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A mediados de los años 80 (años 84, 85, 86) Tomasita Quiala y yo éramos la pareja de repentistas más joven de Palmas y cañas, el programa de televisión más famoso de Cuba en torno al repentismo. Tomasita Quiala y yo comenzamos a ser pareja artística cuando yo era adolescente (16 años) y ella tenía solo 20.
Estoy intentando hacer memoria, en vano, de cuándo, dónde y cómo nos conocimos. No lo recuerdo. Es como si Tomasita siempre hubiera estado ahí. Solo sé que a los 16 años yo todas las semanas me hacía un largo viaje desde San Miguel del Padrón hasta el Reparto Siboney, en Playa —tres o cuatro guaguas, 17 kilómetros, dos o tres horas de camino—, para pasar los fines de semana en casa de Tomasita. Puedo decir que en esa etapa prácticamente “vivía allí”, si tenemos en cuenta que estudiaba becado en Batabanó, en el preuniversitario, de lunes a viernes y que los fines de semana me iba a Siboney a estar con ella, andar con ella, hablar con ella, improvisar con ella.
Eran muchos los carros que venían a recogernos a Siboney para llevarnos a guateques y ponernos a improvisar como a dos jóvenes gallos de pelea. Íbamos a Madruga, a Cayajabo, a Matanzas capital, a Güira de Melena, a La Lisa, a San Antonio de los Baños, San Antonio de Cabezas, Matanzas de nuevo, Canasí, Jaruco, La Ruda y San José.
Éramos amigos, muy amigos, nos decíamos y sentíamos hermanos. Compartíamos todo, como hermanos reales: la comida, la bebida, el sofá, las canturías, la música, las lecturas, hasta las películas. Me recuerdo, muy joven, sentado en la sala semivacía de su enorme casa, leyéndole libros y películas.
En Cuba, desde siempre, hemos tenido la buena costumbre de ver el cine en lenguaje original, subtitulado. Pero Tomasita Quiala nació ciega, invidente de nacimiento, por lo tanto, nunca ha podido ver la cara real de Robert Redford o de Marilyn Monroe, de Alain Delon o Brigitte Bardot, así que esos actores y actrices tienen en su memoria las caras que yo le describía.
Me recuerdo, muy joven, describiéndole perfiles, paisajes, escenas, y leyéndole y dramatizando los diálogos de los personajes. Eran las famosas “películas del sábado”, en la noche (los pocos sábados que no había guateque) o las películas de Tanda del domingo, cuando estábamos en casa.
También recuerdo largas horas de lectura. Yo, desde entonces, era escritor, sí, pero sobre todo era un lector empedernido de los clásicos. Así que no recuerdo exactamente cuántos, pero seguro que le leí a Tomasita fragmentos de los libros que me acompañaban en esa época: Las aventuras de Tom Sawyer y las de Huckleberry Finn, de Mark Twain, El Principito, de San Exupéry, o incluso, Un hombre de verdad, del soviético Boris Polevoy. Y seguramente, compartí con ella, no me cabe duda, otra de mis lecturas favoritas de la época: los poemas del Siglo de Oro, sonetos y décimas, letrillas, estancias, silvas, de Quevedo, Góngora, Calderón, sor Juana.
Seguramente alguna vez comparé a Tomasita con sor Juana, aunque no se lo dijera, para mis adentros. Conocer a aquella mujer, ya desde joven gruesa, de nacimiento ciega y, sobre todo, ya desde joven un fenómeno único de la improvisación poética, de la décima; conocer tan de cerca a una persona de memoria tan portentosa y de una personalidad tan arrolladora, debió ser algo turbador para el Alexis joven y sensible que yo era.
Su impacto en mí fue abrumador, hasta tal punto que los fines de semana me iba a su casa y no a ver a mi madre, que vivía más cerca y de la que ya estaba separado. Así descubrí, tempranamente, su barrio, que sería mi barrio cuarenta años después, Siboney-Flores, pero en el que nunca fuimos vecinos porque cuando yo llegué ella se había ido a vivir a Madruga, varias décadas antes.
