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Miriam Socarrás (La Habana, 1941) es uno de los rostros más emblemáticos de la escena artística cubana. Con una trayectoria que va desde sus primeros pasos en el teatro musical y catorce años de reinado en Tropicana, hasta su reciente consolidación en la pantalla chica, Socarrás ha sabido reinventarse sin perder jamás la autenticidad que la caracteriza.
Además de su sólida carrera en el cine cubano como actriz de reparto —donde a menudo se la llamó “la emperatriz de los papeles secundarios”—, ella es mucho más que un título: sus personajes, por pequeños que fueran, siempre aportaron color y profundidad. Su papel en O Último Azul, ganadora Oso de Plata en la reciente edición de la Berlinale, y su versatilidad al frente al gustado espacio televisivo Ruta 10, donde llega a públicos de todas las edades, demuestran su incesante capacidad de adaptación y su amor por el oficio.
En entrevista con OnCuba, Miriam Socarrás se abre como pocas veces para hablarnos de sus secretos de reinvención, de sus raíces más íntimas y de su vínculo con las nuevas generaciones.
¿Qué papel jugó el teatro musical de La Habana en tu carrera?
Mi formación el teatro musical me permitió incursionar en el cine, algo que siempre resulta muy atractivo para cualquier actor o actriz. Pronto empecé a hacer pequeñas apariciones en películas, como en Papeles son papeles, dirigida por Fausto Canel. Recuerdo una escena en el cabaret Salón Rojo del Capri junto a René de la Cruz, un actor ya reconocido en ese entonces. Aunque no tenía diálogo, aparecí en una foto publicada en Granma, el periódico más importante del momento, al lado de René. Para mí, eso fue un logro significativo.
Así fue como el mundo del cine comenzó a abrirse para mí, siempre con pequeños papeles, pero constantes. Participé en un cortometraje sobre Los Zafiros y en otro sobre René Portocarrero. Estaba muy activa en el cine, ya fuera en largometrajes, cortos o documentales de la época. También trabajé como modelo de modas y, un poco más adelante, como presentadora. Todo esto formaba parte de mi proceso de formación, desarrollo y toma de riesgos.
Cuando somos jóvenes, somos osados y no tememos al ridículo ni a equivocarnos; tenemos una energía positiva que nos impulsa a aceptar cualquier desafío o, al menos, intentarlo. Esa fue una etapa hermosa e inolvidable en mi vida: mis primeros pasos en el teatro musical, conocer a personas que admiraba y que veía solo por televisión, como Miriam Blanco y Yolanda Brito, quienes se convirtieron en amigas. Aunque eran contemporáneas, quizás uno o dos años mayores, para mí era fabuloso compartir con ellas. También conocí a Alfonso Arau, muy conocido por sus apariciones en el Canal 4. Fue, sin duda, una etapa hermosa y realmente inolvidable.
Catorce años en el cabaret Tropicana. ¿Qué recuerdos te dejó esa etapa y cómo se refleja en tu forma de trabajar hoy día?
Tropicana llegó a mi vida de forma casual. La presentadora anterior se casó con un mexicano y se fue a vivir a México. Entonces, Tomás Morales Villena me propuso sustituirla durante sus vacaciones. Acepté sin pensarlo mucho, simplemente por ayudar, sin imaginar que aquello marcaría el inicio de una larga etapa. Me propusieron quedarme de manera fija y no lo dudé: acepté enseguida.
Al final, me quedé. Catorce años. Una etapa intensa, fecunda, que me permitió hacer la mayor cantidad de filmaciones cinematográficas de mi carrera. Tropicana fue una escuela de vida, de arte, de magia. Entré por casualidad, pero me quedé por vocación. Era un mundo distinto, fascinante, un universo paralelo que me mostró otra cara del espectáculo: la del cabaret. Un mundo en el que todo brillaba, desde el vestuario hasta las luces, pasando por los nombres que desfilaban por allí.
