Mi recuerdo más antiguo del estadio Latinoamericano es prácticamente un lugar común. En conteo de una bola sin strikes, en la parte baja del inning 12, Agustín Marquetti, el mítico 40 de los Industriales, le cazó un envío alto a Rogelio García y empinó la pelota hasta lo profundo del right field para convertir el Latino en un manicomio.
Yo, que era apenas un niño en aquel enero de 1986, no estaba sentado esa noche en las gradas, sino a 500 kilómetros al sureste, en mi natal Camagüey, frente al televisor, como millones de cubanos. Y, como muchos de esos cubanos, mis sentimientos estaban con los rivales de los Azules, los Vegueros de Pinar del Río, por más distante que quedase de mi patria chica la tierra del mejor tabaco del mundo.
Para entonces, después de haber seguido por varios años las Series Nacionales de la mano de mi padre, ya tenía bien claro mis afectos beisboleros: en primer lugar, Camagüey; y en segundo, cualquier equipo que jugase contra Industriales.
Por razones que en aquel momento no buscaba siquiera comprender, los Leones eran para mí el mayor antagonista sobre el terreno, el enemigo por antonomasia no solo de las huestes camagüeyanas, sino de cualquier otra novena de la isla.
Un triunfo frente a ellos lo disfrutaba el doble, y una derrota era —y sigue siendo— más dolorosa.
Aquel jonrón de Marquetti, sin duda uno de los batazos más memorables del béisbol nacional, les daría a los Azules su sexto título de Cuba —de los 12 que han conseguido a lo largo de su historia— y liberaría las emociones de la fanaticada habanera, que había esperado trece largos años para levantar un nuevo trofeo. Pero, a la par del desborde incontenible del público y los fuegos artificiales en el Latino, otra buena parte de la afición cubana no tuvo otra que tragar en seco y asimilar el fracaso. Y yo con ella.
Aquel jonrón, además, pondría desde entonces al Coloso del Cerro en el mapa de mis recuerdos. Seguramente lo había visto no pocas veces en la televisión, pero solo a partir de esa noche entraría en mi memoria como lo que es: la Catedral indiscutible de la pelota cubana, el sitio en el que todos añoran triunfar o, al menos, caer con las botas puestas frente al más querido y odiado de los equipos de la isla: Industriales.
Pasarían muchos años antes de que pudiera estar en el Latino. Para entonces había sufrido lo indecible con las novenas camagüeyanas en el Cándido González; me había convertido en fiel seguidor de Santiago y había vibrado con la conga en el Guillermón; había, incluso, visitado otros estadios del país como el avileño José Ramón Cepero, el villareño —y también impresionante— Sandino, y el bayamés Mártires de Barbados.
Fue durante un viaje a La Habana, unos años antes de que decidiera asentarme en la capital. Industriales se enfrentaba a Camagüey y, aunque aquello pintaba como la clásica pelea de león pa’ mono, no quise desaprovechar la ocasión de estrenarme en el Latino y, de paso, apoyar in situ a los Toros. De más está decir que mi apoyo no sirvió de mucho y los Azules terminaron pasándoles por encima a mis coterráneos.
Sin embargo, fue la primera vez que comprobé en vivo y en directo algo que sabía. Una realidad que había conocido y verificado a través de la pantalla del televisor, y también en lecturas, conversaciones y hasta charlas académicas: que el estadio Latinoamericano es más que el cuartel general de los Leones. Que es, en verdad, un singular teatro de Cuba, la representación catártica de un país multicolor y bipolar.
En esa primera visita, una calurosa tarde por demás, las gradas estaban semivacías y la mayoría se concentraba en la banda de tercera, sobre la cueva de Industriales. Pero, sobre el banco de primera una comitiva respaldaba a Camagüey y hasta allá me fui, a sufrir y gozar con los míos. Y los míos, según descubrí, eran camagüeyanos radicados en La Habana y jóvenes llegados desde mi tierra a estudiar en la Universidad, pero también tuneros, avileños, granmenses, santiagueros y hasta de la Isla de la Juventud.
Coaliciones similares las he conocido luego con el paso de los años. Aunque no he ido al Latino tantas veces como imaginé que lo haría al mudarme a La Habana, cuando he estado me he sentado casi siempre en la banda de primera, la zona menos azul del estadio. O, algunas veces, detrás del home, muy arriba, desde donde pueden contemplarse en acción ambas barras, fanáticos y detractores de los Leones.
Sí, porque en el Latino se juegan dos partidos a la vez, al menos en los juegos que valen la pena: uno en el terreno, sobre la grama, con los peloteros como protagonistas, y otro en el público, en el graderío beligerante y bullicioso, desde donde se enfrentan dos versiones de Cuba, desde donde se encaran y vociferan dos rostros del país.
Ya sea que Industriales choque contra Granma o Matanzas, contra Las Tunas o Pinar del Río, gran parte del estadio, con la banda de tercera como epicentro, se tiñe de azul, mientras el lado opuesto asume los colores del rival de turno. Allí, sobre primera base, se concentran las comitivas visitantes, llegadas en guaguas y camiones desde fuera de la capital, pero también, muchos otros, venidos desde todos los rincones de la ciudad.
