El espectáculo teatral, así como el arte de sus creadores, conforman el patrimonio inmaterial de una nación, de una cultura.
Patrimonio inmaterial porque lo que conocemos como el hecho teatral solo tiene lugar cuando se produce el intercambio de energías entre la escena y su audiencia. Es efímero e irrepetible como la vida.
A diferencia del cine, del resto de los audiovisuales que se graban y después se reproducen, y aun cuando esos audiovisuales se transmitieran en vivo, el teatro les lleva ventaja, tiene otra naturaleza, es inconcebible sin, al menos, un espectador. El teatro es un hecho vivo.
Tal circunstancia pone de relieve el enorme valor que alcanzan las memorias, los saberes técnicos, la experiencia profesional de cualquiera de sus artistas de mérito. Sobre todo, si se trata de un intérprete: ese ser especial que nos traslada de manera vívida sentimientos y emociones y consigue el diálogo del espectador con lo que sucede en la escena de una forma absolutamente extraordinaria.
Más aún si ese intérprete es un ente de fábula que se nombra Verónica Lynn (Premio Nacional de Teatro 2003; Premio Nacional de Televisión 2006), con siete décadas de vida dedicada a la escena en los diversos medios: teatro, televisión y cine.
La 33.ª edición de la Feria Internacional del Libro nos trae entre sus novedades el título Verónica Lynn: una vida en el arte, publicado por Ediciones En vivo, la necesaria casa editorial del Instituto de Información y Comunicación Social que celebra este 2025 sus primeros quince años de labor.
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Se trata de un volumen que contiene una valiosa, variada y completa información sobre esta importante figura de la cultura cubana a partir de la concepción de su estructura y de la selección de materiales realizados por su autora, la Dra. Yana Elsa Brugal, con la colaboración de la Licenciada Yanary González, integrantes ambas del Área de Investigaciones del Consejo Nacional de las Artes Escénicas del Ministerio de Cultura.
Está organizado en siete apartados y tres de ellos nos permiten dialogar —desde su lectura— con las opiniones y conocimientos de la actriz. En este caso me refiero a los capítulos iniciales: “Morfología de una época” e “Intervenciones”, así como a “Entrevistas” que recoge fragmentos de una decena de ellas.
“Morfología…” es un espacio de lujo. Nos brinda parte del trabajo de diploma presentado por Verónica a la Facultad de Arte Teatral del Instituto Superior de Arte (ISA) en el ejercicio de obtención del título de licenciada en Teatrología, en 1990, bajo el título Teatro cubano de la década del 60: crónica personal de Verónica Lynn. Es un discurso revisado y ampliado por la actriz para esta entrega.
El segundo nos ofrece una selección de las participaciones de la actriz en las ediciones del seminario-laboratorio “Stanislavski siempre”, fundado en 2004 por la autora del libro en cuestión, y del cual Verónica formó parte.
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Otras de las secciones son “Testimonios”, donde encontramos las valoraciones de colegas cercanos como los reconocidos actores Carlos Pérez Peña, Fernando Hechevarría, Héctor Noas y los cineastas Fernando Pérez y Alejandro Gil; “Reflexiones”, que resulta una selección estricta de artículos sobre la artista; “Trayectoria artística”, de alto interés y utilidad para instituciones afines, investigadores, profesionales de la comunicación social y estudiantes y que documenta la increíblemente intensa labor profesional de la actriz, y cierran el volumen los apartados que muestran los reconocimientos que honran tan hermosa carrera —“Galardones”— y el testimonio gráfico de la misma: “Álbum de fotografías”.
En el Prólogo, su autora destaca un tema sustancial en la vida profesional de Verónica Lynn, íntimamente ligado a sus resultados de excelencia; me refiero al método de trabajo empleado y desarrollado por la actriz y pedagoga, quien declara tener por guía el sistema creado por el gran maestro ruso Konstantín Stanislavski, también llamado Método Stanislavski a nivel internacional.
Tal definición, que al inicio de la segunda mitad del pasado siglo hubiera resultado de avant garde, puede resultar en los tiempos actuales una herejía cuando constantemente se trata falsamente de “estar al día” en un ámbito regido por la ausencia de una real sistematización de los conocimientos donde Stanislavski y sus descubrimientos parecen un tema pasado de moda.
“No podemos ignorar su labor; de él parte todo. Soy de la opinión, insisto, de que el actor y el director deben partir del conocimiento de Stanislavski para la transposición del material dramático en puesta en escena y para que el trabajo del actor sea orgánico y creíble; más allá de la poética utilizada para el espectáculo”. Resume la actriz en una de sus páginas.
El gran actor, director, pedagogo e investigador ruso Konstantín Stanislavski (1863-1938) estableció un conjunto de pilares para facilitar el trabajo orgánico del actor y llegar a conseguir la credibilidad del público tal y como si no hubiese diferencias entre el artista que interpreta y el personaje interpretado.
A esta serie de recursos, entre los que destacan la memoria emotiva, la cadena de acciones físicas, el “sí” mágico, Stanislavski les llamó método; no obstante, para Verónica constituyen, en conjunto, un sistema: el sistema esencial de trabajo que hace de la actuación un arte.
En efecto, ocho años después de su inicio en las tablas, la actriz conoció el método del maestro ruso de manos del actor, director y pedagogo cubano Adolfo de Luis, figura ya destacada desde el final de la década del cuarenta del pasado siglo, quien entró en contacto con estos saberes en las academias teatrales neoyorkinas de los cincuenta, donde Stanislavski se convirtió en leyenda tras la gira del Teatro de Arte de Moscú a los Estados Unidos en 1923. De Luis era famoso en La Habana de inicio de los sesenta por las clases que impartía a los integrantes de su grupo teatral, el grupo Milanés, y a colegas de otras agrupaciones interesados en el asunto.
Bajo su dirección, Verónica interpretó el personaje que la inscribiría para siempre en la historia contemporánea del teatro cubano: la Camila creada por José Ramón Brene para su obra Santa Camila de La Habana Vieja.
Su inteligencia y su instinto actoral le permitieron emplear los recursos que De Luis había puesto a su disposición y trabajar el personaje —diametralmente opuesto a su procedencia social y valores culturales— de manera esencial, de adentro hacia afuera, buscando sus reales intereses y objetivos, sus contradicciones. Mediante los recursos stanislavskianos logró una criatura inmensa y conmovedora, una heroína trágica en la clave popular de nuestra cultura. No habría mejor prueba que aquel resultado logrado a base de técnica y sensibilidad.
Por ello, el título del libro al cual me refiero en estas páginas parafrasea el de uno de los principales textos escritos por el artista ruso: Mi vida en el arte. Creo que es el mejor homenaje que los actores cubanos han rendido a los indiscutibles aportes del teatro ruso a la escena occidental y, en particular, a la concepción del trabajo del actor como un arte, no como el resultado de ciertos talentos y habilidades o de un rapto de inspiración, sino como un ejercicio delicado que se atiene a determinados conocimientos y prácticas a la vez que demanda disciplina y dedicación.
Resulta un privilegio pasar de conocer los eventos que conforman el trayecto de un artista singular y poder adentrarse en las entretelas de su oficio: los conceptos que integran su credo profesional, las técnicas que sustentan su preparación y los procedimientos que le han sido de utilidad en su quehacer; especialmente aquellos que consiguen que, en tanto público, seamos testigos una y otra vez de esa maravilla que es el acto de creación.