Yo siempre decía que, si tenía algún problema, Tropicana lo disolvía. Era un lugar de escape, de sueños, de encuentros insólitos. Podías estar en casa, agotada, y de pronto aparecer un amigo, una amiga, alguien con quien compartir una copa y una conversación antes de entrar al escenario.
Al principio me preguntaba cómo se podía uno acostumbrar a ese ritmo tan particular, tan nocturno. Pero lo hice. Me acostumbré y me apasioné. No hay nada que pinte mejor a una persona que ver cómo se desenvuelve en escena. El espectáculo, por muy grande que fuera, siempre giraba en función de quien lo protagonizara.
Había competencia, claro, pero también mucha camaradería. Los hombres casi siempre estaban acompañados por alguna mujer hermosa, y en el ambiente flotaba esa mezcla de tensión y encanto. Tropicana era, además, un punto de encuentro para personalidades de la cultura y la política. Por allí pasaron figuras inmensas.
No teníamos celulares ni cámaras como ahora. Todo pasaba en vivo, sin filtros, sin grabaciones. Hablábamos en inglés, en francés, en italiano, con lo poco que sabíamos y con mucha intuición. La seguridad era mínima, pero la emoción era máxima.
Era una vida emocional, luminosa. Me acostumbré a vivir de madrugada. Y si algún día terminaba todo eso, me iba a casa, me quitaba el maquillaje y dormía como si nada. Nunca tuve problemas con mi matrimonio. Fui una mujer fuerte, y mi trabajo, creo, contribuyó también a forjar esa imagen. Aunque fuera una iniciación a la distancia, Tropicana me marcó para siempre.
¿Quién te bautizó como la “emperatriz de los papeles secundarios”?
Paula Alí y yo fuimos a Santa Clara, a un evento relacionado con el cine, cuando recién comenzaba El Mejunje. Nos hospedamos en el Hotel Santa Clara Libre. Había un chico joven que estaba con nosotros, del grupo Korimakao. Fue él quien, de pronto, dijo: “Ella es la emperatriz de los papeles secundarios”.
A mí me dio mucha risa, porque cuando yo era joven había una mujer a la que llamaban la emperatriz del danzonete: Paulina Álvarez. “Danzonete, prueba y vete, yo quiero bailar contigo, al compás del danzonete…” —canta—. Creo que era esa. Ella era la emperatriz del danzonete, y yo terminé siendo la emperatriz, pero de los papeles secundarios, gracias a ese muchacho de Korimakao, Jordi.
¿Crees que eso ha limitado la percepción de tu talento o la ha encasillado de alguna forma?
Yo creo que sí estuve encasillada, viéndolo a la distancia. En el momento en que ocurrió, no tenía conciencia de eso. Era la “mulatica” simpática, bonita, y mis personajes siempre iban por esa línea: una putica, una chusma… Nunca eran personajes socialmente importantes. Lo tenía asumido así, pero repito: en ese momento no lo veía con claridad.
Mi mamá, por ejemplo, se molestó mucho cuando hice María Antonia, de Sergio Giral. Ya yo era una mujer mayor, incluso mi nieto había nacido: mi hijo tenía 16 años y yo 47 cuando nació el niño. En María Antonia tengo una escena haciendo el amor con Alexis Valdés, y mi mamá no quiso ver la película. Se irritó mucho. “No, no, eso no”, me decía. Yo trataba de explicarle: “Mami, no se ve nada…”. Pero ella respondía: “Lo que pasa es que a ti nunca te dan personajes `normales’. No eres una doctora, una maestra, una directora de empresa…”.
Y tenía razón. Siempre me daban personajes pequeñitos, de esa línea que mencioné antes. Hasta que un día me dieron, como diría mi madre, un personaje “normal”. Fue en Reina y Rey, una película que dirigió Julio García Espinosa, protagonizada por Consuelito Vidal. Yo interpretaba a una militar, de clase media. Mi mamá fue muy feliz con eso. Esa película me dio un premio compartido con Coralita Veloz por el rol secundario.
