A mediados de la década del 50 se produjo un boom de estrellas afroamericanas contratadas para animar la vida nocturna habanera, resultado de la competencia entre los tres grandes cabarets de la ciudad.
En enero de 1956 Eartha Kitt (1927-2008), “la primera chica material”, antes de Madonna, actuó en la inauguración del Parisién, junto a otros artistas nacionales e internacionales. “La mujer más excitante del mundo”, según Orson Welles, que puso a temblar a aquellos Estados Unidos puritanos con “Santa Baby”, tonada de desbordante sexualidad en la que se incitaba a ese gordo bonachón y dadivoso de barba blanca y origen nórdico a “deslizar su sable bajo el árbol, para mí”. Pero solo para continuar diciendo lo siguiente: “He sido una espantosa niña buena, Santa baby/ Así que apúrate y baja por la chimenea esta noche”.
Ese mismo año la actriz y cantante Dorothy Dandridge (1922-1965) se presentaba en el Sans Souci, donde sería entrevistada por el joven Guillermo Cabrera Infante para la revista Carteles.
A principios del siguiente una diva, Sarah Vaughan (1924-1990), descargaba en el Sans Souci, plaza fuerte del jazz, con su espectacular trío acompañante. Y Lena Horne (1917-2010) cantaba en el Montmartre —uno de los dominios habaneros de Meyer Lansky— bajo el influjo de su “Stormy Weather”, cuya versión en español, grabada para la Panart en 1946, había constituido el primer éxito discográfico de la santiaguera Olga Guillot (1923-2010). La mafia había creado una entidad para viabilizar la afluencia del talento artístico a la Isla, la International Amusements Inc., propiedad de Santo Trafficante, Jr. con la participación de secuaces como Normam Rothman, Joe Silesi, James Longo y Joe Stassi.
El mismo esquema de Las Vegas, es decir, halar clientes para casinos, hoteles y cabarets con el gancho de grandes luminarias del espectáculo y la canción. Eso también explica el arribo a La Habana de estrellas europeas como Edith Piaf y Denise Darcel, invitadas para el relanzamiento del Sans Souci en 1957.
Nathaniel Adams Cole, más conocido como Nat “King” Cole (1919-1965) llegó a la capital cubana en febrero de 1956, contratado por Tropicana, hecho atribuido a la iniciativa del coreógrafo Roderico Neyra, “el Mago Rodney”, y al poder de Martín Fox (1896-1966), quien no era exactamente un hombre de cultura, pero sí un empresario pragmático que se dejaba asesorar no solo por sus especialistas y técnicos del espectáculo, sino también por la mujer con la que se había casado en 1952, Ofelia Suárez González, más conocida como Ofelia Fox (1923-2006), graduada de la Havana Business Academy, profesora de inglés, poetisa y “primera dama de Tropicana” hasta su salida de Cuba, en 1960, para radicarse junto a su esposo en Estados Unidos, donde años después salió del closet.
Para entonces el Rey era un artista bien establecido. Uno de los principales crooners del momento, junto a Frank Sinatra y Tony Bennet, además de un excepcional pianista de jazz. Tenía en su haber probados éxitos en las listas como “Mona Lisa” (1950, tres millones de copias vendidas), “Unforgettable” (1951) y “Our Love is Here to Stay” (1955), muchos retomados por su hija Natalie en su excepcional disco Unforgettable with Love, de 1991.
Llegó en un Lockheed Constellation de Cubana de Aviación procedente de Miami, en el llamado “Cabaret en el cielo”, junto al administrador de Tropicana, Alberto Ardura, varios músicos cubanos y la bailarina Ana Gloria Varona, quien durante el vuelo le hizo entonar “El manicero”, muy conocida en Estados Unidos desde la década del 30 y disparadora del rumba craze. Cole salió a la pista de Rancho Boyeros vistiendo una guayabera y con un par de maracas en las manos. “Para parecer un cubano”, dijo, gesto de empatía que sin embargo denota a las claras la decodificación de Cuba al otro lado del Estrecho, de una impresionante fijeza hasta el día de hoy.
