Arquitecto de carrera y periodista por vocación y voluntad, Gustavo Urrutia hizo de esa categoría engañosa pero persistente llamada “raza”, y de sus repercusiones sociales, económicas, políticas y culturales en Cuba, el motivo central de su escritura. Fue, a no dudarlo, uno de los grandes defensores de la causa de los negros y mestizos en Cuba en la primera mitad de siglo XX, y a ello se entregó en cuerpo y alma, no con la intención de promover guetos y rencores, sino de fomentar una integración armoniosa en el proyecto de nación.
Nació en una familia de negros libres en 1881, en La Habana, por lo que conoció bien de cerca las problemáticas que abordaría desde el periodismo. Antes de dedicarse a esta profesión, a la que se entregó por más de 30 años, realizó trabajos como los de contador en la tienda El Encanto y arquitecto, lo que descubre su estatus socioeconómico dentro de la comunidad afrodescendiente cubana. También lo revela su vínculo con el Diario de la Marina, una de las publicaciones más importantes y conservadoras de la época, en la que fundó la conocida sección “Ideales de una raza”.
Ello, sin embargo, aunque se reflejaría sin dudas en sus puntos de vista, no demerita su activismo ni su esfuerzo constante para condenar el racismo y los prejuicios asociados, alentar la superación de los negros y mulatos ―no solo social sino también económica―, e impulsar un diálogo que sirviera como plataforma para la revalorización e integración de estos en la sociedad cubana.
“Ideales de una raza”, que se iniciaría como columna en 1928 y que, gracias a su rápido impacto en los lectores, sería una página independiente de la edición dominical del Diario de la Marina desde fines de ese año y hasta su cierre en 1931, serviría para estos propósitos y mostraría sin ambages el ideal al que Urrutia ―como otros relevantes intelectuales negros de su tiempo― aspiraba. En esta sección escribiría el 8 de julio de 1928:
“Ahora, ya logrado nuestro progreso cultural y dotados de todas las condiciones requeridas para vivir dignamente en nuestro país, venimos en el ritmo pacífico de la República a pedir cordialmente un papel activo en las funciones edificantes de la vida cívica cubana (no es un atisbo mezquino a las nóminas del Estado) para trabajar con ellos en pro de Cuba de idéntico modo que conspiramos y guerreamos por la independencia todos juntos y a la vez.”
Frente a la práctica segregacionista imperante en otras naciones, y en particular el modelo de la sociedad estadounidense bajo las leyes de Jim Crow, Urrutia abogó por lo que llamó “la solución cubana”: “la que nos va uniendo. La que junta a todos los cubanos en las aulas públicas, en el ejército, la marina, en cada servicio y función de la República, y promueve todas las posibles fusiones humanas”.
Tal era su idea, su credo: el de la unión y cooperación entre negros y blancos, sin que ello significara subordinación de los primeros a los segundos, ni vergüenza o abandono por los de su color de piel de la herencia de sus ancestros ni de sus aportes al entramado sociocultural cubano.
Así, en momentos en que la vanguardia cubana, nucleada alrededor de publicaciones como la Revista de Avance, revalorizaba estos aportes y abría sus puertas a la emergente élite intelectual negra y mestiza, Urrutia llegó a reunir en “Ideales de una raza” no solo a prominentes figuras “de color” como Juan Gualberto Gómez, Regino Pedroso, Regino Boti, Lino Dou y el joven Nicolás Guillén, sino que también convocó a intelectuales blancos del prestigio de Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Juan Marinello, Francisco Ichaso y José Antonio Fernández de Castro. Todos ellos firmaron en esta página sus opiniones sobre el llamado “problema negro” y alimentaron el debate en torno al tema, incluso con polémicas como la sostenida en 1931 entre el propio Urrutia y Mañach sobre la forma en que debía producirse la integración racial.
