La muerte suele ser inoportuna y soberbia. Nos insulta cuando se lleva a los seres queridos, a aquellos que aún tienen tanto por vivir, más de lo que cabe en una sola vida.
Morir es lo único definitivo. Sin embargo, a todos nos parece tan lejana la muerte que cuando el final biológico se asoma detrás del hombro de un amigo, las fibras de nuestro cuerpo reaccionan como si la noticia fuera imposible.
Pasan los años y uno los encuentra en la mañana después de vigilarte el sueño; en rostros que te preguntan la hora, en la luz que circunda las buenas noticias. Lo digo porque soy adulto y tengo amigos, dos condiciones inevitables para que existan las ausencias.
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No recuerdo cuándo conocí a Eduardo Sosa, si me lo presentó Vicente o Pepe; si fue en aquellos años de la Suerte de Cangrejos en Cárdenas o en los espacios de descarga que organizaba la FEU en la Universidad. Es seguro que han pasado quince años, porque está el registro fotográfico de una peña en Matanzas a donde lo invité.
Primero fui “nagüe” o “compay”, luego y para siempre “Reycito”. Aunque me creció la barba y se fue tiñendo el pelo de blanco; nunca Reynaldo, jamás Rey.
Dicen que cuando uno conoce a alguien, el cerebro le hace un retrato y, aunque pase el tiempo, si esa persona se mantiene cerca, la primera imagen permanece. ¿Será que Sosa (nunca lo he llamado Eduardo) aún me ve lozano? Con mi pelo largo, enredado y con mi curiosidad infantil. ¿Será que me adivinó aprendiz?
Quince años no son nada y lo son todo. Dos de mis sobrinos no estaban nacidos y hoy ya me dan lecciones. No habían nacido mis hijos ni los suyos. Y así, en el estupor que la noticia provoca; que nunca fue esperada a pesar del pronóstico reservado de los médicos; en medio de una constelación de sentimientos tristes, pienso en ellos, en sus hijos.
Hay edades en las que no se comprende la magnitud de la muerte, y el dolor queda agazapado detrás de la ignorancia. Bendita sea. Hay conocimientos que uno no quisiera tener, porque duelen.
Ojalá ellos crezcan escuchando a su padre decir que “la adolescencia es un ave cruel y sabia”, que por sus amigos mata y muere aunque sean locos, y que el otoño le enseñó a no dudar.
Ojalá les cuenten del socio, el tomador, el que se subía a un escenario en medio de un concierto a decirte al oído “canta esa que a mí me gusta”; el que siempre tenía alguna historia entretenida para sacarte de los malos ratos, el conversador, el exigente, el hombre que se sabía imperfecto y humano, y con todo su ser te abrazaba.
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El gigante de la sabiduría popular trovadoresca; el que no aceptaba ser la mejor voz segunda de Cuba, porque según él decía: “Pablo Milanés es la mejor segunda, primera y tercera”.
Sosa, el hijo de Tumba Siete, Miramar y del Vedado. El trovador que “canta de todo y cuando haga falta”. El que no firmó aquel contrato millonario porque le exigía enemistarse con Cuba, “y eso sí que no, compay”.
¡Caramba!, justo ahora recuerdo. Te conocí en Miramar, allá donde vivías cerca de Raúl Torres. Fue él quien nos presentó. Claro, hace dieciséis años. Me hiciste tomar la guitarra y con muchos nervios te canté una de mis piezas adolescentes. “Tienes que empezar a estudiar urgente, nagüito, no te puedes conformar”, algo así dijiste.
¡Sosa, compay! ¿Y aquella conversación pendiente? ¿Y todos los planes? ¿Y la familia, y los amigos, y las canciones, y los festivales?
Qué torpes somos los seres humanos, que solo recordamos que la muerte está al doblar cuando se nos va un amigo. ¡Hay que empezar a vivir urgente, nagüe!
Yo no tomo alcohol, lo sabes, pero hoy me doy un buche en tu nombre.
¡Hasta pronto!