Frank Delgado en todas las orillas

Ese país al que le habló ya no está, y otras veces se repite...

Frank Delgado. Foto: Kaloian.

Ha sido duro. Ver cómo el mundo que conoces se escapa en un santiamén y queda lo incierto, la ausencia, lo borrado. Las esquinas de la ciudad ya no son los mismas; las personas no son las mismas y toda la desolación cabe en un mirada que busca y se pierde en algún punto del horizonte. Solo van quedando las historias. Los recuerdos. La nostalgia con la que uno lucha a brazo partido para que se desprenda pero tiene el síndrome de la persistencia.

He aprendido a vivir con la nostalgia. Es cierto que tener el peso del cuerpo en el pasado es un lastre tremendo para avanzar. Pero ahí está. Como un animal dormido que vuelve a despertar con el sonido de una canción, una vieja serie que vuelven a pasar por la televisión o el nombre familiar de un amigo. La nostalgia va subiendo desde el suelo hasta volver a hacerte presa de ti mismo. De tu historia.

Es una bestia indomable como el peso amargo de la desesperanza. Me pregunto, si nos estruja tan fuerte a los que estuvimos del lado de acá de las canciones del edificio de la memoria, ¿cómo lo vivirán los que fueron los protagonistas, los compositores que construyeron de alguna forma a una generación?

Pienso, por ejemplo, en Frank Delgado mientras escucho nuevamente su disco Trovatur, a miles de kilómetros de lo que soy y adonde pertenezco. No suena igual. No sé si las emociones son diferentes. Si conservan la misma capacidad de evocación o si la distancia nos ha arrebatado la posibilidad de emocionarnos.

El caso de Frank ha sido muy peculiar en la escena músical cubana. Para muchos estuvo censurado; para otros, no tanto. Con su pelo sobre los hombros, su sombrero y su manera tan propia de conversar con su público, como si estuviera en la sala de su casa, Frank fue un trovador asiduo en los escenarios nacionales. Y de alguna forma lo sigue siendo en los nuevos espacios para la trova.

Ha ofrecido, en diferentes épocas, conciertos memorables en los teatros cubanos para presentar sus discos. Sus canciones provocaban risas, alegrías y furor entre ese público joven que se reconocía como generación. Que era feliz. Después de los conciertos muy pocas veces hubo reseñas en la prensa sobre la noche anterior en el teatro. Silencio. Y aquí no ha pasado nada.

En una ocasión, viví en carne propia lo que se cernía sobre Frank. No estoy seguro si era esa censura mordaz que padecieron otros o una ignorancia superior. El trovador celebró un concierto en Casa de las Américas y yo, un muchacho emocionado hasta la médula, entregué mi reseña. Era uno de mis primeros comentarios sobre los músicos con los que había crecido, que me habían formado. Solo me devolvieron como respuesta que, por tratarse de Frank, no se iba a publicar. Siempre guardaba los borradores de la plana porque ya conocía el proceso. Volví a leer aquel texto y solo tuve pena por aquella decisión, llámese cono se llame. 

Durante varios años Frank no la tuvo muy fácil. Canciones como “Trovatur”, “Quinto centenario”, “Veterano”, “La otra orilla”, por solo citar algunos, no eran música para oídos de ciertos dirigentes y censores. No creo que al músico le importase mucho. Él solo hacía canciones y cumplía con lo que dictaba su momento, su necesidad de expresión.

Gracias a eso nos ha entregado discos notables no solo por la calidad de sus canciones sino por contener el  testimonio que, al final, es lo más importante. ¿Nos hemos preguntado cómo pudo colocar piedra sobre piedra para comprender esos temas que edificaron ese monumento a nuestra generación, a lo que perdimos o a lo que se quedó en la letra de un discurso o a lo que nunca salió en la portada de la prensa?

Sencillamente es el testimonio de esa (otra) generación que se ilusionó, que cantó en los conciertos, que creyó y hoy se busca en un mapa. La emoción vuelve a pesar como una loza cuando escribo. Frank nunca pudo imaginar que sus canciones también podían llegar a la posteridad por los caminos más cenagosos, porque nos emboscarían los recuerdos. El adivino, Pero que dice el coro, Mi mapa, La Habana está de bala son otros de esos discos que en cassete o en formato digital  guardamos durante el tiempo que la vida permitió. 

En La Habana de los 90 hablar de un concierto de Frank era tener asegurado un fin de semana a todo tren. El concierto, las canciones, los gritos, los abrazos a amigos, las novias y los nuevos amores en la noche. Tenían su propia magia. Cuando salíamos del concierto creíamos que la ciudad era nuestra. Que la noche era esta noche. Podíamos terminar en cualquier parte. Lo mismo cantando en un parque hasta el amanecer que borrachos en la sala de una fiesta llena de desconocidos.

Todo era posible en esa Habana a la que Frank le cantó y quedó grabada en sus discos en los que ese país al que le habló ya no está, y otras veces se repite…

La vorágine ha sido intensa y los muchachos que estaban en la oscuridad del teatro o en los parques, o en la alegría de aquellos años no se saludan en las mismas esquinas, en los mismos teatros. Algunos hemos perdido todo contacto y muchos se han reinventado en países de los que solo conocían el nombre.

No recuerdo la última vez que escuché en vivo a Frank. Creo que fue en una peña en el Parque Almendares. Un buen espacio que desapareció cuando había que mantenerlo a toda costa. Ocurrió antes del nuevo naufragio y antes de que se impusiera la soledad de las nuevas ausencias. 

No hay nada mejor que encontrarse a Frank en cualquier esquina cuando uno tiene un día poco ajetreado. Es un conversador empedernido. En una hora te pueda dar una clase de historia de la música cubana, llena de chistes picantes y anécdotas que por su peso que no deben salir de ahí.

La última vez me lo encontré por Nuevo Vedado en plena pandemia. Nunca se lo he preguntado pero cualquier día, en cualquier año lo haré. Quiero saber cómo se siente, si piensa en la soledad, si no extraña a algunos de sus compañeros de generación. Qué le provoca en lo hondo mirar a su público y no ver los mismos rostros que vio creciendo como generación.

Frank tiene 62 años y quizá algunas deudas pendientes con el legado de sus primeras influencias y con su público. Ya no es el trovatur en La Habana. Ya no es el mismo que vivió muchas veces al margen de la prensa o las instituciones, aunque nunca presumió de la censura. Pero Frank, para suerte de nuestra memoria, de nuestro presente, sigue estando y a cada rato, en alguna noche, vuelve a unir nuestros cabos sueltos. Y ya eso es un buen principio para que volvamos a creer, por unas horas, que la noche es nuestra.

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