Hay canciones que no pasan de moda, tienen el misterio y el poder de dialogar con todos los tiempos. Algunas permanecen en la voz de su autor, otras duermen hasta que algún artista las trae de su letargo y las regresa al lugar de donde nunca debieron salir.
Un ejemplo reciente fue lo que sucedió con aquel éxito de los 90, “Qué sorpresa”, cuando Alexander Abreu con su voz peculiar y su energía lo puso a sonar otra vez en la televisión y en la radio; y en las fiestas las juventudes coreaban “voy a publicar tu foto en la prensa”, mezclado con el nuevo estribillo de este siglo, “te voy a tener que subir a las redes sociales…”.
Debería ser un oficio de los músicos contemporáneos cantar esas obras cuyo mensaje vale lo mismo en cualquier siglo. Hay aspectos de las relaciones humanas y sociales que permanecen ahí, para tirar de ellos por el mismo hilo que alguna vez se tensó.
Un tío que generaba teorías respecto a todo y que aseguraba que los profesores de Escriba y lea no eran inteligentes porque tenían sus conocimientos desordenados y no eran capaces de hacer las preguntas correctas, estaba convencido de que los músicos del presente debían renunciar a componer y solo ocuparse de estudiar las tremendas canciones hechas, ya probadas, y trabajar para que no se perdieran de la cotidianidad sonora del país.
Sin embargo, hacer canciones es una necesidad. Aunque a veces parezca que todo está dicho, siempre hay nuevos hilos para halar de un asunto, un lenguaje distinto aparece, unos códigos que solo son de un tiempo determinado, de un único contexto.
La música cubana no es una entelequia, es una construcción social en la que participan los seres humanos y sus representaciones, sus sentidos comunes, su entorno; es una expresión de lo cotidiano. Hay música para un barrio que nace con los códigos de ese barrio, y que es distinta al lenguaje de otro. Hay música para los estados de ánimo; música para los optimistas, para los nostálgicos, porque hay autores que componen desde la esperanza o desde la tristeza.
Juan Formell o Celia Cruz son nombres indiscutibles de la música cubana, nacieron en Cuba e hicieron su música desde aquí, el país en que se formaron. Supieron mirar y cantar, valiéndose de ritmos de su tiempo, de influencias de otras culturas, del universo sonoro del siglo XX.
A saber, música cubana es también la de Bebeshito, Yulien Oviedo o DJ Unic, y; sin pretender romantizar el género, ni hacer apología o análisis musicológico sobre sus textos más o menos vulgares (respecto a determinada cosmovisión ética) o sobre su música más o menos repetitiva u original, es una certeza que responde a la cotidianidad y a las necesidades de un sector importante de la sociedad.
A propósito de la música cubana, de aquellos compositores, de aquellas grandes canciones que deberían ser patrimonio vivo del país, Alexander Abreu, que es también un autor sensible a su realidad, le ha dedicado una carta a “la juventud”, y si uno sale a la calle cada remitente tendría una respuesta personal.
Algunos estudiantes universitarios replicarían que no hay nada perdido, que no han dejado morir la música cubana, que en sus móviles está la obra de Benny Moré en la voz de Nelson Valdés, los clásicos de los Van Van aquellos, los versos de Silvio, de Pablo, las canciones de Marta en la voz de Gema Corredera, de Haydeé Milanés; incluso responderían que escuchan un disco ejemplar de Picadillo, ese dúo que es también de Cuba, y el fonograma “perdido” de Estado de ánimo, y la pincha de Habana Abierta, y que no han dejado de cantar “Me dicen Cuba”.
Algunos jóvenes de mi edificio ni siquiera se sentirían aludidos, porque llenan La Piragua para bailar con los Van Van de hoy, con Manolito Simonet y con Alexander coreando a viva voz —sí, claro—, “voy a publicar tu foto en la prensa”, y cualquier otro estribillo que venga.
El muchacho de la mipyme que me despacha un cartón de huevos casi equivalente a un salario medio en Cuba, y que dice que por supuesto está muy caro, que las gallinas ahora son millonarias, pero que él no pone los precios, observa mi guitarra y pregunta si soy músico. Él también lo es, me cuenta, y de paso muestra animado una nueva canción que pudo grabar gracias a un amigo DJ que todos conocen —no recuerdo el nombre—. La escucho y le sonrío, y le digo que tiene que lanzarla, que seguro será un éxito —y lo será por algunos meses—. Abro el estuche y le canto “Laura, milonga y lejanía” de Noel Nicola y él sonríe, y me dice que un día de estos tenemos que descargar.
¿Quién soy para decirle que esta música que le muestro vale más que esa que me canta él?
A las juventudes, a los barrios, hay que acercarse sin el prejuicio de que su lenguaje no es “el lenguaje”, sin el tono elitista de la que música que escuchan no es “la música”. Habría que llegar con la necesidad de entender el por qué de su cultura, el por qué de su banda sonora, y después mostrar la que trae uno, que no es peor o mejor, solo diferente.
Mi “yo” nostálgico escucha La carta de Alexander Abreu y se emociona, quisiera, como él, que las juventudes no le hagan pasar a nuestros clásicos “la tortura del olvido”, pero este otro “yo”, tan social y contradictorio, está seguro de que no hay una sola juventud, como tampoco una sola `música cubana´, y me anoto la tarea de explorarla toda, entender el por qué “Moscas de fuego“ de Roly Berrío le es ajena a tantas muchachas y muchachos, como lo es el nombre y la obra de Portillo de la Luz o de Los Muñequitos de Matanzas, cuando efectivamente, “el mundo entero los ama”.
Los remitentes tan diversos a quienes el artista reúne en la palabra `juventud´, tienen mucho para contar, y en todo caso, las miles de respuestas tendrían una línea en común, sin excepción: no, Alexander, amigo, la culpa no es nuestra.
Laura, milonga y lejanía
Noel Nicola
Laura, yo me pregunto
si nuestro breve encuentro
fue un llegar a una orilla
o un viaje sur adentro,
regalo o semilla.
Laura, yo me pregunto
si echado allí en tu cama
tuve o no tuve un sueño
más grande que mis ganas,
clavado en el ceño.
Laura, no sé por qué me pregunto tanto
si al final las respuestas van en el viento.
Laura, la libertad es una locura,
una ternura que me apresura
y en tu cintura es un juramento.
Laura, yo me pregunto:
Cuando no haya fronteras,
¿dónde irán los que odian
a pagar con su tiempo
este tiempo de espera?
Hay música mala y buena haciéndose actualmente en Cuba y en el resto del mundo, pero desgraciadamente las que más se difunden son las malas y por tanto la que más se escucha, sobre todo los jóvenes, es la mala y la difusión responde a las modas y las modas las controla el mercado y el mercado lo controla las discográficas, plataformas musicales, etc,etc.
Así que coincido con Tigo y a la vez puedo entender a Alexander.