Tras dejar de publicarse “Ideales de una raza” en el Diario de la Marina, Urrutia mantuvo sus colaboraciones sobre el tema en la columna “Armonía”, que hasta ese momento era precisamente una de las secciones de su página dominical. Además, colabora con otras publicaciones, como Adelante, se vincula a la radio y, aunque no llegaría a reunir sus ideas en un libro, sí escribe folletos como “El problema del negro en Cuba” y “Punto de vista del nuevo negro”.
En la radio en particular ofreció charlas en programas como la Universidad del Aire, de la emisora CMQ, y la Hora Cubana, de la CMCE. En este último espacio reafirmaría su postura sobre la importancia de que, no ya los blancos, sino los propios negros y mulatos conocieran y justipreciaran sus raíces étnicas y culturales. Diría:
“Trabajamos para que la mayoría de los negros recobre su propia estimación. El afrocubano que vive sinceramente avergonzado de una herencia racial africana, que en realidad merece tanta consideración como la española, es más esclavo, más ignorante y más infeliz que sus progenitores africanos… no puede considerarse perfectamente instruido el ciudadano de un país negroide que solo conoce la rama blanca de su pueblo”.
Fallecido en La Habana en 1958, Urrutia mantuvo a lo largo de su vida la labor a favor de los afrodescendientes, no solo desde la prensa sino también desde organizaciones como la Asociación Nacional Contra las Discriminaciones Raciales, fundada a inicios de los años 40 bajo la égida de Fernando Ortiz y en la que ocupó el cargo de vicetesorero.
Como ejemplo de su periodismo y sus criterios sobre el tema racial, les propongo el artículo “Carta a una señorita”, escrito para su columna “Armonías” de la página “Ideales de una raza” y publicado en el Diario de la Marina el 8 de junio de 1930. En él, a través de su respuesta a una supuesta misiva recibida de una joven negra, Urrutia reafirma ante los lectores sus ideas de superación e integración que promovía para los de su color de piel. Unos ideales que contrapuso a la marginación y discriminación a las que eran sometidos tradicionalmente los negros y mestizos, y cuyo estandarte defendió con firmeza y honestidad.
***
Carta de una señorita
Para hoy estaba yo escribiendo unas “Armonías” en las que trataba de explicar las impresiones de cualquier joven o muchacha de color, con alguna cultura, al visitar nuestros comercios, nuestras industrias o cualquiera oficina de las grandes compañías de servicios públicos, y no ver ni una sola persona de nuestra raza entre la multitud de empleados, que son exclusivamente de raza blanca.
Frente a ese cuadro repetido en todas partes nuestros jóvenes, que no suelen ser pensadores, ni sociólogos ni economistas, sino gente llana como la mayoría de esos empleados, con igual instrucción e idéntica probidad, reaccionan en forma compleja y lamentable. Se sienten diferenciados, decepcionados y rencorosos contra el régimen imperante en materia de empleos particulares. La raza blanca ve, sin duda, esa reacción, mas parece no comprenderla.
Aquí mismo he analizado, en sucesivas oportunidades, los distintos aspectos de esta fase dolorosa de nuestro problema económico, y tras de señalar el egoísmo como base de tales exclusiones, que significan la defensa de la subordinada posición que ocupa el cubano blanco en la vida económica del país como último refugio, he inferido que ni con lamentaciones ni con anatemas se remediará nuestra situación angustiosa. Opino que solamente saldremos de este embudo en que nos asfixiamos, tomando la resolución heroica y colectiva de concertar nuestras actividades en dos empeños capitales: el acrecentamiento de la cultura, estudiando y aprendiendo a todas horas, de día y de noche, en el trabajo y en la cama, siempre con el libro a mano; y, por otra parte —aquí está el heroísmo— trabajar como se pueda, en lo que se encuentre, por humilde que parezca. No importa si un doctor trabaja de obrero, no le hace si un letrado vive de jornalero, o si un arquitecto sirve de peón. Así actuaremos de misioneros sociales entre los nuestros. La propia cultura nos realzará a todos.
