Decenas de visitantes cruzan a diario el umbral del Estudio Galería El Ojo del Ciclón, en la esquina de las calles O’Reilly y Villegas, en La Habana Vieja. Muchos salen sin saber que allí se construyeron los moldes que sirvieron para fundir la estatua de Ernesto Guevara que corona la Plaza de la Revolución de la ciudad de Santa Clara, en la central provincia de Villa Clara. Es que en el mismo lugar donde una ferretería comerciaba sus enseres, el conocido escultor José Delarra (La Habana 1938-2003) armó su taller en los años 60 y dio vida a algunas de las piezas más emblemáticas de las últimas décadas en Cuba.
Heredado por su hijo, el pintor y escultor Leo D’Lázaro, el Estudio Galería se convirtió entonces en un espacio generador de cultura. Junto a fotos, collages y esculturas funcionales, cohabitan un gimnasio, una pequeña biblioteca, un cuarto para la meditación, y un aula para clases de tango. El concepto multipropósito responde a las necesidades creativas del artista, cuyo principal recurso de expresión es plasmar el movimiento que le rodea, según explica Saúl, galerista del espacio y amigo de D´Lázaro.
No son pocos los visitantes extranjeros que entran a El Ojo del Ciclón interesados en comprar, a través de Internet, las obras de mayores dimensiones del escultor. A pesar de que Saúl y otros colaboradores del artista han logrado posicionar la imagen en la red de redes gracias a un boletín y a una página web, la compra online de las piezas se dificulta. “DHL es la única compañía a través de la cual podríamos enviar las esculturas al extranjero. Pero no tienen seguro para las obras, y utilizar esa alternativa es un riesgo”, lamenta Saúl parado al lado de una pieza de más de dos metros de alto, similar a las que adornaron por años la habanera terminal de trenes La Coubre.
El trámite de compra de piezas más pequeñas es menos complejo. Las Oficinas de Exportación del Fondo Cubano de Bienes Culturales certifican sus adquisiciones y la posibilidad de sacarlas del país a través de la Aduana. En esos establecimientos el procedimiento está mediado por el tema o concepto presente en la obra, pero sobre todo por el currículo de su autor.
En la céntrica calle Obispo pululan pequeñas galerías, negocios privados en su mayoría familiares que crecen en portales o salas hogareñas, donde se venden pinturas de distintas técnicas, o fotografías. Obras menores que, reconocidas como artesanías, escapan de las regulaciones para comerciar arte.
Entre tal variedad, son comunes las imitaciones del estilo cubista de Pablo Picasso, o los colores y trazos típicos de la cubana Amelia Peláez. Aunque estos comerciantes y artistas apuestan hace años por delinear los cuerpos exóticos de mulatas vendedoras de frutas, los rostros campesinos marcados por el tiempo y por el sol, los hábitos de fumadores empedernidos de tabaco, y los almendrones (autos antiguos). A los propietarios de tales puntos de venta no les gusta sin embargo hablar de los éxitos o vicisitudes de sus negocios. Algunos se declaran autores autodidactas de los lienzos, y la mayoría asegura que la venta es poca.
La situación no varía mucho de un polo turístico a otro. Leinier y Leo fueron pioneros en la comercialización de arte en el pueblo La Estrella, un sui generis centro comercial ubicado en Cayo Santa María, al norte de Villa Clara. Sobre su mesa de venta se ofrecen diminutas esculturas de alto nivel de elaboración junto a vasos de bambú ornamentados con típicos paisajes cubanos. Aunque Leo, graduado en 2005 de Artes Plásticas en el Instituto Superior de Arte, aclara que el espacio está contratado exclusivamente para comerciar arte.
En los negocios que comercian este tipo de obras los límites entre arte y artesanía se difuminan, porque los precios y estilos están pautados por la arbitraria demanda foránea. La realidad es que muchos jóvenes artistas, egresados de las academias cubanas de pintura, asumen esta fórmula como primera vía de ingreso económico, debatiéndose entre la originalidad y las demandas del mercado.