Ahora, viéndolo como si fuera la historia de otra persona, me doy cuenta de que sí, estuve encasillada en esos pequeños personajes. Las buenas oportunidades llegaban… y se iban. Hoy tengo la certeza de que las actrices negras y mulatas —sobre todo en televisión, más que en el cine— interpretan personajes muy diversos, de distintos estatus sociales. Y eso me hace muy feliz. En mi época no fue así. Aun así, no me creó una angustia. Solo ahora lo veo con perspectiva, como si fuera una película ajena. Como si contara la historia de otra mujer.

Al recibir un papel, ¿qué criterios son decisivos para que te sientas identificada o motivada a aceptarlo?
Mira, cuando me ofrecían uno —porque tengo que hablar en pasado, cuando aún se hacían tantas películas en Cuba— para mí era una alegría enorme poder hacer cine. “¡Qué bueno!”, pensaba. Yo no cuestionaba nada. Simplemente me alegraba: “¡Qué bueno, voy a hacer este personaje!”.
Siempre trataba, por mi parte, de que no se pareciera en nada al que había hecho en otra película. Aunque fueran personajes pequeños, intentaba darles un matiz distinto. Pero, claro, con los personajes pequeños pasa que los directores ya tienen una imagen muy definida de lo que quieren: “Va a ser esto”, y punto. Es decir, requerían muy poca elaboración.
A mí me gustan todos los personajes, aunque tengan solo dos bocadillos en escena, que tengan color, matices, una historia detrás. Que no sean simples adornos en la trama, sino seres humanos, con una emoción, una contradicción, algo que los vuelva memorables. Siempre he preferido eso: encontrar en lo pequeño una verdad, una chispa, un gesto que revele algo más profundo. Porque no importa el tamaño del papel, sino lo que logres transmitir con él.
¿Qué aspectos personales y de tu carácter se reflejan en la forma en que interpretas?
Lógicamente en los personajes aportamos mucho de nosotros mismos. En estos tiempos, ahora que ya soy mayor y estoy haciendo más televisión, me doy cuenta de que muchos de esos personajes me recuerdan a mi madre. A veces hago un gesto con las manos, o me siento de cierta manera, y sé que estoy evocándola a ella. Es algo muy natural, casi inconsciente. La verdad es que, en los personajes que he interpretado en los últimos veinte años, hay mucho de mi mamá.
¿Cómo defines tu trayectoria en el cine cubano? ¿Te sientes satisfecha con todo lo logrado?
En el momento en que ocurrió, en el momento en que lo viví, fui muy feliz. Cuando hicimos Patakín con Manuel Octavio Gómez, la disfruté a plenitud. Imagínate tú, hacer una comedia musical en cine… El público lo agradeció muchísimo, aunque la crítica fue muy cruel. Pero yo fui tan feliz haciéndola… Y no solo yo, creo que todos los que participamos en ese proyecto lo disfrutamos intensamente. Hacer teatro musical en un país como Cuba, que es profundamente musical, es una dicha.
Disfruté mucho todo lo que hice en el cine. Para mí cada paso era un logro, un escalón que subía. Hay que tener en cuenta que yo no me gradué de ninguna escuela formal. Recibí talleres en el Teatro Musical, con Rodolfo Valencia, con Humberto Arenal… No soy empírica, porque sí tuve formación, pero no tenía un título como las actrices de ahora. Ellas tienen muchas herramientas. Esta generación me gusta, porque tienen armas para defenderse, para lograr sus objetivos, para enfrentarse a los obstáculos con fuerza. Y yo no las tenía. Estaba… no desnuda, pero sí semidesnuda frente al mundo actoral.
Con el paso del tiempo, ¿crees que los papeles femeninos han evolucionado adecuadamente en el cine cubano? ¿Qué debería mejorar para reflejar la complejidad de la mujer actual?
