A la esquina de Línea y 14 no llega el olor del mar en los días habituales, por mucho que esté a unos escasos 200 metros del Malecón habanero. Sin embargo, aún conserva un suspiro del aire playero que tendría antes de que se construyera la populosa avenida marítima y el otrora Club de Tenis del Vedado.
Dentro del perímetro de la derruida casa asentada allí se levanta un cocotero de pencas despeinadas y frutos amarillos suspendidos por encima del techo de la vivienda. Y una palma pequeña y una tuna florecida donde, sesenta y cuatro años atrás, sobresalían de entre las copas de árboles frondosos dos palmas reales.
Pero la casa de número 1108 se lleva toda la atención: chalet con techo a dos aguas, portal de tejas de arcilla roja, con un artístico intento de rejilla de madera que no llega a la mitad de las vigas de soporte, y un arco de escaleras sin baranda que, en medio del descenso, cambian de dirección y le salen al visitante.
La vivienda, en jerga legal, continúa siendo propiedad de la familia Loynaz Muñoz, aunque no exista ningún descendiente directo. Guillermo Collazo pintó en ella su cuadro La siesta, en 1886; Federico García Lorca –el poeta español de la Generación del 27– la visitó durante su estancia en La Habana de los años 30; Dulce María Loynaz –la premio Cervantes cubana de 1992– la dejó como un recuerdo vivo en su novela lírica Jardín. Y ahora, junto a algunos familiares, Diosfrenis Hilarión Llanos Velázquez la habita. Y la arregla. O lo intenta.
“Yo venía a La Habana porque mi esposa de entonces, Mirta Riberón, padecía de las tiroides, y se atendía con el endocrino en el Hospital Fajardo”, recuerda Diosfrenis, granmense de casi 80 años, sentado en una de las pocas sillas desocupadas de su atiborrada zapatería.
Entrar en el lugar donde trabaja es absorbente y anonadante, incluso los domingos, cuando no hay nadie más. Las piezas de los zapatos le rodean como el público al escenario de un teatro de hace dos siglos. Sobre una silla hay tinta negra, y de otra cuelgan trozos de papel con números de teléfono y nombres apuntados con premura. En la esquina trasera izquierda, como arrinconada, una máquina de coser Singer sobre la que se apoya una lámpara de luz fría. El techo de madera, que sigue siendo el de toda la casa, tiene algún que otro agujero no arreglado del todo, pero sí retenido, semioculto.
“Aquí vivía una hermana de Mirta que se había casado con el mayordomo de los Loynaz, Genaro Alfonso. En esos ires y venires nos costaba muy caro el viaje para acá, y teníamos que parar en este lugar. Dulce venía todas las semanas, los miércoles, a darle una vuelta a los sirvientes que vivían allá atrás, a hacer una remembranza de las cosas, de cuando los muchachos… Nosotros hablamos con ella y nos dejó quedarnos. Verbalmente, no con ningún tipo de documento. Me dijo: ‘El problema es que los orientales son como la verdolaga’. Y es verdad. Todos en esta casa son parientes míos que vinieron después de mí”.
Según Diosfrenis, no les han propuesto ningún proyecto para la reparación de la vivienda. Pero dice que Eusebio Leal estuvo dos veces, que se comentó que para arreglarla había que sacar a ocho familias. “Eran más”, agrega, “había un semillero de gente”.
En la primera parte de Con mucho de cal y de ternura –propuesta de restauración publicada bajo el sello editorial Vitrales en el año 2000– Lizbett Villegas Gutiérrez y Orlando Inclán Castañeda cuentan que para transformar al sitio en un Centro de Experimentación Cultural, en el momento de la investigación existían 22 familias repartidas, no solamente en la casa de Línea, sino en su vecina, la de Calzada. Ambas viviendas, desde hace más de ochenta años, están indisolublemente relacionadas.
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Dos años después de que Collazo plasmara la vida de la clase pudiente en su aún academicista La siesta, a Domingo Sañudo y a Micaela Rebollo los encontraron mutilados en una de las habitaciones traseras de su casa en la calle Inquisidor. Sobre una silla –tal y como reseña The New York Times— se había dejado el hacha pequeña con la que les quitaron la vida a los bisabuelos de los hermanos Loynaz, de 86 años él y 68 ella.
