Roberto Bolaño en Casa de las Américas

Esa mezcla de gurú y diva de la televisión norteamericana que es Oprah Winfrey recomendó sus libros. La cantante Patti Smith, en shock tras haberlo leído, se dio a la tarea de ponerle música a sus textos. En Now You See Me, reciente súper producción hollywoodense, uno de los protagonistas aparece leyendo Los detectives salvajes.  Y cuenta Juan Villoro que en Nueva York conoció «a dos jóvenes escritores que pagaron 50 dólares por las pruebas de imprenta de 2666 para leer esa obra antes que nadie». En su país, por otra parte, el escritor mexicano conoció asimismo a un aspirante a poeta en el colmo de la felicidad porque había conseguido acariciar a un perro que, según le contaron, de cachorro había conocido al autor de Estrella distante («El maestro elige al discípulo», escribió un ciego ilustre, «pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos»).

El escritor chileno Roberto Bolaño, para no pocos lectores, es el nuevo profeta. De hecho, hay por ahí muchos que se atreverían incluso a jurarlo solemnemente, con una mano sobre Los detectives salvajes o, quizá, sobre 2666. No faltan, como es lógico, quienes se asoman a su obra con el «previo fervor» y la «misteriosa lealtad» que Borges atribuyera a la lectura de los clásicos. Ni la fanfarria publicitaria en torno a su persona, ni el histérico entusiasmo que hoy suscitan sus libros, ni la estupidez que a ratos se esconde detrás de tal entusiasmo, resultan argumentos de peso para negar un hecho incontestable: Bolaño es uno de los grandes.

En Cuba, con la excepción de dos o tres antologías donde es posible encontrársele, no ha sido publicado, para lo cual de seguro hay varias explicaciones (la primera, supongo, es la cuestión de los derechos). A pesar de esto aquí se le lee, gracias a la infinita bondad de gente ‒amigos, familiares, desconocidos que sirven como mensajeros‒ que viene de España, de Argentina, de México, de Estados Unidos, etcétera. Además, hemos tenido la fortuna de que entre nosotros circule una edición venezolana de Los detectives salvajes (Monte Ávila Editores, 2007), novela que mereciera, en 1999, el codiciado Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

Roberto Bolaño nació en 1953, año en que murieron un dictador y un poeta, y falleció en 2003, justo a tiempo para entrever, cabe pensar que espantado, la fama que el porvenir le habría de deparar y el culto de que serían objetos sus libros.

El próximo jueves 5 de diciembre, bajo el nietzscheano título de «Así habló Bolaño», que insinúa su condición de profeta, la Casa de las Américas dedicará una jornada homenaje al escritor chileno, a propósito del sesenta aniversario de su natalicio y del décimo de su muerte. Narradores y ensayistas se reunirán allí para compartir e intercambiar criterios sobre él y su obra, lo cual constituye, en Cuba, un hecho inédito. También se presentará el más reciente número de la magnífica revista Upsalón, que contiene un dosier dedicado al escritor chileno. Como cierre de la jornada, se proyectará el documental El último maldito, del director español José Luis López-Linares.

Hay en todo este asunto, sin embargo, una simetría que no por intrascendente deja de ser peculiar: a lo largo de unas pocas horas, la obra de Roberto Bolaño reclamará el protagonismo en la Casa de las Américas, del mismo modo en que la Casa de las Américas, a lo largo de unos pocos párrafos, se vuelve protagonista, o casi, en la obra de Roberto Bolaño.

Me explico.

Los detectives salvajes recoge dos momentos, muy breves, en que la institución habanera deviene blanco de las punzantes y graciosas arremetidas del chileno. En uno de ellos, el poeta argentino Fabio Ernesto Logiacomo explica de qué extraña forma, en 1975, un poemario suyo fue merecedor del premio Casa de las Américas. Permítaseme citarlo:

«Llegué a México en noviembre de 1975. […] Tenía veinticuatro años y mi suerte empezaba a cambiar. […] Mientras vegetaba en Panamá me enteré que había ganado el premio de poesía de Casa de las Américas. […] Bueno, lo curioso era que yo aquel año no había concursado en Casa de las Américas. […] El año anterior les había enviado un libro y el libro no obtuvo ni una triste mención honrosa. […] A la primera noticia pensé que estaba alucinando. […] después me dijeron los de Casa que el libro del año anterior se había traspapelado y esas cosas.»

Este pasaje, como tantos en la obra de Roberto Bolaño y específicamente en esa novela, es en parte autobiográfico. Justo en 1975, el chileno ‒entonces no con veinticuatro, sino con veintidós años‒ optó por el premio de poesía Casa de las Américas. Pero su poemario, escrito en colaboración con Bruno Montané, no fue ganador, aunque sí finalista.

En su número 92, correspondiente a los meses septiembre-octubre de 1975, la revista Casa de las Américas publicó algunos poemas incluidos en los cuadernos finalistas del premio de poesía, entre ellos, tres del dúo Bolaño-Montané: «John Reed», «Carta» y «En el pueblo». Es muy probable, pues, que estos poemas se cuenten entre los primeros que publicara el escritor chileno. (Otra intrascendente y peculiar coincidencia: en ese mismo número de la revista Casa de las Américas hay un texto del escritor cubano Antonio Benítez Rojo, quien, veinticuatro años más tarde, integraría el jurado del Premio Rómulo Gallegos que falló a favor de Los detectives salvajes.)

Estos poemas dan fe, en primer lugar, de que el Roberto Bolaño de 1975 se encontraba lejos de ser un poeta original, si es que alguna vez llegó a serlo. Y, en segundo, de que su vínculo con la Casa de las Américas, o viceversa, resulta mucho más viejo y estrecho de lo que parece.

Salir de la versión móvil