Creo que tanto en el cine como en la televisión hay temas muy trillados, mientras otros que merecen atención no se están mostrando. Por ejemplo, la pérdida de los hijos que emigran en busca de una vida mejor, y cómo quedan los padres solos. Cuba es un país con un altísimo porcentaje de personas mayores de 60 años, y dentro de ese grupo hay muchas que viven en completa soledad. No sé el número exacto, pero hay una gran cantidad de ancianos abandonados, ya sea porque sus hijos no pueden hacerse cargo de ellos, porque viven fuera, o por múltiples razones.
Creo que eso no se está contando en el cine cubano: la soledad de los padres, esa angustia de no tener un hijo cerca. Hay quienes tienen tres hijos y ninguno vive en Cuba. Tengo una amiga así, sus tres hijos viven en el exterior. Son buenos hijos, la ayudan económicamente, pero ella está sola. Y eso duele.
Ese vacío forma parte de la realidad cubana, de esta sociedad envejecida. Tal vez no sea el momento para contarlo, porque el éxodo sigue siendo una realidad dolorosa, pero hay que hacerlo. Hay que mostrar esa otra cara: la de los viejos que nos quedamos, a la buena de Dios.
Llegaste a la televisión nacional con Doble juego en 2002, ¿fue un punto de inflexión en tu carrera?
Antes tuve un pequeño papel en una serie anterior, también dirigida por Rudy Mora. Creo que en aquel momento él estaba como probándome. Y después llegó ese personaje tan atractivo en Doble juego. Para mí fue un giro de 180 grados, me sentí muy feliz interpretándolo. Rudy es un director que me gusta mucho. Tiene una gran sensibilidad para entender que cada actor reacciona de forma distinta, y sabe cómo dirigirse a cada uno de manera adecuada, precisa, para obtener buenos resultados.
Trabajar con él ha sido siempre una experiencia muy grata. Doble juego marcó una nueva etapa en mi vida. Fue un personaje que me permitió crecer, que me dio visibilidad, y que además fue muy bien recibido por el público. Ese reconocimiento me trajo una felicidad inmensa, y también mucha sorpresa. Porque en la vida de los actores las cosas llegan así, de forma sorpresiva. No es algo que puedas planificar, porque las propuestas de trabajo vienen de los directores, no es uno quien escoge qué hacer. Y Doble juego fue una de esas sorpresas hermosas que me hizo muy feliz.
Hoy, mirando hacia atrás, me doy cuenta de lo afortunada que fui. A veces la vida te da momentos que no sabes cómo aprovechar hasta que llegan, pero al final, te transforman. Y ese personaje, ese proyecto, esa etapa, se quedaron conmigo para siempre.
Actualmente eres una de las conductoras de Ruta 10. ¿Qué ha significado para ti este espacio en términos de llegar a nuevas audiencias, y cómo ha influido en tu imagen pública?
Ruta 10 me ha permitido crecer profesionalmente. Es algo tan diferente a todo lo que he hecho… La televisión tiene un estilo más coloquial. La forma de comunicar es distinta. Tienes la cámara ahí frente a ti. Es otro mundo. Y tengo que agradecer a Ruta 10 por permitirme crecer profesionalmente. No es que haya logrado todo lo que quería, sino que cada día voy logrando paso a paso más seguridad y tranquilidad en lo que hago, en lo que digo.
Me gusta preguntarle a Odalys Torres y a Jennifer Zubizarreta si estuve bien, si fue correcto lo que hice. Ellas me han permitido mostrarme como soy, con mi léxico, mi forma de expresarme. Yo no sé hablar como una periodista. Puedo hacerlo si interpreto un personaje en una telenovela o una película, pero no hablo así en mi vida cotidiana. Es un léxico que no domino. Yo hablo como Miriam Socarrás, como una mujer de 84 años. Entonces, ellas me han permitido desde el principio entrevistar de esta manera, tan coloquial, como si estuviera en mi casa conversando con un amigo. A veces me pongo nerviosa, pero creo que se necesita para estar alerta, como con un sexto sentido.
