Se nos murió un artista y eso es motivo de duelo. Se nos murió un excelente pintor, uno de los mejores en la actualidad, y eso es más que una pérdida irreparable. Fue en la mañana de este viernes 20 de julio. Al menos a la mayoría, les tomó por sorpresa. Los detalles son acaso irrelevantes -¿accidente cerebrovascular o paro respiratorio?-; la causa fue demasiado insensata, repentina, hasta traicionera, cuando decidió llevarse a Juan Vicente Rodríguez Bonachea. El azul, los lagartos, la sensualidad, los ocres, las enredaderas han de convidarlo ahora…
Cincuenta y cinco años son pocos como para lidiar con la muerte, aún cuando en ese tiempo un creador se descubra a sí mismo, logre graduarse de la Academia de San Alejandro, trabaje para el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos como diseñador gráfico y escenográfico, o sirva a una estructura tan lejana de los fulgores del Arte como un ministerio de Industria Básica.
Siguen siendo escasos, incluso, cuando durante esos años realizara más de cien exposiciones personales y colectivas en varios continentes, recibiera reconocimientos y premios; se haya convertido en profesor, especialista del Fondo Cubano de Bienes Culturales, ilustrador de libros, escultor, ceramista, grabador, muralista y dibujante.
Pero más allá de los datos, debe ser dicho que se nos murió un hombre capaz de abandonar la casaca del artista y asumir las vestiduras de hombre común. Eso es inolvidable. Volverán las imágenes de los días de Gibara, de la última edición del Festival Internacional del Cine Pobre; cuando regaló a los niños uno de sus personajes mágicos en compañía de verdes y azules, estampado sobre un papalote que quién sabe adónde habrá ido a parar. O cuando él se acercó a una linda desconocida para ayudarle a armar su papalote y ella, poco antes de sumirse en la vergüenza, le preguntó a uno de sus pintores cubanos favoritos -no lo conocía personalmente-: ¿Y quién eres tú?
Luego de ver la bandada de papalotes por un rato, Bonachea se sentó a descansar… mas aún no sería el momento. Tímidamente se acercaban a él con alguno en mano para que lo convirtiera en obra y aunque exhausto por el sol, el calor, la sal, la larga noche gibareña o el ajetreo a su alrededor; tomó más de uno para anidar allí sus criaturas.
Hubo quien, luego de recuperar una cometa desecha, mojada, soleada, volada, en fin: bien usada; la puso ante él con palabras como “por favor”, “admiro su obra”, “usted cree”, “posibilidad”, “dibujo”. Seguramente Bonachea pensó que sería, al menos, un papalote sano… pero al mirarlo luego de unos segundos, lleno de agujeros y con algunos trazos anteriores que sobresalían aún en el delicado papel, descubrió la belleza disimulada entre el maltrecho esqueleto de varillas y los rastros del polvo húmedo. Solo entonces comenzó a dibujar. Y aprovechó los agujeros, y el dibujo del no-pintor que le sirvió de fondo, y su fino plumón negro, y el pincel morado, y los tres seres traslúcidos poblaron toda la superficie aparentemente poco artística, y lo firmó: Bonachea 12 Gibara.
Lo hizo en unos minutos, lo hizo como si no fuera Bonachea; como si los lienzos que salían de sus manos no se atesoraran en colecciones privadas de Norteamérica y Europa, como un conocido que ofrece un vaso de agua o la lumbre de su fosforera. Continuó disfrutando del momento como si no supiera que sería su última vez en Gibara, la última que anónimos admiradores lo verían de cerca.
Quienes le trataron, por más tiempo que un breve observar cómo pinta sobre el papalote propio, lo recordarán por su forma de reír, hablar o andar, por alguna manía que tuvo o como parte de una anécdota divertida. Seguramente era un hombre noble, poco vanidoso, buen hijo, fiel amigo… pero ¿cuántos sabrán de esos detalles?
Los especialistas, críticos, historiadores de arte y otros profesionales intercambiarán de vez en vez sobre su técnica, sus trazos, el tratamiento de los temas y los colores, la espiritualidad que trasmiten sus cuadros; los signos, símbolos, mitologías que servían de inspiración; las posibles influencias de los surrealistas; la manera en que recreó la imagen de la nación o de Martí. Los más pragmáticos afirmarán que, en vida, su obra estaba preciándose cada vez mejor en el mercado internacional del arte cubano; seguramente a partir de hoy mucho más.
Pero tal vez alguien se consuele sabiéndolo cerca de ese papalote que, a ratos, un niño alza sobre su cabeza y lo mantiene celosamente entre las nubes –quizás sin conocer mucho más del artista que la esquiva firma descubierta en un extremo-; mientras aquel otro desecho, agujereado y débil permanece bien guardado en el fondo de un escaparate esperando su mejor momento para volar.