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El periodista y escritor Andy Jorge Blanco publica “Ciudades con nombre de mujer”, su primer libro de poesía en España, bajo el sello de la Editorial Cuadranta. La primera presentación del poemario será el miércoles 21 de mayo en el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (CICUS) a las 7:30pm, y lo acompañará el repentista y poeta cubano, Alexis Díaz-Pimienta. OnCuba reproduce a continuación el prólogo del libro.
La poesía es un fenómeno curioso. Lo poético, quiero decir. Yo, que vengo de una tradición oral metaforista, tropológica (tanto la poesía escrita cubana como el repentismo), de una poiesis en la que sin retórica no hay poiesis, con los años he viajado al otro extremo, a la poesía desnuda, sin afeites, a esos poemas cuya belleza está en lo que se dice y no en cómo se dice. O no tanto. Fuera oropeles y arabescos; bienvenidas las fotos verbales, los poemas que se nutren de lo cotidiano.
Pero ojo: tampoco me quedo en esa poesía dizque confesional, poemas que enmascaran cierto ombliguismo estético y ego vivencial: no me interesan los poetas que beben café en un bar y creen descubrir la importancia universal de ese acto y, peor aún, la necesidad de inmortalizarlo. El mundo, piensan, debe saber que me bebo un café y lo que pienso mientras bebo. Son poetas que, muchas veces, más que vergüenza ajena, dan lástima.
El poeta reflexivo es, debe ser, un intérprete de la realidad que lo circunda, pero sin liricentrismo. Cuando un poeta observa a un perro (o a un servilletero) debe tener en cuenta que el perro y el servilletero también lo observan a él y, más aún, que otro alguien los observa a los tres, no desde arriba, sino desde cualquier ángulo. Ese no-poeta que todo poeta debe tener a mano. Solo así la poesía no se convierte en un alimento tóxico del ego y solo así el café del poeta es tan café como el del mecánico de la mesa contigua.
Dicho esto, debo empezar diciendo que el poemario Ciudades con nombre de mujer, del joven cubano Andy Jorge Blanco, es un ejemplo de poesía hecha por alguien que sabe que más allá del poema hay vida, o mejor, más allá del poeta.
Noto en la voz (tono y léxico) de Andy Jorge Blanco a un poeta realista y tímido a la vez, casi fotógrafo, de esos fotógrafos que pasan inadvertidos para los fotografiados. Así, en sus versos una niña viaja de espaldas en un autobús, practicando matemáticas con su madre, y ninguna de las dos sabrá jamás que habita en un poema. Esta es la poesía que me gusta. Poesía descalza, más que desnuda; poemas con los pies sobre la tierra. Pienso que un poema tiene tantas terminaciones nerviosas como la planta de un pie.
Todo lector de poesía, todo buen lector, quiero decir, es, entonces, un podólogo versal: sabe dónde tocar el poema para entender y sanar las dolencias del otro. Porque, pienso también, todo poeta es un pedestre portador de dolencias, con un toque de exhibicionismo o una necesidad sublime de compartirlas, de ponerlas al servicio de otros. ¿De la ciencia? Vivo, ergo, debo dejar que mis vivencias vivan más allá de mí, dice el poeta, piensa, escribe. Andy Jorge Blanco, por ejemplo.
Andy se sabe isleño, nostálgico, nieto, inmigrante, poeta, periodista, fantasma doméstico; se sabe vulnerable ante el amor y lo dice. Es decir, lo escribe. Algo que se agradece. Este es un poemario lleno de confesiones. También Vallejo nos confesó sus miedos; también Borges, Sor Juana, la Dickinson, Eliseo Diego, José Emilio, Gelman, la Szymborska, por citar solo algunos de cuyas plantas de los pies he aprendido tanto.
Un poeta es un eterno confesor, pero a la vez, un confesante. Confesor porque nosotros, en tanto lectores, entramos a sus libros como a un confesionario, a encontrar mejor dicho (mejor escrito) lo que nos pasa y no sabemos decir; pero también un confesante porque cada poema es una rasgadura emocional, un “este soy yo”, “es lo que hay”, sin un “lo siento” lastimero, sino más bien con un “así es la rosa” juanramoniano. Todo poeta se sabe expuesto y bajo la mirada de los lectores, y se deja ver, porque se nutre de las interpretaciones.
La vida cotidiana está llena de poesía en bruto. El más trivial de los momentos, la más prosaica de las piezas reales es un poema nonato esperando por poetas visionarios, epifanistas. Una tajada de sandía mordisqueada y tirada en el suelo; un taxi vacío; una mosca frotándose las patas; una nube; un café; todo es un poema posible si se le posa encima la mirada correcta, la voz correcta, el poeta de turno. La vida cotidiana es tan poética que parece que no. Que parece prosaica. Por eso se agradecen poemarios como este, libros poblados por momentos únicos, simples, dimensionados (no sobredimensionados) por la poesía.