Y esto de llegar a otro público me ha sorprendido y me llena de felicidad. Siempre digo que uno trabaja para el público, no para uno mismo. Que la gente valore lo que haces es el mejor premio que un artista puede recibir. Ruta 10 se ha convertido en algo muy cercano para el público.
He conectado especialmente con el público de mi generación, con las personas mayores, y eso es algo muy bonito. En ellos veo reflejada, de alguna forma, mi propia historia. También con los más jóvenes, con los niños… Esas emociones son nuevas para mí. ¡Nunca antes me habían hecho sentir tan querida! También me comentan lo bueno que es el programa, y algunos incluso se lamentan de que no lo repiten por la tarde.
A Ruta 10 le voy a agradecer estos tres años de crecimiento, porque he crecido. Y cada día siento que puedo seguir logrando más, mejorar en todo lo que me proponga en este trabajo.
Habiendo trabajado en el medio artístico desde hace más de seis décadas, ¿cómo has enfrentado los cambios personales y profesionales que trae consigo el envejecimiento?
Envejecer en el mundo del arte es casi algo prohibido. No puedes envejecer. Yo, personalmente, le agradezco a los genes y a Dios el haber llegado a los 80 años con claridad intelectual, porque no todo el mundo lo logra. Me dejé las canas a los 61 años y muchas actrices me decían: “Ay, ¿por qué te dejaste las canas?”. Pero la verdad es que las canas no me dan más años. Tengo la misma edad con canas o sin canas. Los 61 años son los mismos, ya sea con el pelo teñido o sin teñir, y a mí me gustan mucho las canas, así que decidí dejármelas. Es curioso, porque muchas actrices, incluso a los 80 años, siguen con el cabello teñido de negro, castaño o rubio, y le tienen pavor a las canas.
Envejecer es algo que hay que asumir con inteligencia. Por ejemplo, yo misma me auto jubilé de Tropicana. Nadie me dijo “estás vieja” o “estás gorda”. Yo decidí jubilarme de Tropicana. Porque recibir ese tipo de comentarios es algo muy duro, muy triste, y sobre todo, muy injusto. Yo no quise esperar a que sucediera, así que me retiré por mi cuenta.
En ese momento, estaba tocando el cielo emocionalmente. Era una mujer enamorada y muy feliz. Así que me jubilé de Tropicana y sentí un vacío total, pero al mismo tiempo, estaba feliz porque vivía una etapa hermosa de mi vida. Sentía la ausencia de Tropicana, pero estaba tan feliz que, de repente, llegó la telenovela Destino prohibido, justo cuando me acababa de jubilar. Y ahí hubo un cambio total en mi vida.

La sinceridad y autenticidad son rasgos que siempre destacan en ti. ¿Cómo se vinculan estos valores con la calidad de la actuación?
No creo que se vinculen… Yo creo que ser una persona auténtica se refleja en todos los momentos de la vida. Y yo soy siempre la misma persona. En cualquier momento que me encuentres, seré sincera, transparente, siempre. Claro, están los personajes que uno interpreta. Si tienes que mostrar algo, ahí lo tienes, lo puedes tomar, pero en tu zona importante lo tienes guardado. Como persona, me hace muy feliz ser así. Me permite dormir igual a las 3 de la tarde que a las 6, cuando me acuesto a dormir una siesta. Tengo el alma limpia, pura. La sinceridad y ser auténtica son cosas que te hacen muy feliz.
¿Cuáles son tus secretos o rutinas diarias que te ayudan a mantener esa esa imagen tan jovial que proyectas?
Mi secreto es mi propia rutina diaria. Tener amistades jóvenes es fundamental. Hablamos de todo, como si yo tuviera la edad de ellos. Si no tuviera amigos jóvenes, sería una persona un poquito triste. Porque cuando hablo con mi generación, inevitablemente terminamos en los mismos temas: “el hijo que se marchó”, “el hijo que no llamó”, “me duele la rodilla derecha”, “me duele el hombro izquierdo”. Aunque seamos actores, aunque estemos en el mundo del arte, es difícil escapar de eso. Tengo una amiga que es poeta y escritora, otra que es actriz. Cuando hablamos, siempre aparecen las pérdidas, las enfermedades: “se murió Fulano”, “Mengano está enfermo”.