Juan Muñoz, el abuelo materno de Dulce María, sería arrestado junto con uno de sus sirvientes. Se le acusaba de asesinato doble. Pesó como razón principal la oposición del viejo matrimonio a que su única hija, María Regla, se casara con ese señor 20 años atrás.
Las víctimas habían tenido un modo de vida poco usual. Comían una sola vez al día. La casa apenas tenía dos ventanas y una puerta, y en ella no se recibía visitante alguno. Los dueños solamente contestaban por entre los barrotes de hierro de una de las ventanas y ningún sirviente trabajaba allí. Vivían con temor a que se les robara los miles de dólares que guardaban y que formaban parte de su fortuna de 90 casas de alquiler y 2 millones de pesos.
Nunca se encontró al culpable real y la riqueza fue heredada una y otra vez. Una porción sería utilizada para que Lizardo Muñoz Sañudo construyera la casa de Calzada 1105 a inicios de los años 20 del siglo pasado. Se levantaría en uno de los espacios más privilegiados del recién urbanizado barrio El Carmelo, justo detrás de la casa donde Collazo concibió su famoso cuadro y que, en ese entonces, pertenecía al alemán Auguste Grupe Meyer.
Y en 1923 –cuando Dulce María tenía poco más de 20 años–, los Loynaz se mudaron para Calzada junto con María Regla, quien compró la casa de Línea a un precio de 40 mil pesos para evitar que se talara un flamboyán cercano a la habitación de Dulce que la joven adoraba.
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En la noche del 5 de febrero de 2005, Manuel Chaves González –entonces presidente de la Junta de Andalucía– asistió a la reapertura de una casa en el Vedado capitalino vestido de traje gris, camisa azul celeste, corbata roja, zapatos marrones y medias azul turquí. Sentado junto a funcionarios e intelectuales españoles y cubanos disfrutaría de la inauguración del Centro Cultural Dulce María Loynaz, nueva sede de la Academia Cubana de la Lengua, y en cuya restauración había participado el gobierno andaluz con 787 435,10 euros.
En aquella mansión había vivido la premio Cervantes tras su casamiento con Pablo Álvarez de Cañas, es decir, desde 1946 hasta sus últimos días en 1997. Sin quererlo, su autoencierro y el silencio público durante más de veinte años previos a la obtención del Premio Nacional de Literatura en 1987 provocaron dudosas incongruencias incluso después de que fuera galardonada.
En una entrevista de Mauricio Vicent a la poetisa, el 9 de noviembre de 1992 El País recordaba que García Lorca, natural de la región andaluza de Granada, había visitado la casa de Línea y 14. Sin embargo, el 26 de abril de 1999 –y bajo la firma del mismo periodista–, se publicaría que el palacete de 19 y E recibió al poeta y dramaturgo durante su estadía habanera.
Dos años antes, Antonio Núñez Jiménez –entonces presidente de la Comisión Nacional de Monumentos– había declarado Monumento Nacional a la vivienda de 19 y E tras el fallecimiento de la autora de Jardín. Mientras, sus homólogas de Línea y Calzada, solo llegarían a contar en algún momento con el Grado de Protección II de la Dirección de Patrimonio Cultural, como declaraba en una entrevista Lourdes de los Santos, realizadora del documental Últimos días de una casa. Encima, el propio 5 de febrero de la apertura del Centro Cultural, el periódico Granma mencionaba que la obra restaurada era la casa natal de la escritora.
Según Alejandro González Acosta, escritor y uno de los amigos que cargarían el féretro Flor Loynaz –hermana de Dulce–, durante el sepelio se les dijo a las autoridades andaluzas que la casa de los últimos días de la autora había sido visitada por Lorca, tal y como le comunicó un funcionario de la Junta de Andalucía al cual prefiere no nombrar.