Aquellos años, breves pero intensos, fueron una verdadera universidad de repentismo para mí. Tomasita no improvisaba: conversaba en versos, respiraba en versos. Su facilidad versificadora era tan apabullante para todo el mundo, que los colegas no teníamos más remedio que aplaudir y aceptar y aprender (los menos ególatras).
En el repentismo, en el punto guajiro de los años 80, existía Tomasita Quiala y los demás éramos áreas verdes. Sí, era una gran época. Eran los tiempos de Chanchito Pereira, de Ernestico Ramírez, de Tuto García, de Jesusito y Omar, de Candelita, pero no nos engañemos: llegó Tomasita y mandó a parar.
Chanchito era la excelencia naboriana; Ernestico era la exquisitez metafórica; Tuto García era la poesía sentenciosa y el líder familiar; Jesusito y Omar eran la excelencia mediática; Candelita era la gran voz y el carisma; pero Tomasita era la improvisación, sin más, la improvisación de décimas en un estado de pureza tal que los demás parecíamos sus aprendices. Muchos años después lo resumió magistralmente Luisito Quintana en una redondilla:
Nadie alardee de huella:
que sepa todo cubano
que todo el mundo es mediano
si se compara con ella.
Los versos en Tomasita Quiala fluían como si siempre hubieran estado ahí y ella los hubiera descubierto, como si los leyera en el aire en lugar de inventarlos: ella, una mujer ciega. Impresionaba mucho ver el espectáculo de una mujer ciega que leía poemas en el aire. Tomasita hablaba en décimas, no en versos octosílabos. Sus décimas eran un grupo de oraciones rimadas con perfecta distribución de los acentos y con una sintaxis prodigiosa. Yo, que venía improvisando y compartiendo con los mejores repentistas cubanos desde los cinco años (tenía entonces 15-16) nunca había visto nada igual.
Para que lo entiendan quienes no son repentistas: un repentista, cualquiera —Naborí, Chanchito, Justo Venga, Juan Antonio, Luis Quintana, yo— a la hora de decir-enunciar las décimas dice (decimos) lo que el lenguaje, la sintaxis, la estructura fija, la consonancia y la métrica nos deja decir, nos obliga a decir, usamos un “lenguaje pautado”. O sea, en el repentismo manda la lengua, siempre manda la lengua, aunque los propios repentistas pensemos lo contrario. En Tomasita no. En Tomasita manda ella.
Domeñar el lenguaje y que este esté al servicio del poeta, y no al revés, es la más difícil de las asignaturas en el repentismo. No importan los niveles de tropología, de metaforización, ni los filosofemas improvisados: decir lo que se quiere decir y no lo que la lengua y la estrofa quieren que digas es trabajo de Sísifo. Y en eso Tomasita Quiala ya era un portento con 19 o 20 años.
Yo la escuchaba, la estudiaba, la analizaba y aprendía, asombrándome. No importaba la técnica que empleara. Podía utilizar la clásica técnica del leixapren (tomar el verso 10c del contrario y responderlo); podía responder una primera redondilla; podía contestar un puente; podía utilizar la técnica de las riposta, o voltear la idea del otro, o la que era su preferida (creo): la velocidad desestabilizadora; daba igual. Desde la sílaba uno (v.1a) hasta la sílaba ochenta de su décima (v.10c) el discurso de Tomasita fluía con una inusitada rapidez y una coherencia incuestionable.
Entre los repentistas más rápidos de Cuba se coló Tomasita, rápidamente. Entró en el selecto grupo de los Jimi Hendrix de la décima guajira, de los Usaint Bolt del repentismo. En esos años se ha hablado siempre de la velocidad de los grandes maestros: Sosa Curbelo, Gerardo Inda y Candelita, por ejemplo. Pero también en este parámetro llegó Tomasita y mandó a parar. Su velocidad improvisando no era tan solo velocidad enunciativa, como muchos creían. Era inmediatez + velocidad de respuesta; era velocidad de asociación de ideas + velocidad enunciativa; era hurto legítimo (y limpio) del tiempo de elaboración ajeno.