La banda de primera, en el Latinoamericano, es como un caballo de Troya, el lugar en el que los antindustrialistas hacen campamento y levantan sus pendones, desafiantes. No importa que estén cercados por una marea añil, ni que les griten y chiflen y hasta ofendan desde el resto del estadio. Ellos hacen lo suyo, y se divierten y ríen y bailan, y también gritan y chiflan y hasta ofenden a la fanaticada contraria con desparpajo.
La banda de tercera, en cambio, es la de los industrialistas más fieles, la de los más devotos, la de los aficionados de más pura sangre azul. Es la banda desde donde Armandito “El Tintorero” dirigió como nadie la vocinglera barra de los Leones y se ganó la admiración de toda Cuba por su jocosidad y su carisma, por su respeto al contrario y, al mismo tiempo, por su energía inagotable para sacar de quicio hasta al más pinto.
Allí, una escultura a tamaño real enaltece su memoria. Desde su palco, solo o rodeado de correligionarios, el Armandito de bronce sigue alentando a sus Azules.
No hay duelo más enconado en el Latino que el gran Clásico de la pelota cubana: Industriales versus Santiago. Azules y rojinegros concentran probablemente las dos mayores aficiones de la isla y, como tal, se refleja en el graderío. Es la contienda de dos archirrivales en el diamante y, en paralelo, la histórica pugna entre occidente y oriente, entre la capital vigente y la destronada, entre dos naturalezas y sensibilidades.
Cuando ambos equipos se enfrentan, no importa si en horas altas u horas bajas, los orientales hacen piña con Santiago y toman por asalto la banda de primera. Allí el rojo intenso no da espacio al azul, mientras la conga repica con vehemencia y pica a la barra rival. A ellos se unen aficionados de todo el país, antindustrialistas convencidos, mientras otros, antisantiagueros, se suman con entusiasmo a la fanaticada local.
Cada juego entre Santiago e Industriales es un toma y daca de las tribunas. La conga santiaguera ataca en cada turno al bate de los indómitos y la banda de los azules responde cuando los suyos pasan a la ofensiva. Tambores y campanas aceleran su ritmo con cada jit, con cada carrera rojinegra, mientras la grada capitalina ruge desaforada cuando son los Leones los que sacuden el madero y pisan el home.
En la plenitud del juego, el Latino es un hervidero de pasiones, la apoteosis de la rivalidad. El León va hasta el banco de primera a provocar a los orientales; la Avispa hace lo mismo frente al exaltado graderío azul. El líder de la barra industrialista agita un bate o una escoba en dirección de sus contrarios, y su contraparte santiaguera sacude unas ramas y energiza a sus cófrades, que redoblan el paso al toque de la conga.
En ocasiones, incluso, los sentimientos se crispan, los instintos afloran y las antipatías se desatan. De un lado gritan el provocador “¡Ruge, leona!” y del otro el peyorativo “¡Palestinos!”, que encienden más los ánimos y se eleva la temperatura de la controversia. La sangre, sin embargo, no llega al río, y el litigio al final se dirime en el terreno. La novena ganadora decide, a la postre, cuál afición resulta vencedora y cuál vencida.
Así ha vuelto a ser por estos días, cuando Industriales y Santiago chocaron en el Latino luego de dieciséis años sin rivalizar en un play off. El estadio confirmó las expectativas con sus mayores concurrencias de la temporada y la encarnizada liza sobre la grama tuvo su propia película en las tribunas, aun cuando los Azules llegaban al parque habanero con una cómoda ventaja de dos victorias que afianzaba su favoritismo.
Tras perderme el primer partido ahuyentado por la lluvia, recalé en el Latino en el segundo, justo en la banda de primera. Allí, desde el palco de la prensa, pude estar muy cerca de donde la conga animaba inning tras inning a los jugadores santiagueros y la alebrestada barra rojinegra exasperaba a la afición azul con sus cánticos y pasos de baile, envalentonada con la victoria del día anterior.
Desde allí, me ilusioné con las dos carreras que pusieron delante a Santiago y desde allí asistí al resurgir de los Azules en la sexta entrada, cuando pisaron tres veces la goma y pusieron a las Avispas contra las cuerdas. Aun así, me mantuve estoicamente en mi puesto y observé resignado el delirio de los fanáticos locales, que con el triunfo vieron a los Leones acercarse a solo un paso de la gran final del campeonato.
Pero este viernes, conmigo otra vez ausente del estadio, los orientales devolvieron el golpe en medio del jolgorio mayúsculo de sus seguidores. A pesar del conato de rebelión azul en las postrimerías, los rojinegros capearon la embestida de los Leones y dejaron a la hinchada industrialista con las ganas de celebrar su retorno a la discusión del título. Y yo lo viví —y lo disfruté con creces— frente al televisor.
Ahora el play off regresa a Santiago, a la olla de presión del Guillermón Moncada, y tendremos que esperar hasta el lunes o el martes para conocer cuál de los dos históricos se llevará finalmente el gato al agua. Pero sea cual sea el desenlace, ya el Latino escribió un nuevo capítulo de su larga historia y fue otra vez, en su más icónico duelo, el gozoso cara a cara de dos Cubas contrapuestas. En la grama y en las tribunas.