Entonces, para tener un equilibrio, ha salido en mí de forma espontánea esta necesidad de tener amigos jóvenes. ¿Por qué? Porque trabajé catorce años en Tropicana con personas 20 años más jóvenes. Yo empecé allí con 41 años, y todas las muchachas tenían 20, 18 años. Estar en Tropicana quizá fue el leitmotiv que me hizo desarrollar esa necesidad de amistades jóvenes. Para mí es una necesidad real y me permite ser más optimista ante la vida.

Recientemente tuviste la oportunidad de asistir a la Berlinale por tu participación en la película O Último Azul. ¿Era este un anhelo para ti?
Nunca fue un anhelo concreto, pero sí un sueño silencioso, de esos que uno guarda muy dentro, sin saber si alguna vez se harán realidad.
Cuando recibí la noticia de que O Último Azul había sido nominada al Oso de Oro, sentí una alegría inmensa. Es un honor que una película en la que participé sea reconocida en un evento tan prestigioso como la Berlinale. Pero lo que nunca imaginé fue que yo también estaría allí, representando a Cuba en uno de los escenarios más importantes del cine mundial.
Cuando me confirmaron que viajaría al festival, no podía creerlo. Fue como si la vida me hubiese guardado un regalo silencioso, esperando el momento exacto para dármelo. A mi edad, uno piensa que ya vivió lo que tenía que vivir, que los grandes momentos ya pasaron. Y de pronto, sucede esto. No solo es una alegría personal, sino también un orgullo enorme. Representar al cine cubano en un espacio como ese… no tiene precio.
Yo soy cubana como las palmas, aunque no tomo café. Llevo en mí la esencia de esta tierra: sus acentos, su humor, su terquedad hermosa. Ser cubana es un sentimiento que me atraviesa de punta a punta, y saber que mi participación en esta película llevó un pedacito de Cuba a la Berlinale me llena de emoción y de gratitud.
Nunca antes había tenido esta oportunidad. Es como una pequeña herida que, aunque cicatriza, nunca se olvida. Pero como buena cubana, me lo tomo con humor. Porque a estas alturas, pocas cosas me afectan de verdad. He vivido mucho, he trabajado mucho… he soñado mucho también. Para mí, lo más importante es el respeto y la admiración del público, y eso lo tengo de sobra. Me divierte cuando la gente me reconoce en la calle, me dice cosas bonitas, se quiere hacer una foto. Sobre todo, los jóvenes. Ese es el público cubano: sincero, directo, crítico. Si algo les gusta, te lo dicen; si no, también. Y por eso los quiero tanto.
Cuando era una muchachita, soñaba con ser azafata. Me fascinaba la idea de volar, de ver el mundo. Pero no me dejaron, por la estatura. Entonces me fui al teatro, al arte. Y a pesar de todo, viajé. Viajé mucho. A veces por trabajo, a veces por invitaciones personales. Siempre digo que viajar es, fue y será uno de los mayores placeres de mi vida.
Y ahora, en esta etapa, cuando ya nadie espera nada de ti, cuando se supone que solo debes recordar lo vivido, aparece una película, una nominación, un viaje, una alfombra roja en Berlín… ¿cómo no voy a sentirme feliz?
No tengo grandes lujos, ni una carrera desbordada de premios. Soy una actriz secundaria, una mujer de teatro. Pero estas cosas… estos regalos inesperados… me compensan. Me abrazan el alma. Me recuerdan que todavía estoy viva, todavía tengo algo que decir, algo que ofrecer. Y eso, créeme, es lo más hermoso que me ha pasado en mucho tiempo.
¿Has encontrado tu trabajo una forma de terapia o autoexpresión personal en momentos difíciles?