Improvisar con Tomasita Quiala era (es) un deporte de alto riesgo, porque a la calidad de sus décimas improvisadas y su carisma, había (hay) que sumar el tiempo de elaboración que ella escamoteaba con su velocidad y su ritmo constante. Este es otro punto: el ritmo constante.
En una controversia un repentista común cambia de ritmo varias veces. Ora rápido, ora lento, ora más rápido, ora más lento. Pero Tomasita, cuando ponía velocidad crucero, tenía como se dice en meteorología, “rachas sostenidas de varias décimas por hora”, o “versos por segundo”. Por eso impresionaba al público y por eso preocupaba a los rivales.
Improvisar con Tomasita Quiala, repito, era un deporte de alto riesgo. Reconozco que a mí desde muy joven me ha gustado el vértigo, me encanta esa sensación de peligro, de evidente fragilidad y exposición ante el abismo. Por eso hicimos tan buena pareja, por eso improvisamos tan bien y tanto.
Improvisar con ella asomarse al vacío sin arneses, confiando en que sabrás caer, o, por lo menos, planear con estilo.
El público, simplemente, la amaba
Es con Tomasita Quiala con el único artista del repentismo cubano que he visto surgir, legítima y espontáneamente, el “fenómeno fans” tal como se conoce ahora, o mejor, el fenómeno grupie. Sé que hay algunos grupos de fans de repentistas en Facebook (fans de Leandro Camargo, de Luis Quintana, de Juan Antonio Díaz), pero son fenómenos recientes y con la antinatural huella de la cibermedia, no algo “orgánico, analógico”).
Pero en el punto guajiro de los años 80 no tenía grupies nadie. Ni Omar ni Jesusito ni Chanchito ni Tuto ni Ernestico, por citar solo algunos de los más populares y de los mejores (muchos menos los entonces jóvenes). Tenían admiradores, eso sí. Incluso, admiradores incondicionales. Pero Tomasita tenía admiradores incondicionales, como los demás, y auténticos fans y, además, grupies.
Los grupies de Tomasita se repartían por Matanzas, Madruga, La Lisa, Cabezas. Güira, Güines, Perico. Y tenía carros para recogerla, casas para hospedarla, comida para alimentarla (a ella, a su madre-lazarillo, Reina Rojas, e incluso a su nuevo “hermano”, un jovencísimo Alexis Díaz-Pimienta).
Así fue como conocí y conviví con la familia de Martos Lorenzo, en Matanzas; con la de Nicanor López, en Peñas Altas (también Matanzas); con la de Barbarita (la Chiquitica), en Cabezas; con la de María Julia en la Ruda y con otras (en Perico, en Colón, en Madruga). Tomasita Quiala abría tímpanos, corazones y casas con sus décimas, con sus “espectáculos unipersonales” aunque compartiera escenario con otros.
Su público no la admiraba, la amaba (como pasa con los grupies de los artistas pop o de las rockstars). Tomasita Quiala era al repentismo cubano de los años 80 lo que Madonna o Michael Jackson al pop-rock, lo que Bob Dylan a la canción de autor, lo que Shakira al pop actual entre los jóvenes. Era una ídolo, una artista admirada-querida-respetada-mimada. Y no era, como pensaban y decían algunos maldicientes, por negra, por mujer, por ciega. Negros repentistas había más: mi hermano Marcelo y yo, Emiliano Sardiñas, Guambán, Rafael García, Lazarito González, Miguelito Herrera, Pablo Cassola; mujeres repentistas había más: Vitalia Figueroa, Ofelia Núñez, Mima (la de Mima y Pipo, la madre de Albita), Madeline García; ciegos repentistas ha habido muchos (Naborí en sus últimos años, Santos Rubio y Dángelo Guerra, en Chile, el ciego de Almería, en Almería. Pero mujer-negra-repentista-ciega solo una, dirán, una frase inexacta (que a veces escondía mala fe o simple “inobservancia”).