Ciudades con nombre de mujer me recordó, desde el título, uno de esos libros que dan envidia sana, que uno dice “qué pena no haberlo escrito yo”. Hablo de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, una exquisitez literaria donde el lector camina sobre y por ciudades inventadas y rebautizadas por Calvino con nombres femeninos: Diomara, Dorotea, Anastasia, Zaira, Zobeida. ¡Tan poéticos! Lo leí por primera vez con solo veinte años y me enamoré del concepto ciudad-mujer, o mujer-ciudad: esas mujeres transitables, con calles, puentes, callejones, toponimia urbana.
Dice Calvino en su introducción:
“En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer; el libro consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería servir de punto de partida de una reflexión válida para cualquier ciudad o para la ciudad en general. El libro nació lentamente, con intervalos a veces largos, como poemas que fui escribiendo, según las más diversas inspiraciones”.
Como poemas, dice, pero yo quito el “como”. Son poemas en prosa, de la misma forma que los poemas de Andy Jorge Blanco son prosa poetizada, más que poética.
Sigue Calvino:
“Cuando escribo procedo por series: tengo muchas carpetas donde meto las páginas escritas, según las ideas que me pasan por la cabeza, o apuntes de cosas que quisiera escribir. Tengo una carpeta para los objetos, una carpeta para los animales, una para las personas, una carpeta para los personajes históricos y otra para los héroes de la mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro estaciones y una sobre los cinco sentidos; en una recojo páginas sobre las ciudades y los paisajes de mi vida y en otras ciudades imaginarias, fuera del espacio y del tiempo. Cuando una carpeta empieza a llenarse de páginas, me pongo a pensar en el libro que puedo sacar de ellas”.
Y me doy cuenta, ahora, de que yo hago lo mismo, pero sin carpetas, o con carpetas memorísticas, mentales, silenciosas; me doy cuenta ahora de que así han nacido todos mis libros. A veces con veinte o más años de diferencia vuelvo a una carpeta que aún estaba ahí, como el famoso dinosaurio.
Las ciudades de Andy

Ciudades con nombre de mujer está dividido en dos partes: “Epifanías” y “Nunca mueren”. En la primera se aprietan, más que juntarse, poemas de nostalgia, reflexiones, evocaciones e invocaciones. En la segunda se juntan, más que apretarse, poemas de amor-desamor, vívidos y transparentes, poemas “con una sequedad que empapa hasta los huesos”.
“Epifanías” abre con un poema definitivo y definitorio, titulado precisamente Definición, un poema que a su vez abre con un verso-pregunta que marcará y atravesará todo el libro:
Alguien me ha preguntado hoy
¿de dónde vengo?
He aquí una de las claves de este poemario: un poeta se hace preguntas. El poeta se sabe otro, como todo inmigrante, y en su otredad se llena de preguntas que lanza a la hoja en blanco, es decir, a nosotros, lectores, para que lo conozcamos mejor, para que lo ayudemos a re-conocerse.
También atraviesa el libro, asomando su cabecita sin nombre, una y otra vez una mujer “que desordena mis poemas”. Ella. ¿Ella? Todo poeta tiene sus ellas, nombradas o anónimas, mujeres-ciudades que lo habitan y a la vez son habitadas por ellos, mujeres que inspiran y expiran casi con solemnidad.
Varias mujeres protagonizan este viaje poético: la llovida Sevilla, la lejana Luanda, la dolorosa y destruida Gaza, y, por supuesto, La Habana, siempre La Habana: difuminada, dispersa, borrosa y no borrada, otra mujer total, con nombre propio, con geografía resemantizada y también dolorosa. Este es un libro tan cubano que solo se podía escribir desde fuera, como parte de una tradición muy nuestra (Byrne, Heredia, Gastón Baquero, Sarduy, Kozer, tantos otros).
Sé de lo que hablo. Andy Jorge Blanco habita la misma mujer visible que yo, Sevilla, con otra mujer visible dentro, La Habana, y a veces canta-llora por ambas, como en esta décima.
Llovizna
Si sobre el tiempo va el sueño
como decía el poeta,
la lluvia se hace un cometa
sobre mis ojos de isleño.
Quizás por eso me empeño,
cuando la lluvia se engrana
como una canción de nana
afinada en la llovizna,
en que me lleve la brizna
con su olor hasta La Habana.
He aquí al poeta que cita al poeta, que se reconoce isleño y le pide a la llovizna que lo regrese a su ciudad lejana, esa Habana de todos o a su Cárdenas natal. Nostalgia. Si se computara cuánta poesía ha procreado la nostalgia se podría editar un vademécum contra todo, o contra casi todo; y en ese vademécum entrarían varios poemas de este libro.
