Uno de los estrategas más sofisticados en el arte de la guerra que en el mundo han sido, el general chino Sun Tzu (544-496 a.n.e.), aconsejó en un libro clásico no dar batalla a menos que se tenga la absoluta certeza de no ser derrotado. Me temo sin embargo que esto es lo que no tienen en cuenta actores y estructuras involucrados en la pelea cubana contra la vulgaridad, la banalidad y la mediocridad, que aquí llamaré reguetón. Este artículo identifica las razones de esa derrota y las fundamenta brevemente.
El fenómeno tiene sus raíces en la peculiar marginalidad cubana, que condujo a implementar programas sociales en los 90. Esos jóvenes parados encima del escenario no están entonces ahí por generación espontánea, sino porque responden a un fenómeno llamado crisis estructural y de valores, vivida primero por las personas y luego estudiada por el pensamiento social. Sin embargo, los discursos públicos sobre los reguetoneros suelen sustentarse en una operación disociativa que les corta el cordón umbilical presentándolos como una suerte de aliens porque contradicen ciertos supuestos, uno de ellos relacionado con la instrucción y la cultura acumuladas.
La anterior es también la base de un segundo constructo: se trata de una minoría que, si acaso, solo se representa a sí misma, algo que, si así fuera, no explicaría un fenómeno de recepción social llamado “fiebre del reguetón” que no solo nos lo ha instalado en el disco duro de las preferencias musicales de la audiencia –o de determinados sectores de esta–, y de paso en nuestros oídos más que renuentes, sino también conducido a lamentables y repudiables actos violentos en locaciones y plazas públicas. Esto no es sin embargo nuevo en el área de la música popular, como nos lo recuerda la escena inicial de Memorias del subdesarrollo (1968).
Su cultura sexual, por otra parte, se origina en sus espacios de socialización donde el sexo colectivo ha dejado de ser una fantasía para convertirse en realidad mundana. Su lenguaje soez y procaz, vehiculado en unos “metatextos” muchas veces de difícil intelección, pero propio de la jerga carcelaria y de las gangas, remite a la expansión de la cultura de la marginalidad, un fenómeno no exclusivamente cubano. “El palón divino” no es sino una de sus ultimas expresiones.
Pero, a mi juicio, esa cólera en ninguneo y ataque deberían, al menos, ponderar con más detenimiento los tres problemas siguientes:
Los nuevos actores. Por descontado que hoy el Estado no es el único emisor cultural en Cuba. La aparición / socialización de nuevas tecnologías –un dato expansivo a partir de los años 90– funciona y aun funcionaría como “balance” ante cualquier forma de control omnisciente de la producción musical. En otras palabras, frente a la EGREM y otras instituciones se alzan los estudios de grabación privados. Prácticamente carecen de límites, como no sean los del mercado y los de la propia conciencia de sus gestores. Esto es válido no solo para manifestaciones musicales como el rap, el hip hop y el reguetón, por lo demás con sobradas diferencias internas.
El consumo audiovisual informal. Como cualquier otra entidad, el Estado tiene, desde luego, el derecho de controlar / decidir el tipo de música a difundir en sus propios predios, señaladamente en la radio y la televisión. Esto no hubiera ocurrido, probablemente, de no mediar el machaqueo de ciertos reguetoneros, demasiado torpes, vulgares, groseros, poco pragmáticos y nada inteligentes. Y pletóricos en actitudes y textos que ubican a la mujeres como simples objetos sexuales o locus para eyacular, un verdadero retroceso ideocultural en el camino hacia su emancipación y la liberación de relaciones de poder, históricas y actuales.
Pero no estamos en los años 60, cuando se pretendió ningunear al rock anglosajón sobre la base de criterios tan estrechos como mecánicos. No resulta superfluo recordar que ni siquiera entonces ese control llegó a ser absoluto gracias a las famosas “placas” de producción doméstica clandestina y a la circulación de discos de acetato traídos de fuera por marineros mercantes y funcionarios; eso era lo que escuchaban y bailaban muchos jóvenes en las fiestas de 15 y los “güiros” de El Vedado, La Víbora y otros barrios del país. Hoy esa alternatividad se ha multiplicado con creces, básicamente por cuatro razones:
a) la disponibilidad de memorias flash, MP3, Ipods, Iphones y CDs en sectores de la ciudadanía, bien por compras en el mercado interno o por envíos o adquisiciones en el exterior;
b) la variante cuentapropista de vendedores de música, juegos electrónicos y filmes en los portales, de hecho una legalización de la piratería pagándole impuestos al Estado (hasta donde conozco, Cuba es el único país que carece de una legislación al respecto);
c) el creciente acceso a Internet, cualesquiera sean sus limitaciones; y
d) el Paquete semanal.
Esa lucha cubana contra la vulgaridad y la banalidad no significaría entonces el cese de su circulación social, a cargo de esos mecanismos de distribución y consumo que tienen vínculos horizontales con la producción discográfica antes identificada. Y como remate, le pone el discreto encanto de lo prohibido, un imán adicional para cierto tipo de público.
La dimensión jurídica: De acuerdo con los juristas, para ser efectiva toda norma jurídica debe poder implementarse. Y Cuba se caracteriza, precisamente, por un déficit de cultura jurídica. La Ley 81 sobre Medio Ambiente, aprobada por la Asamblea Nacional en 1997, establece en su artículo 147 la prohibición de “emitir, verter o descargar sustancias o disponer desechos, producir sonidos, ruidos, olores, vibraciones y otros factores físicos que afecten o puedan afectar a la salud humana o dañar la calidad de vida de la población. Las personas naturales o jurídicas que infrinjan la prohibición establecida en el párrafo anterior, serán responsables a tenor de lo dispuesto en la legislación vigente”. Y en su artículo 152: “el Ministerio de Salud Pública, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, en lo que a cada cual compete y mediante el establecimiento de las coordinaciones pertinentes, dictarán o propondrán, según proceda, las medidas encaminadas a el establecimiento de las normas relativas a los niveles permisibles de sonido y ruido, a fin de regular sus efectos sobre el medio ambiente”. Dejando por el momento a un lado el hecho de que hay esquinas y barrios que constituyen verdaderos himalayas de basura y desechos sólidos, la regulación del ruido es, como se sabe, otra gran letra muerta en edificios multifamiliares, lobbies de hoteles, cafeterías y restaurantes emergentes, guaguas, bici-taxis y almendrones. La posible aprobación de un marco jurídico regulando la música en los espacios públicos parecería entonces estar condenada, por las mismas razones, a la misma repetición.
El problema pasaría entonces por la información, el debate y la crítica, protagonizados en primer término por los medios masivos. Dicho de otro modo, la discusión social es el camino. Pero lleva, entre otras cosas, paciencia. Y diálogo. El general Sun Tzu lo pondría quizás de otra manera: “Hay rutas que no se deben usar, ejércitos que no han de ser atacados, ciudades que no deben ser rodeadas y órdenes de gobernantes civiles que no deben ser acatadas”.
“Este es un país de grandes olvidos”, nos dijo una vez el maestro Eusebio Leal.