En otra entrevista a Dulce María publicada en la revista Alma Mater, edición especial del año 1994, la poetisa se refería a la casona de Línea y 14: “Hace tanto tiempo que perdí de vista esa casa que ya apenas la recuerdo. Además, ha sido tan desfigurada, tan cambiada… tan mancillada, que prefiero no hablar de ella. Quizá exprese la nostalgia, porque esta casa donde estamos ahora es muy bella, no hay duda. Es arquitectónicamente correcta, tiene muebles y adornos bellos, pero no tiene alma, no tiene personalidad, tendría yo que darle la mía y ya de la mía me queda poco”.
Diosfrenis tiene conocimiento de la restauración de la otra casa adonde había ido a vivir Dulce con su esposo Pablo, periodista del Diario de la Marina. Y sabe quién fue Genaro, el mayordomo que devino administrador. Pero, sentado en la zapatería, ubicada en la parte posterior de la casa, no menciona los nombres de Rafael Pineda ni Rita San Román.
En el anexo 3 de la obra de Villegas e Inclán aparece el facsímil de una carta escrita en una hoja rayada, de estilo notarial y con caligrafía concentrada, poco voluble. La autora es Dulce María Loynaz –quien se había graduado en Leyes por la Universidad de La Habana– y está dirigida al Departamento de Arquitectura y Urbanismo del municipio Plaza de la Revolución. Tiene por fecha el 30 de octubre de 1981.
En ella se dice que los esposos Rafael Pineda y Rita San Román residían en una vivienda dentro de los terrenos de la casa de Mercedes Muñoz Sañudo, la madre de los hermanos Loynaz, con autorización de la propietaria. Que vivían allí desde 1944. Que Rafael trabajó seis años para la familia hasta que obtuvo su retiro, sin descontársele nunca la residencia. Que después fue a vivir con ellos una prima de Rita llamada Manuela San Román y, tras morir Rafael en 1965, Mercedes continuó permitiéndole la residencia a Rita, a un hermano llamado Francisco y a Eloísa Annet, otra pariente de la viuda y ex paciente del Hospital Psiquiátrico de La Habana.
Y que la vivienda era Línea 1108, pero se le conocía como Línea 1106.
Para ese entonces, los expedientes de las viviendas 00737, 2034 y 5058 del inmueble de la familia Loynaz en la Dirección Municipal de Planificación Física de Plaza ya sumaban varios dictámenes de habitabilidad, afectaciones y multas. La primera de todas esas ilegalidades había sido diagnosticada el 3 de octubre de 1972, cuando se le ordenó demoler a Carlos Rosell las estructuras levantadas para habitar allí. Veintiocho años después y aún sin tener efecto la denuncia, el caso no llegaría a los tribunales, tal y como reseñan los autores de Con mucho de cal y de ternura.
“No podríamos negarnos a irnos para ningún lado, pero, bueno, tendrían que darnos un lugar –dice Diosfrenis. Yo no quisiera mudarme, si me dan una casa de oro no me gustaría irme de este lugar. Porque, mira, a él aquí lo conoce todo el mundo”, y señala a su hijo, de unos cincuenta años, que ha entrado a la zapatería minutos antes. El joven balbucea que es graduado de tabaquero y su padre me guiña el ojo derecho. Dos veces. Con fuerza.
Baja la escalera oxidada y sin pintar junto a sus perros Yanco y Niña, pasa los bajos de su zapatería y le dice a un hombre que recoja bien lo que supuestamente es el sótano, que también se deshaga de un somier recostado a una de las columnas. Sigue hacia el espacio donde se unen las calles Línea y 14, detrás de un muro liso, amarillento e insípido que se construyera durante una ofensiva contra el dengue. Se para entre la manzanilla y los guizasos, alejado de las plantas de tomate, ají, frutabomba y caña.
“Yo quiero repellar todo eso. Ponerle persianas a aquello ahí” –dice, y señala la pared lateral de la casa, ennegrecida por el moho y cuyo acabado comienza a desaparecer. “Una vez aquí se cogió una cosecha de mango lindísima. Pienso que un día el Estado cogerá esto aquí o…”
No termina la idea. La perra, enfurecida con el otro hombre, no deja de ladrar.
El dia que el gobierno se la pueda apropiar sera el museo loynaz y tendra jardin y todo lo demas
De qué viene este artículo? Q propone?