Mucho mejor era decir: mujer-negra-ciega-enorme-repentista-genio, una improvisadora sin límites. Había una sola: ella. Porque una de las virtudes más impresionantes de Tomasita Quiala es su falta de límites, su talento sin límites. Yo la vi y la oí, en nuestros largos fines del semana en Siboney, improvisando décimas, sí, pero también romances, sonetos, versos libres.
Si algo era evidente en Tomasita (concentración + disciplina + voluntad mediante) era su inteligencia natural y su capacidad de aprendizaje ilimitado. Si yo le hablaba y le enseñaba o le descubría lo que era un haiku, ella escuchaba dos o tres ejemplos y comenzaba a escribir en el aire haikus de una perfección muy nipona. Si yo le hablaba y le enseñaba o le descubría el verso alejandrino, con muy pocos ejemplos, ella se mudaba a la Francia simbolista, o a Nicaragua, para convivir en perfecta armonía con el Rubén Darío de la Sonatina.
Esa capacidad de aprendizaje y de mimetismo estético, era asombrosa y única, sin duda alguna, y a mí me emocionaba y subyugaba. Y al público en general también, sobre todo a sus admiradores más cercanos, sus grupies oficiales: Barbarita, María Julia, Martos y sus hijos, Nicanor y su familia toda, yo mismo. Grupies que con los años fueron más y se internacionalizaron en cuanto comenzó a vencer a uno de sus reconocidos enemigos, los aviones.
Así, a partir de mediados de los años 90 los grupies de Tomasita proliferaron en Canarias (donde más, donde primero, donde ocurrió de forma más intensa y rápida, hasta ganarse el epíteto de La novia de Canarias), en Chile (Casablanca, sobre todo), en México, en Puerto Rico, en Colombia (Medellín, sobre todo), en “la Península” española (Murcia, Cartagena, La Alpujarra).
Dondequiera que Tomasita Quiala llegaba, y hay testigo, plantaba su bandera de fenómena; pero no por “mujer-negra-repentista-ciega”, sino por ser una genio repentista, además de mujer-negra-ciega, que no dejaba de serlo, sí, un rara avis, un caso excepcional, en un mundillo dominado durante siglos por hombre blancos con vista, aunque no necesariamente “videntes”.
También en otros sitios y países tan distintos Tomasita Quiala generó, espontáneamente, grupies, cada vez más numerosos y legítimos. El público la amaba. La admiraba. La aplaudía de pie “a estadios llenos”, que es el equivalente proporcional a lo que sucedía con ella, de un arte tan minoritario como desfavorecido.
Yo improvisé en la boda de Tomasita Quiala
No recuerdo en qué año Tomasita Quiala se casó con José Antonio, su novio madruguero, el padre de su hijo. Pero sí recuerdo que aquel día dos jóvenes repentistas, Juan Antonio y yo, nos trepamos en un camión de carga con decenas de pasajeros desconocidos y viajamos hasta Madruga para improvisarle a los novios.
Creo recordar que fuimos los únicos “poetas profesionales” que asistimos. Creo recordar que hubo apagón en plena ceremonia. Sí, en plena boda de Tomasita Quiala hubo importuno apagón, de modo que por un breve tiempo todos los invitados, familiares y amigos, fuimos tan ciegos como ella, como ellos, porque José Antonio era también “débil visual”, una categoría médica, por cierto, de estilo muy poético.
Y allí, tan débiles visuales Juan Antonio y yo, como él, a la luz de unas velas (no había móviles con las tan socorridas linternas) improvisamos para los novios no sé cuántas décimas. Es una pena que no recuerde ni una. Tampoco recuerdo si Tomasita Quiala se dejó regalar-agasajar pasivamente, o si, conociéndola, intervino con su desfachatez apabullante y simpática. Seguramente, sí. Y como no lo recuerdo (licencia literaria, funcionalización legitimada por la evocación emocional) me inventaré los versos. Recrearé un fragmento de aquel día “histórico”. Yo pude haber dicho:
Tomasita, te has casado.
