No sabía escribir música pero compuso más de seiscientas obras. No parecía importarle mucho la teoría; solo la inspiración: “Tomo la guitarra en mis manos y me parece que la guitarra son alas”.
Bromista entrenado, decía que su nombre demostraba su ignorancia musical: Sin-Do, o sea que componía sin saber de Do, ni de Re, Mi y las demás notas musicales. Reía como un bendito al recordar sus ocurrencias y la forma en que nacían muchas de sus canciones. “Sindadas” les decía.
Antonio Gumersindo Garay García llevaba en sí el don de la música. Una gracia natural que nunca necesitó de academias. Santiago de Cuba –donde nació hace siglo y medio, el 12 de abril de 1867– fue su primera escuela y cada rincón del mundo que alcanzó a recorrer le serviría de escenario.
Contaba él mismo que su madre lo acunaba cantándole La Bayamesa, de Céspedes, Castillo y Fornaris. A Pepe Sánchez le tomó “prestada” la guitarra para imitar los acordes de los trovadores que frecuentaban su casa y, en respuesta, el padre del bolero cubano le enseñó a venerar el instrumento.
Comenzó a componer en la adolescencia –a su primer bolero lo tituló, enamorado, Quiéreme trigueña– y no se detuvo hasta cerrar los ojos. Las complejidades armónicas y melódicas de sus obras asombran todavía a los entendidos, incapaces de explicar cómo Sindo podía producir tales maravillas.
Ningún catálogo de la trova, de la música cubana en general, puede prescindir de sus creaciones: Perla Marina, Tardes grises, Amargas verdades, Retorna, Guarina, Mujer bayamesa, Tormento fiero…
Apreciaba la buena música, sin distinciones. También la poesía. Gustaba por igual del cubanísimo bolero que de las óperas de Wagner. Su canción Germania muestra como ninguna su influencia del lied alemán.
Como otros trovadores de su tiempo, Sindo enriqueció varias de sus obras con versos de poetas iberoamericanos: Gustavo Adolfo Bécquer, Pepe Elizondo, Amado Nervo, Lola Tío. A estos dos últimos los enlazó para siempre en una de sus composiciones magistrales: La tarde. Lecuona la llamaría la canción perfecta y Gonzalo Roig confesaría cuánto le hubiese gustado escribirla.
Bohemio, trasnochador, aventurero, Sindo se enorgulleció siempre de ser cubano. Cruzó a nado varias veces la bahía santiaguera con mensajes de los conspiradores criollos contra España. Conoció a Guillermón Moncada, a Flor Crombet, a Brindis de Sala. Estrechó la mano de Martí en Dajabón, República Dominicana, y muchos años después la de Fidel Castro.
Ya de adulto dio a sus hijos nombres aborígenes: Guarionex, Guarina, Hatuey, Caonao y Anacaona. Junto a ellos cantó muchas veces, formó dúos y tríos con los que recorrió la Isla.
También actuó en París, junto a Rita Montaner, y en varios países latinoamericanos. No solo cantó y tocó la guitarra; también fue saltimbanqui, acróbata, payaso. Trabajó en el célebre Circo Pubillones y en otros de mala muerte que le proveían del sustento diario. Vivió muchos años de aquí para allá, sin dejar por eso de sonreír, de hacer canciones.
A Sindo suele recordársele ya anciano. Con su sombrero de yarey, los ojos afinados, la guitarra asida al cuerpo como una novia. Como si el centenar de años que llegó a cumplir fuese la marca cabal de su existencia. Su longevidad lo hizo transitar entre dos siglos, vivir experiencias que engrosarían una novela. Pero aún en el cuerpo enjuto y arrugado de sus últimos tiempos, sobrevivía la chispa del genio, la picardía criolla asomada a unos labios que nunca renunciaron al ron y los cigarros.
Gumersindo Garay se despidió de la vida el 17 de julio de 1968. Estaba invitado al Festival de la Trova de Santiago, pero murió días antes. Fue enterrado en Bayamo, como siempre quiso, entre tragos y canciones. Y aunque hubo llanto, su entierro pareció una serenata. No merecía menos.
Un grande de la música cubana. Sin duda alguna. Lo recuerdo justo como lo describe Erick. Ya con cien años y a través de las mismas imágenes de archivo repetidas una y otra vez.