El cantante se presentaría durante dos semanas en el show “Fantasía Mexicana”, otra de las fastuosas producciones de Rodney con sombreros de plumas en forma de abanico, vestuarios importados de México por un valor de más de doce mil pesos y las clásicas modelos, “las diosas de la carne”, todas de leche o café con leche, ninguna de ébano. Y con las actuaciones de Columba Domínguez (1929-2014) —la actriz mexicana favorita de El Indio Fernández, protagonista de Pueblerina (1948)—, Las D´Aida y la pareja de baile Ana Gloria y Rolando. Cantó 16 canciones. Cuarenta minutos en escena. Testimonios recopilados sobre esa presentación aseguran enfáticamente que las audiencias cayeron en shock, mesmerizadas por su voz, su presencia escénica y sus habilidades musicales. “Nadie amó los shows de Tropicana más que yo”, diría Ofelia Fox en Tropicana Nights. “Pero después de oír cantar a Nat ‘King’ Cole, no quería oír nada más”.
Lo acompañaba no solo una orquesta de primerísima línea dirigida por el maestro Armando Romeu, sino también varios violines de la Sinfónica Nacional y su grupo, integrado por John Collins (guitarra), (Richie Harvest (contrabajo) y Lee Young (drums). Un mito viviente en directo. Y un verdadero gol de oro para los ejecutivos del cabaret, que dieron el clásico palo y opacaron prácticamente todo lo demás. La revista Bohemia lo vio así: “Es el astro de la canción norteamericana. El favorito del público que busca en el Hit Parade su melodía preferida. Debutó en Tropicana ante una de las concurrencias más fabulosas que se recuerden en Villa Mina. Y los llenos se siguen repitiendo cada noche. Nat “King” Cole: un maravilloso prospecto para atraer multitudes”.
Evoca Enrique Núñez Rodríguez:
Nat “King” Cole en la pista. Su voz estremecía a las damas. “Nature Boy”, “El bodeguero”, “Quizás, quizás, quizás”. La esposa de un alto oficial, sentada en una mesa de la pista, suspiró profundo y exclamó: “Si me lo pintan de blanco doy un millón de pesos por acostarme con él”. Nat “King” Cole siguió cantando y ella bebiendo, y quizás oliendo. Poco después, más excitada, casi gritó: “No me lo pinten de nada. Tráiganmelo así mismo”. Y el alto oficial la sacó casi a rastras del paraíso bajo las estrellas. En la pista, Nat “King” Cole, negro como el carbón, entonaba “Unforgettable”.
Pero durante esa visita el racismo asomaría su oreja peluda. Al gran Nat “King” Cole no se le permitió hospedarse en el Hotel Nacional so pretexto de problemas con las capacidades, lo mismo que le había sucedido a su compatriota Josephine Baker. Los racismos, sin embargo, no pueden entenderse con actitudes de “corta y pega”, ni antes ni ahora, porque en ellos intervienen, entre otras cosas, mediaciones culturales e históricas concretas. Aparentemente, el color de la piel —por lo menos en personajes de cierta categoría— no era un problema en el Hotel Presidente, donde se alojó Sarah Vaughan durante su estancia en La Habana (1957).
Sí lo era sin embargo en la crema y nata, en el Havana Yatch Club: allí, como se sabe, no dejaron entrar al mismo presidente Batista por su condición racial. Y por contradictorio que parezca, eso también ocurría en uno de los tugurios de la Playa de Marianao: se llamaba el “Pennsylvania”.
Al final del día, la negociación y los billetes podían funcionar en la Isla, eventualmente, para cambiar las cosas, a diferencia de Estados Unidos. Frank Sinatra nunca pudo lograr que a su gran amigo Sammy Davis, Jr. lo aceptaran en un hotel durante la larga pesadilla de la segregación. Pero, en Cuba, Martín Fox sí. Durante su segundo viaje Nat “King” Cole pudo quedarse en ese mismo hotel, algo que él había puesto como precondición para cantar de nuevo en La Habana, una especie de reivindicación o pequeña victoria sobre la afrenta. Y cuentan que el guajiro de Ciego de Ávila la obtuvo debido al impacto social de las presentaciones del Rey y a su cabildeo con la gerencia del Hotel Nacional, por entonces a cargo de estadounideneses asociados con Meyer Lansky, el cerebro de la mafia.
Se había roto el tabú: se dice que hasta ese momento el único negro en la joya de la hotelería cubana era un limpiabotas que hacía su trabajo en el lobby correspondientemente ataviado con la vestimenta de un eunuco.
Continuará….
Gracias por la historia!!