Tú, que odias el matrimonio
y vine con Juan Antonio
a atestiguar lo firmado.
Estar contigo, a tu lado,
más que un compromiso era.
Y buscaré la manera
de decirle, Tomasita,
a Lorca que su Rosita
ya dejó de estar soltera.
A lo que Juan Antonio podría haberme respondido, en su estilo barroco, de alto nivel evocativo y metafórico:
Dos anillos, dos latidos,
dos brazos, codo con codo.
En la dualidad de todo
queda el amor resumido.
Una esposa y un marido.
Un hombre y una mujer.
Me encanta testigo ser
de cómo —puro fulgor—
la limpia luz del amor
hace a la invidencia ver.
Y, emocionada, recibiendo aquellas décimas como una invitación-provocación de sus amigos, Tomasita Quiala, pudo habernos respondido, show-woman en su propio show:
Ustedes, amigos míos,
han venido hasta mi hogar
para con versos llenar
mis dos espacios vacíos.
Desembocan ambos ríos
en el mar de mis amores.
Pero no busquen fulgores
ni respuestas mías. No.
Hagan la cola que yo
hoy tengo planes mejores.
Y todos habríamos aplaudido y reído, asombrándonos una vez más de sus proezas y virtudes, de sus “colo-quialismos”: limpieza enunciativa, rapidez, ingenio, claridad, sentido del humor. Porque de algo que no se habla mucho cuando se habla de la Tomasita repentista, es de su gran sentido del humor, de su vena humorística, tan fina y desarrollada.
Tomasita Quiala clasifica, digamos, para los entendidos en punto cubano, como “repentista seria”. Los humoristas, los repentistas “cómicos” son otros: Chanito Isidrón, Bernardo Cárdenas, Raúl Herrera, Luis Martín, Emiliano Sardiñas, Ramón Espinosa, José Manuel Silverio. O sea, para que nos entendamos en esta “semi-taxonomía tan al vuelo”: repentistas a los que cuando vamos a verlos, a escucharlos, vamos predispuestos, con una sonrisa en los labios, esperando que nos hagan reír o sonreír al menos, “pasar un rato divertido en décimas”. Tomasita no. A Tomasita uno iba a verla, a escucharla y a admirarla, indefectiblemente.
Es cierto que siempre hubo (y hay) repentistas que se mueven entre los dos bandos, en el de los serios y el de los cómicos, repentistas dúctiles, comodines (no comodones): entre ellos, Emiliano Sardiñas, Julito Martínez, Manolito Soriano, Robertico García, la propia Tomasita Quiala. Y quizá sea ella quien mejor represente a ese repentista camaleónico que hoy canta “serio” (poético, metaforista, filosófico, replicante) y mañana jocoso (burlesco, satírico, guasón, erótico-festivo, filoescatológico). Porque Tomasita siempre tuvo esa capacidad de desdoblamiento (para tortura y desconcierto de sus rivales, por cierto). Ibas a improvisar con ella y nunca sabías qué te ibas a encontrar. Esto no te pasaba nunca, por ejemplo, con un Chanchito, un Tuto, un Ernestico, un Rafael García; o, actualmente, raras veces te pasa con un Luisito Quintana, un Juan Antonio Díaz, en Héctor Gutiérrez, un Oniesis Gil o un Leandro Camargo. Son repentistas “serios” (pereiranos-naborianos), frente a los repentistas “cómicos” (los “nietos de Rizo y Chanito”). Pues hasta en eso Tomasita era (es) “incómoda”. No sabes nunca por dónde va a salir, con qué tono y estilo, y, al no saberlo, no puedes “prepararte” psicológicamente.