Lo indispensable es ganar dinero para aplicarla, y economizar para establecerse como profesional o emprender algún negocio o empresa liberadora en la primera oportunidad, para lo cual hace tanta falta el dinero como esa misma cultura que viene siendo nuestro único afán.
El negro, que es quien peor vive en Cuba, necesita hacer ese sacrificio durante un período de veinte años por lo menos. El blanco cubano nos sigue en la pendiente y nos imitará algún día. Cuando se halle en la posición que ahora ocupamos comprenderá mejor nuestras penas de hoy.
Mientras discurría sobre estas ideas recibí la siguiente carta dolorida, de una muchacha de color:
Sr. Gustavo E. Urrutia.
Habana.
Muy señor mío:
Sin ambages, sin rodeos, mostrando la amargura de mi corazón me permito escribirle, esperando encontrar en usted un paliativo a mis angustias. Voy a formularle una pregunta: ¿por qué en muchas casas de negros pudientes que he visto tienen empleadas personas que no son de su raza, mientras que muchas otras (cual yo, la mayoría) sufren con todo su rigor la crudeza de estos días de crisis económica? ¿Por qué no se aprestan a servir a los suyos? ¡Tan necesitados!
Yo, que quiero trabajar y necesito hacerlo, no puedo. Yo, que quiero aprender y necesito hacerlo, me es imposible realizarlo por faltarme los medios para ello. Créalo, señor, me duele profundamente contemplar día tras día tanto error. Tender la mano al que tiene protección es un absurdo. ¡Se da la mano al caído!
He vuelto mi mirada hacia usted con la esperanza de encontrar un remedio a tanto mal que hace que se marchiten las mejores flores del jardín «Negro». Yo no quiero perder inútilmente mis días mejores de juventud, quiero ayudar a mi raza a dar un paso decisivo y gigantesco en la senda del Progreso. Ahora necesito que me ayude, Sr. Urrutia, si está a su alcance.
Deseo que vea coronada por el mejor éxito su labor desinteresada y llena de obstáculos por el desenvolvimiento seguro, aunque lento, de los nuestros.
De usted etc.
Con la carta viene una nota adicional en que me dice:
Tengo el gusto de enumerarle las ocupaciones que puedo llenar: Llevar cuentas en alguna farmacia. Acompañar a una señora sola, leerle, atenderle, el teléfono. Hacerle compras. Cuidar de una oficina. Llenar planillas. Dictar en una academia, auxiliar en las clases.
He aquí una de las consecuencias funestas del régimen de exclusión racial que nos agobia: fomentar en esta joven y en otras personas de color el sentimiento exclusivista contra los blancos.
No, señorita, el negro no debe imitar al blanco preocupado, porque entonces sería, tan inicuo como éste. Necesitamos elevar nuestra ética social y económica por encima de tanta miseria y mantener de nuestra parte la fuerza moral, cuya virtualidad es incontrastable, aunque muchos no lo comprendan.
El caso suyo es el mismo de muchos millares de jóvenes de color, y de muchos millares más de jóvenes blancos, solo que éstos mantienen cierta esperanza en el color de la piel. Cuando el negro cambie de mentalidad y llegue a tener negocios y oficinas también, nunca le aconsejaré que emplee a los de su raza solamente, por ser esto contrario a mi filosofía social y porque no intento crear una burocracia negra, tan parasitaria como la blanca, sino una clase de pequeños propietarios que se baste a sí misma. Lamento no poder animarla o ayudarla como usted espera, aunque pienso que persistiendo hallará lo que solicita, que es bien poco, pero que no cambiará el problema general que nos ocupa.
Si usted es lectora de esta página como parece, habrá visto que nuestra le está vinculada a un movimiento colectivo de rectificación que debemos iniciar los negros para construir nuestra economía. Esta será una prueba más de capacidad y el único remedio que creo infalible para tanta tristeza y tanta penuria.
De usted con todo mi respeto y simpatía.
Gustavo E. Urrutia.