Yo creo que a todos los artistas nos pasa igual, o a todas las personas que aman la profesión que ejercen. Los problemas cotidianos —sobre todo para las mujeres, para las amas de casa— nos alteran un poco. Pero cuando yo me visto y me maquillo para trabajar, me olvido de todo. El trabajo es la mejor terapia. Te ayuda a evadir todas las angustias del día a día: si hay pan, si no hay pan, si hay leche, si no hay leche, si hay agua, si hay electricidad… Todo eso se me borra.
Cuando estás en lo tuyo, si los zapatos te aprietan ni te das cuenta. Si tienes hambre, no la sientes. Solo cuando sales del estudio piensas: “¡Ay, cómo me duelen los pies! ¡Ay, qué hambre tengo!”. Es algo increíble, mágico. Para los artistas, no hay mejor terapia que trabajar.

¿Qué mensaje les darías a los jóvenes que aspiran a tener una carrera en el arte, a partir de tu extensa experiencia y trayectoria?
Uno de los mayores errores que cometen muchos jóvenes artistas hoy es no valorar lo que ocurrió hace 30, 40 años. No recurren a esa memoria artística. Si les mencionas una película de hace dos décadas, una obra de teatro que fue un suceso, con grandes actores, te miran como si les hablaras en otro idioma. Y eso, sinceramente, me preocupa.
Les diría que el pasado no se puede ignorar. Es como una raíz: si no sabes de dónde vienes, si no conoces quiénes estuvieron antes, qué hicieron, cómo lo hicieron, te falta una base sólida. No se trata de quedarse anclado en el ayer, sino de entender que lo que hoy tenemos fue construido por otros, paso a paso. El arte se enriquece cuando hay continuidad, cuando se reconoce y se respeta a quienes nos antecedieron.
Entender eso no solo es un acto de respeto, es también una fuente inmensa de aprendizaje e inspiración. Así que mi mensaje para ellos sería ese: miren hacia atrás con curiosidad, con humildad y con ganas de aprender. Porque solo así se puede crecer con solidez.
¿Ves a Miriam Socarrás en alguna actriz de la nueva generación?
Sí, en Yeissy Subiaur. La vi por primera vez en la puesta en escena de Yarini, una obra hermosísima. En esa versión, todas las que hacían de pueblo, de prostitutas, eran blancas o trigueñas, todas bajitas. De pronto apareció una mulata muy alta, Yeissy, y también una muchacha negra. Sobresalían muchísimo. Es que esta generación salió muy bajita. Hay una generación de personas muy pequeñas de estatura, y eso nunca se comenta. Pero no son bajitas por gusto: son producto del postperíodo especial, aunque de eso no se hable.
Volviendo a Yarini, esa muchacha mulata —Yeissy— en ese momento no sentí que se pareciera a mí, pero me encantó. Era muy sensual, muy llamativa, y sobre todo muy alta. Las demás eran blancas, bajitas, todas parecidas entre sí. Después descubrí que era la misma chica de la telenovela que acababa de terminar, Renacer. Me gustó tanto su trabajo que la busqué por redes sociales y me comuniqué con ella. No nos conocemos en persona todavía, pero la he seguido, y hay algo en ella que me recuerda a Miriam Socarrás… solo que con muchas más armas.
¿Qué te falta por hacer?
Me falta por hacer algo que creo que, por el camino que voy, no voy a lograr. Y es un monólogo. Un monólogo que alguien me escribiera a mi antojo. Ese alguien sería mi amigo Joaquín Cuartas. Fui un día a su casa, hablamos… pero no me lo ha hecho. Joaquín me conoce desde que éramos nada. Yo era oficinista también. Nos conocemos desde hace más de sesenta años.
Me gustaría que él me escribiera ese monólogo. Es un personaje que tengo en la cabeza desde hace mucho tiempo. Lo llevo en la mente y en el corazón. Si yo tuviera talento para escribir, ya lo habría hecho, porque sé exactamente lo que quiero. Pero un monólogo es algo muy difícil para un actor o una actriz. Justamente por eso me parece tan importante. Y yo quisiera hacer uno antes de despedirme de este planeta. Es algo que tengo ahí, como una espinita.