Mis controversias con Tomasita Quiala
Soy incapaz de recordar cuántas controversias he hecho con Tomasita Quiala a lo largo de mi vida. Pero muchas. Más de cien, seguro. Más que con Emiliano, que con Juan Antonio, Luis Quintana, Tuto, Ernesto y tantos otros. En Cayajabo varias, y muchas en Madruga, La Lisa, Limonar, Matanzas, San Antonio, Güines, Perico, Bermejas, Colón, Playa, San Miguel del Padrón, El Vedado, Las Tunas; fuera de Cuba, en Canarias, el País Vasco, la Alpujarra, Caracas, México. Muchas. Y todas buenas.
Teniendo en cuenta la velocidad improvisadora de ambos y la duración promedio de nuestras contrapuntos (60-90 minutos), miles de décimas debemos haber improvisado juntos, sobre todos los temas más comunes en el repentismo: el principal, el tema circunstancia, ese “aquí y ahora” devenido “allí y entonces” cuando pasa el tiempo. Y es una pena (hablo como analista, más que como poeta) que la mayoría de esas décimas no estén documentadas, que se las llevase el viento (ley intrínseca de la improvisación, lo sé, pero que a veces duele).
Cuando yo “vivía” en su casa improvisábamos todos los días, a cualquier hora, ¡a capella! y sin público, cantábamos por cantar, más bien, entrenábamos, jugábamos, nos divertíamos, hablábamos en verso. Sí, hacíamos repentismo hablado también, aunque menos. Ella y yo, en esa etapa de yonquis de la improvisación, improvisábamos los fines de semana como si no hubiera un próximo lunes.
Reina, su madre y guía, sonreía, la recuerdo, cómplice. Nos colaba café y sonreía. Nos cocinaba y sonreía. Tenía dos niños grandes con un juguete irrompible y barato entre las manos: la décima. Horas y horas de ejercicio creativo equivalente a una olimpiada dual, bilateral, sin público, sin jurado: puro placer holístico. El repentismo lo era todo para ella, sí, y para mí también, y en ese todo no existían el tiempo ni el cansancio.
Oír a Tomasita Quiala improvisar con cualquiera y en cualquier controversia, equivale a asistir a una conferencia no solo de repentismo, sino de oratoria. Imagínense el privilegio que tuve tan joven. En su casa y en la casa de Martos, en la casa de Nicanor, en la casa de su amiga María Julia o la de Barbarita, en Cabezas. Porque Tomasita tenía varias casas en todo el occidente, de gente que la acogía, a ella y a sus acompañantes (madre, esposo, hijo, amigos). Un caso único. Y yo me aprovechaba, claro. Improvisaba, improvisaba, improvisaba. Hacía sparring verbal con la contrincante más difícil de la época, con la más incómoda: la peso-pasado Tomasita Quiala.
¡Qué tiempos aquellos, sí! Qué época…
Y como no todas las décimas que improvisamos, por suerte, se han perdido, permítanme citar algunas que han sido rescatadas y publicadas en libros (algunas por mí, otras por nuestro amigo Maximiano Trapero, el más grupie de los grupies canarios de Tomasita, un grupie académico).
Esta redondilla suya, que me parece prodigiosa, la publiqué en mi libro Teoría de la improvisación poética (TIP, en lo adelante), en la que ella habla de su tema fundamental, la ceguera, pero también con su actitud más común, no quejándose, sino creciéndose sobre y desde su discapacidad. Alguien le dijo que no le tirara el corazón al público, que nadie podía vivir sin corazón, y Tomasita respondió, como un bólido:
Si he vivido sin visión
y casi estoy en la cumbre,
¿qué más da que me acostumbre
a vivir sin corazón?
En 1995 ya Tomasita Quiala era tan popular y querida en toda Cuba, pero especialmente en Las Tunas, que en las famosas Jornadas Cucalambeanas tenía peña propia, La Peña de Tomasita, un rincón adonde los demás íbamos simplemente de invitados. Ella era la anfitriona y la artista principal, la estrella. Y así nos dio la bienvenida a todos ese año, en el que estaba muy afectada de ronquera.
