Al ciego, con (y por) Fervor
En la penumbra hueca, el báculo indeciso explora -con el rigor de un geómetra- los solemnes rincones del salón. Lento el andar; el cuerpo casi erguido; las manos, trémulas por los años y los miedos, aferradas al puño del cayado. Débilmente, tan débil como puede ser un beso, se doblega vencido en la poltrona, susurrando una estrofa:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche
La memoria le trae un parque de Edimburgo, un cuadro de Xul Solar, los estantes de su propia biblioteca, y sonríe al evocar aquel donde conviven literaturas policiales con extensos ensayos filosóficos. (Su evocación es imprecisa, pero percibe aún cómo gravitan, deslumbrantes y ansiosos, los volúmenes).
Brusca, la realidad lo saca del ensueño. Sepultado en lo oscuro, sabe que su condena es vitalicia, que ya sólo le queda ver crepúsculos, que él mismo es un crepúsculo perpetuo, oculto en una casa en Buenos Aires.
Se hunde en el mueble, cierra los ojos muertos y sellados, ojos que sólo leen mientras sueñan, y acaso piensa un tigre, el poderoso tigre de Bengala, solitario y rayado como un tigre; o tal vez piensa el mate y el naipe de los gauchos; o su infancia en el barrio de Palermo.
(Toda especulación es, por vulnerable, vana. Quizás lo que recuerda sea un Cristo deshecho a martillazos, golpeado sin piedad por marineros ebrios; o se acuerda de que quiso a una niña altiva y blanca, a una niña de hispánica quietud).
Ensimismado, calmo, extático en su sombra, lo acosan historiografías y leyendas; se imagina ostrogodo, escita, persa, otomano, dardanio, libio, vándalo; sueña –inevitablemente, sueña- con que sus restos duerman en La Recoleta, donde están los fantasmas que se han honrado en bronce, donde están Acevedo, Laprida, y el gran Francisco Borges.
Herido hasta el cansancio, prisionero en su mundo laberíntico y simple, conjetura -no sin cierta razón- que los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos perdidos.
Sobrellevando el tiempo y el olvido, extraña la lectura de Groussac, Milton, Homero, todos ciegos; añora platicar otra vez con Lugones, Macedonio, Alfonso Reyes, todos muertos.
No olvida, nunca podrá olvidar, que antes de someterse a las tinieblas, los lectores del dios le permitieron que mirara una rosa, y esa rosa es ahora su tormento.
“…la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera” lo hizo inmortal; eso, y los laberintos, y cierta efusiva mirada de una mujer en el remoto Miramar de los detestados señores de la izquierda; Borges, el tiempo y Nosotros. Todo un laberinto. a Y.S.C le debo esas lecturas-