloquecida como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue Jueves? ¿Cómo se puede, con tantísimo humor e ingenio, no ser frívolo? Nadie puede divertirse tanto diciendo cosas graves y profundas. Nadie. Tiene que ser un charlatán o un sofista. Sobre ello nos habla el propio Chesterton en su Autobiografía:
Si dices que dos ovejas más dos ovejas son cuatro ovejas, el público lo aceptará con paciencia ovejuna. Pero si dices lo mismo de dos monos, o dos canguros, o dos grifos verde esmeralda, la gente se negará a creer que dos y dos son cuatro. Parece que se imaginan que te has inventado la cuenta, lo mismo que te has inventado el ejemplo de la cuenta. Y aunque de hecho comprenderían que lo que dices es razonable, si se lo pensaran con sensatez, no pueden creer que una cosa adornada con un chiste incidental sea algo sensato. Quizá esto explique la opacidad de tantos hombres de éxito, o el éxito de tantos hombres opacos.
Es así que el antológico y ontológico buen humor chestertoniano ha sido blanco de persistentes y variados prejuicios; también el hecho de declararse católico en Inglaterra, en una época de interminables rencillas entre las congregaciones cristianas, contribuyó a que su obra se viese un tanto eclipsada después de su muerte. “Dudo mucho que el olvido tenga suficiente calado para cubrirlo”, predijo Eliseo Diego (guiñando de pasada el ojo a la muy llevada y traida corpulencia de Chesterton), y en efecto, hoy se halla bien establecido en las letras inglesas; se habla incluso de proceder literalmente a su beatificación y canonización. En nuestro idioma, por otra parte, ha merecido insignes traducciones por parte de Alfonso Reyes y ha logrado reunir el fervor de Jorge Luis Borges y José Lezama Lima, entre otros maestros. Y sin embargo, sentimos, pese a todo, que a Chesterton se lo conoce mal –cosa que no es lo mismo que ser poco conocido.
Al decir esto nos viene a la mente un contemporáneo suyo, que sufre en su propia tierra un desconocimiento incongruente con la ubicuidad de su nombre: José Martí. La grandeza de espíritu probablemente esté reñida en su raíz con la popularidad, aunque alimente, sin jamás pretenderlo, esa suma o estela de equívocos que suelen ser la fama y la posteridad. Sin siquiera ponerse uno a buscar, no son pocos los paralelos y afinidades que pueden señalarse entre Chesterton y Martí: el sentido caballeresco de la existencia, el periodismo impar, la fuerza pictórica de sus visiones, el culto apasionado de la amistad, el deleite (correspondido) por los niños, la peculiar tensión de su obra literaria, su patriotismo y antimperialismo, su toma de partido por los pobres, su tendencia a tener “frases” para todo, su amor a la sencillez, por solo mencionar un primer puñado.
En una biografía publicada poco después de morir Chesterton se cuenta que entre sus enemigos no había ninguno que lo conociera personalmente. Sus respuestas ante cualquier desavenencia, ante cualquier exabrupto de propios y de extraños, tuvieron siempre una suavidad no forzada que desarmaba cualquier rencor. A primera vista sorprende esta delicadeza en el trato en quien fue tan consumado polemista, un experto de veras terrible en demoliciones argumentativas, que parecía capaz de volar la Muralla China con unas pocas cargas bien colocadas. La argumentación chestertoniana, sin embargo, qué distinta nos resulta de aquella “deconstrucción” que esgrimieron los maestros franceses de la sospecha y sus exégetas modernos. Jamás incurre Chesterton en esa opacidad indigesta, que se hartará de olvido, de la llamada “poscrítica”, con ese triunfalismo técnico, torpemente narcisista, que proclama “la muerte del autor” y nos recuerda inevitablemente el tono de un fortachón cobarde abusando de muertos ilustres cuyas lenguas ya no se pueden mover.
Chesterton, en cambio, polemista nato, prefería introducir nuevos y originales argumentos a favor del mismo punto de vista que se proponía atacar, manejando, como dijera Ezequiel Martínez Estrada, “el jujitsu de las ideas, derribando a gigantes como a muñecos”, y con qué compasiva gracia, añadimos, con qué apasionada cortesía. George Bernard Shaw, encarnizado rival suyo en los debates públicos, fue uno de sus mejores amigos. Juntos hicieron las delicias de Londres en numerosas controversias donde discutieron de manera letal y brillante sobre todas las cosas bajo el sol. Y al mismo tiempo, como escribiera Shaw, cada uno de los dos “hubiera preferido morir antes que herir realmente al otro”.
Es que la clave del poderío y encanto de la obra de Chesterton radica en una ética y una emoción al mismo tiempo testaruda y sutil. Podemos identificarla con la alegría misteriosa de su fe, o con su simpatía por el ser en general y el ser humano en particular, o acaso con la vieja pureza de corazón de que hablan los cuentos, indispensable para las requeridas hazañas. He aquí, en todo caso, algo que se les atraganta a los taxidermistas de la literatura: la entereza moral, que se proponen ignorar, nutre el estilo, que se proponen analizar. No solamente la Fortuna, sino también el Arte, la Inspiración, sonríe a los audaces. Sólo una íntima cualidad moral (la de no rehuir los retos esenciales) puede insuflar vida e interés sostenidos a una obra, sobre todo si es tan prolífica como la de GKC. Esa tensión armoniosa, inesperada, como al centro de un remolino, nos parece uno de los rasgos más atrayentes de su genio.
El segundo rasgo sería esa “fatal abundancia de corazón”, que descubrimos antes en grado máximo en José Martí, que apunta directamente a nuestro pecho lo que de otro modo serían sólo fuegos de artificio estilísticos. Y lo tercero es que Gilbert Keith fue de esos hombres que parecen llevar en sí el sello de cosas elementales, de cosas realmente antiguas pero a la vez invulnerables a la decrepitud. No siempre estamos de acuerdo con él, y es lo de menos. Tiene el secreto de acompañar a todo lo largo del camino. Y podemos decirle, con sus propias palabras, que supo ser viejo como la primavera, viejo como el amanecer, viejo como la Juventud.
muy hermoso texto, gracias.