Debería volver a ponerme las pilas y animar a Joaquín a que me lo escriba. Porque eso es lo que me queda pendiente. He trabajado hasta en el circo, como presentadora, tres meses con el gran circo soviético. He estado en el Amadeo Roldán también, presentando. Creo que he hecho casi todo lo que se puede hacer en el arte. Así que sí, lo que me falta es un monólogo.
Vamos a ver si me embullo. O si logro embullar a Joaquín.
¿Qué significa para ti la reinvención personal y cómo ha sido clave en la continuidad de tu carrera a lo largo de los años?
Para mí, la reinvención personal ha sido una forma de seguir viva. No solo como actriz, sino como mujer, como ser humano. He tenido que reinventarme a menudo, a veces sin darme cuenta, como cuando el trabajo me salvaba de los problemas cotidianos.
También he aprendido que uno se reinventa cuando acepta los cambios con dignidad. Cuando entiende que la edad no es un límite, sino una etapa con nuevas posibilidades. Nunca fui una actriz llena de premios ni de papeles protagónicos, pero siempre he estado, siempre he trabajado. Y eso también es reinvención: mantenerse. Seguir diciendo algo. Sentirse viva y útil, aunque el mundo crea que ya es hora de sentarse a recordar.
En este proceso, Ruta 10 ha sido una gran oportunidad para mi crecimiento profesional. Me ha permitido mostrarme tal cual soy, con mi forma de expresarme, y conectar con un público que no me conocía de antes. Y eso también es parte de la reinvención: continuar creciendo, mejorar lo que hago y ser fiel a lo que soy.
La continuidad de mi carrera no se debe a un gran plan, sino a esa terquedad hermosa que tenemos los cubanos. A la capacidad de adaptarnos, de volver a empezar, de tomar lo que la vida nos da —aunque llegue tarde— y agradecerlo. Como este viaje a Berlín, como ver a una joven actriz que me recuerda a mí y sentir que algo mío sigue vivo ahí. Eso también es una forma de reinventarse: dejar huellas, sembrar en otros. Porque, al final, reinventarse no es otra cosa que encontrar nuevas formas de decir “sigo aquí”.

Miriam en un suspiro
Para cerrar nuestra conversación, quiero pedirte que te concentres en los pequeños detalles, esos que a veces se nos escapan pero que tienen un gran significado. Así, de manera sencilla pero profunda, descubrimos qué significa para ti cada uno de ellos.
Tu mamá…
Mi madre es todo para mí. Siento que siempre está a mi lado, porque todo lo que soy y todo lo que hago es gracias a ella. Tuve la dicha de tenerla hasta sus 95 años, con una excelente calidad de vida. Mi madre está siempre presente en mí, en los personajes que interpreto, en mi vida.
Calle Chacón…
Mis raíces. Esa terraza enorme donde soñé tantas cosas bonitas que se hicieron realidad. Me hacía fotos sentada en el muro, como si fuera una modelo. Tenía unas zapatillas de punta y caminaba por toda la terraza con ellas, como si fuera Sonia Calero. Todo lo que anhelé, lo que soñé ahí, se hizo realidad. Esos fueron mis primeros sueños, que, por suerte, se hicieron realidad, allí en Chacón, entre Habana y Aguiar.
Tropicana…
Me cambió la vida, totalmente.
Alfonso Arau…
Me permitió convertir mis sueños en realidad.
Carmela…
¡Ay, Carmela! Mi personaje de Vuelve a mirar es muy importante para mí.
Una taza de té…
Me gusta tomar té, me encanta. Es un momento de calma en mi día.
Los amigos…
Son un regalo de la vida, siempre son una fuente de apoyo y amor.
O Último Azul…
Es un proyecto que valoro profundamente, porque me permitió formar parte de una historia poderosa.
Cuba…
Mi tierra, mi corazón, mi todo.
La vida…
Un viaje impredecible, siempre llena de sorpresas y aprendizajes.