“Al morir un anciano, se quema una biblioteca”, reza un proverbio africano. Esta mañana, cuando leí en el perfil de FB del escritor Alberto Marrero que Esteban Llorach —sabio y no tan anciano— había muerto, solo pude entrever, en la densa y triste humareda, cómo ardían preciosos anaqueles de la cultura cubana.
No recuerdo dónde lo conocí, pero sí estoy convencido de que conocerlo, admirarlo e incluirlo de inmediato al santoral de maestros a los que quisiera parecerme, fueron chispazos simultáneos.
Ya en su nombre y apellido estaba la dualidad mágica que lo distinguía: el sencillo y campechano Esteban, cómplice de toda buena chanza, dado a la conversación con aroma de cualquier café (aunque fuese el infame de nuestras bodegas), guajiro de ciudad grande, amigo; y el refinado Llorach, lord indiscutible de la sapiencia, conocedor de los libros más recónditos —desde la portada hasta el colofón—, erudito del detalle orlado; amante de lo exquisito. Por supuesto, estos dos personajes confluían, se entremezclaban continuamente, gracias al pilar macizo que les servía de centro: la decencia.
En una época donde esa bandera sufre tantos embates, en el maestro era como un estado de ánimo permanente. Docente y decente. Enciclopédico y sencillo. Risueño y regañón. Porque, adalid de la belleza, pocas cosas lo indignaban tanto como la chapucería.
Como era un deleite y un aprendizaje incomparable oírlo disertar, inventamos cuanto pretexto podíamos para tenerlo siempre cerca en las ideas y actividades de la disciplina Periodismo Impreso de la Facultad de Comunicación de la UH. Conferencista, panelista, miembro de tribunales de tesis, profesor a cargo de asignaturas, invitado especial… Él jamás se negaba, excepto cuando ya tenía otros compromisos, y siempre prometiendo que iría en alguna ocasión venidera.
En las oponencias de tesis, mantenía la delicadeza extrema de hacer dos informes: el público y oficial, en el cual valoraba con rigor y generosidad los aciertos y errores generales del trabajo investigativo; y el otro, pletórico de anotaciones, donde les dejaba al joven autor y a sus tutores el más completo inventario de los falencias del estudio: incluidas hasta las comas de respiración del texto.
Me parece estarlo viendo ahora mismo: atuendo sencillo, humilde, portafolio gastado de tantos trajines, andar rítmico, medio encorvado y sudoroso, zapateando La Habana, la ciudad que tanto amó y sufrió, de una biblioteca a otra, de una reunión a otra, de una clase a la siguiente.
Cuántas y cuántas veces lo llamaron: de gobiernos municipales y provinciales, de centros de investigación, de escuelitas perdidas en la geografía insular para que asistiera a dar sus criterios. A hablar lo mismo de políticas culturales, que de poesía china. Él, Premio Nacional de Edición, experto mayúsculo en la Literatura infantil y juvenil cubana —ahí está su Diccionario para corroborarlo—, padre de los estilos y las tipografías, allá iba, buenazo, sin pedir nada, sin exigir ni siquiera que le pusieran un transporte.
Todavía recuerdo los trajines que alguna vez, y en confianza, nos contó, sobre su anacrónica computadora, las torpezas burocráticas por las cuales muchas veces no tuvo ni correo electrónico, el absurdo de que no tuviera conexión a Internet… Y terminaba el ínfimo momento de desahogo, sin victimizarse jamás, con el mismo optimismo fecundo y las mismas ganas de hacer que en él parecían encarnación del lezamiano ángel de La Jiribilla.
Y ahora, a quién llamar cuando a queramos saber de un autor perdido en las bibliografías latinoamericanas de hace un siglo. Qué voz convocar, para discernir los usos correctos de cada signo de puntuación o tipográfico. Cómo llenar este vacío.
En mi escritorio, para un trabajo pendiente: Gabriela Mistral. La herida abierta (Editorial Gente Nueva, 2010), el volumen más completo, en poesía, prosa y datos referenciales que Cuba le ha tributado a la chilena inmensa. En las páginas, hasta la última imagen de capiteles, frisos, aldabas, ornamentos, corresponde a la época en que la chilena visitó Cuba. Ningún motivo es casual.
Una frase de Neruda en el pórtico: “Ha dado una gran lección de poesía con su obra y con su vida”.
Dentro, una marca indeleble de estilo: “Selección, edición, cronología y notas: Esteban Llorach Ramos”.
Gracias, Jesús.