Se nos presenta Andy Jorge Blanco también como un poeta familiar, atado a sus recuerdos. Así, llegan a su libro sus abuelos, y aparece Angola, sobre todo, Luanda (otra ciudad con nombre de mujer). Es decir, vuelve Cuba desde unas medallas militares que tienen tanto de réquiem como de orgullo; llega en sus versos el mestizaje de esa Cuba nuestra (España, Cuba, Angola, España de nuevo), mestizaje que es un pozo sin fondo de creación artística (poética, narrativa, fotográfica, musical, cinematográfica, danzaria).
Este libro es otro ejemplo. Poesía intimista y nostálgica, poesía inmigratoria; poesía descalza, limpia, honesta, sin afeites, en la que se narra y se retrata con gran angular (a veces), con selfis de recién levantado (la mayoría de las veces), para que recorramos con el poeta la Otredad, con mayúscula: la vida fuera. He aquí un concepto que me ronda mucho: “la vida fuera”. Pero ¿qué es la vida dentro? ¿Dentro de qué? ¿De Cuba? ¿Dentro de uno mismo?
Andy Jorge Blanco es periodista de formación y ese tono cronista o reporteril se respira y se agradece en algunos poemas. Cuenta y canta, como pidió Machado. Cuenta y canta, ahora desde la Sevilla machadiana, pero siempre desde La Habana, o desde su propia ciudad con nombre femenino, sea cual sea.
Escribe Andy Jorge Blanco “mientras la política sigue en sus bélicos negocios”; escribe Andy, mientras le ruega a una mujer sin nombre, “llega en silencio y envuélvete conmigo”; escribe preocupado porque “la gente se obsesiona con definirse” mientras él siente “la pena que carcome cada arteria / por la culpa de abandonarlo todo”.
Debo decirte, poeta, y perdóname el tuteo, que emigrar es precisamente eso: abandonarlo todo. Y no solo se emigra de un país. Emigramos de un estado de ánimo a otro, de un estado civil a otro, de un yo a otro, continuamente (y por suerte, además). Yo llevo más de treinta años de migrante y no acabo aún.
Los humanos, todos, no solo los poetas, nos deberíamos reconciliar con nuestros abandonos. Deberíamos aprender de las mariposas, las aves, los cangrejos: ver las migraciones como momentos de inflexión, renovación, reinicio. Sufriríamos menos. Escribiríamos más. Nos confesaríamos mejor, sin tantos mea culpas.
Nuevo libro para la poesía cubana

Dice, escribe, se pregunta Andy Jorge Blanco: “¿No me voy a sentir yo de ningún lado? […] ¿a qué ciudad le pertenezco?”. Lo mismo que llevo yo preguntándome cincuenta libros. Y la respuesta está precisamente en la pregunta, en el arte de la introspección interrogatoria. El poeta que interroga al poeta como un policía emocional, con el foco de luz en su cara. Y la respuesta es el silencio. Como dice él mismo en otro poema: son “paradojas de la poesía”.
Encontrar la otredad, reconciliarse con ella es una manera, la única, de tender fuera nuestra ropa interior sin miedo a que el viento se la apropie. Poemas como bragas y bóxeres tendidos al sol, sin miedo a que la lluvia los moje de nuevo. Poemas de otros con la firma nuestra.
En realidad, no hay que “autoflagelarse” (palabra endogámica donde las haya). Toda ciudad tiene nombre de mujer, toda mujer tiene nombre de ciudad. Toda ciudad-mujer es invisible. Y toda mujer-ciudad es tan invisible que la misión de los poetas es visibilizarlas con sus versos, es decir, con sus miedos, o sea, con sus abandonos y sus no-pertenencias.
Al principio hablaba de la poesía cotidiana, o sea, de la cotidianidad como fuente de inspiración poética a veces desaprovechada. Este no es el caso. He aquí un libro que se nutre de ella y un poeta que, para seguir nutriéndose, vive atento a cuanto le rodea y lo trasmuta en verso.
Pertenece Andy Jorge Blanco a una nueva promoción de escritores, narradores y poetas cubanos, en un país pródigo en ellos. La literatura cubana, más que un corpus, es una multitud; más que un mosaico, es una taracea. Poetas de todo tipo, estilo, tendencia, experiencia y vocación: poetas ocultistas o exhibicionistas, poetas barrocos, neobarrocos, vanguardistas, conversacionales, formalistas, minimalistas, manieristas; lo dicho: una magnífica taracea donde es difícil escoger. O mejor, donde no es necesario.
Nacido en 1996, Andy Jorge Blanco es egresado del Centro Nacional de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”, con sede en La Habana, un referente de la literatura de la isla en las últimas décadas. Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana en 2020, tiene un Máster en Comunicación y Cultura (2023) y otro en Escritura Creativa (2025), ambos por la Universidad de Sevilla y es autor del libro de entrevistas La guerra no espera (Editorial Ocean Sur, 2023).
En 2024 recibió en Cuba el XXV Premio “Celestino de Cuento” por su libro Morir un poco, en uno de los géneros más prestigiados de la isla. Entonces, Ciudades con nombre de mujer es su primer libro de poemas publicado. ¡Bienvenido a ti mismo, poeta!