Bienvenidos a mi peña
que casi ya no es la mía
porque es de la poesía
que se convirtió en su dueña.
Aquí en mi área se sueña
de una manera precoz.
Y yo voy a mirar los
minuteros del alpiste
porque no hay cosa más triste
que una anfitriona sin voz.
Tomasita es de las repentistas que, sobre un escenario “ni perdona”. Siempre iba a por todas, a ganar, a lucirse, a ser ella. Si no, que se lo pregunten a Emiliano Sardiñas, a Raúl Herrera, a Marta Suint, a Mariela Acevedo, o que me lo pregunten a mí mismo. Pero conmigo, literalmente, “se ensañó”. A partir de los años 90 siempre que improvisábamos no improvisaba conmigo, sino contra mí, quejosa siempre de varias cosas, las principales: la primera, que ya no fuéramos pareja artística, y la segunda, que me hubiera “ido” a vivir a España.
Esa misma noche de 1995, en su peña de Las Tunas, me espetó esta décima, en la que agradece al matrimonio de Maximiano Trapero y Helena Hernández que hubieran propiciado nuestro reencuentro sobre un escenario y en la vida real:
A mí me tocó llorar
tu ausencia por muchos meses
y no sabes cuántas veces
me fui a la orilla del mar
a una ola a preguntar
dónde te habían llevado.
Y como no me has dejado
dirección ni testimonio
bendigo a ese matrimonio
que te ha devuelto a mi lado.
Yo le respondí con una décima justificativa, explicándose que ella significaba mucho para mí, que ella había sido para mí una hermana, una mujer-almohada para refugiarme, con la funda de piel, a lo que ella, la fenómena, me respondió:
Pero la funda de piel
solloza como la cama
quizás por el telegrama
que no pasaste por cruel.
Te acuso de ser infiel,
de olvidar las manos mías.
De cualquier parte podrías
haber enviado un mensaje:
“Hermana, salgo de viaje.
Hasta pronto, Alexis Díaz”.
Yo lo dije en TIP: esta décima es un prodigio de síntesis, de dominio técnico, de sintaxis, de riposta, de ficcionalidad: asume el juego propuesto por mí (mujer-almohada, funda-piel) y ataca, suavemente con términos inequívocos y distribuidos equitativa y paulatinamente: “culpa”, “telegrama”, “cruel”, “te acuso”, “infiel”, “olvida”, “manos mías”. Y lo mejor es el remate, ese Bloque V con un insólito e inédito estilo telegrama, que redondea la imagen sugerida en el verso 3b de la primera redondilla, donde me dice-sugiere cómo debí escribirle: “Hermana, salgo de viaje. / Hasta pronto, Alexis Díaz”. Una joya.
Otra joya, tres años después, en Las Palmas de Gran Canaria, fue esta décima enumerativa en la que resume todo lo que yo era para ella, hasta empequeñecerme, claro, porque yo no sabría ni podría decirle de igual modo todo que ella era para mí. Me espetó a bocajarro:
Tú eres mi amor, mi pelota,
mi sangre, mi corazón,
mi teta y mi biberón,
mi pañal y mi compota.
Mi niñez gastada y rota,
mi sencillez, mi importancia,
mi estatura, mi arrogancia,
mi folclor y mi nudillo:
tú eres el único trillo
que me queda de mi infancia.
Pero para prodigio de improvisación léase (e intente oírse, imaginarla cantada) esta otra décima improvisada en la Universidad de Las Palmas ese mismo año, en su mayor especialidad: el pie forzado. Su público eran los alumnos del profesor Maximiano Trapero, estudiantes de Filología Hispánica; por lo tanto, no era de extrañar que el verso impuesto fuera un octosílabo, con carga poética y misterio, como este.
Pero en realidad fue un “doble octosílabo”, dos versos extraídos del romance tradicional “Sildana”, devenido proverbio canario: “que penas comunicadas / si no se quitan, se alivian”. Hermoso. Lo que no sabían los estudiantes de Filología (no de “Repentismología”) es que la palabra “alivian” era una palabra-rima que entrañaba una fabulosa dificultad-estímulo para Tomasita. Y mi amiga y colega, por supuesto, se lució, se creció, improvisó uno de sus mejores pies forzados entre tantos excelentes que ha hecho. Dijo la fenómena:
Cuento la historia de amor
de Vivian y Rafael
a los que el destino cruel
les tronchó su sueño en flor.
Ella dijo: —Ya el calor
de tus brazos no me entibian.
Y él dijo: —No llores, Vivian,
guarda las cartas sagradas,
que penas comunicadas
si no se quitan, se alivian”.
Una joya y un ejemplo de todo: técnica, ingenio, capacidad fabuladora. Tomasita Quiala en estado puro.
Y quiero cerrar esta miniantología de décimas de Tomasita Quiala con dos de mis preferidas, que llevo décadas citando en clases y conferencias. Era muy joven Tomasita y por aquellos años sufría, como todos los jóvenes, mal de amores. Entonces improvisó —o escribió, no recuerdo, pero en su caso da igual: su calidad era la misma entre oralidad y escritura— esta décima lopesca (tan buena para quejas):
Luego peco de inocente
porque el dueño de mi amor
es un excelente actor
que a la perfección me miente.
Miente y sé perfectamente
que miente mientras me mira,
que me acaricia y suspira
en una mentiroso alarde.
Pero yo soy tan cobarde
que vivo de su mentira.
Y la última: un autorretrato serio, nada complaciente, femenino y locuaz, calderoniano y lopesco y sorjuanístico (es decir, clásico). Cuando cumplió 26 años, Tomasita no tenía ni novio ni pareja oficial ni pretendientes (creo recordar). Entonces, una tarde de soledad y recogimiento en Siboney se autorregaló esta décima antológica:
Veintiséis años: qué vieja
se me ha puesto la sonrisa.
Con qué inusitada prisa
la juventud se me aleja.
A esta edad la que no deja
huellas de amor siembra duda.
Y a mí una vergüenza muda
me asfixia porque el jabón
es el único varón
que ha visto mi piel desnuda.
Esta es Tomasita Quiala, la Alondra de la Lisa, la Novia de Canarias, la Reina del Repentismo, la fenómena, la repentista cubana que más he admirado en mi ya larga carrera de admirador de repentistas (sí, he admirado a muchos, mucho). Esta es Tomasita Quiala, única en Cuba, en Iberoamérica, en el mundo; una de las imprescindibles, un mito viviente, una mujer nacida para improvisar y para demostrar que no existen los límites y que, si existen, si aparecen, personas como ella demuestran que uno debe y puede crecerse sobre ellos, desde ellos: dar luz desde la oscuridad; por ejemplo, procrear poesía mientras más prosaica es la existencia.
Gracias, Tomasita Quiala: hoy, 29 de mayo de 2025, te dice gracias a gritos el adolescente Alexis de 1985, al que enseñaste tanto, sin saberlo, y te lo grita dándole la mano al joven Alexis de 1993-96, al que dejaste de ver durante años, pero no de querer, cariño y admiración siempre correspondidos; y este Alexis te da también las gracias abrazando al Alexis actual, adulto ya, llegando a los 60, que se da cuenta de la dicha que tuvo al conocerte tan temprano, al convivir contigo, al compartir en tantos escenarios.
Improvisar contigo fue y es lo más parecido a jugar al ajedrez con Capablanca, siendo ajedrecista, o a hacer sparring con Stevenson, para un boxeador. Improvisar contigo, o verte simplemente improvisar, es (era) el equivalente a graduarse de repentista en la única universidad que tiene nombre de mujer en vida, con vida, vital y vitalísima: la Universidad Popular Tomasita Quiala Rojas.