Luego de que Michel Enríquez y Yulieski Gurriel se poncharan y cedieran los dos últimos outs del primer Clásico Mundial de Béisbol, muchos fanáticos cubanos hicieron silencio y comenzaron a digerir el trago amargo de la derrota, todavía no tan habitual por aquellos tiempos, hace diecisiete años. Sin embargo, otros aficionados tomaron un camino diferente: se sacudieron rápido el golpe y enseguida comenzaron a soñar con la próxima edición del evento y la posibilidad de traer el trofeo a la isla.
Por como sucedieron las cosas en 2006, no era una idea fantasiosa. Con una generación asentada y ganadora, acompañada por una ola de talentos que triunfaban al más alto nivel, cualquiera podía pensar que Cuba tendría opciones de ganar el siguiente Clásico.
El globo optimista tuvo un pinchazo en 2008, cuando el equipo nacional volvió a perder una final en los Juegos Olímpicos de Beijing, con el doble play fatídico de Yulieski frente a Corea del Sur. Aquella derrota supuso un llamado de atención, aunque el sueño de un gran resultado en el segundo Clásico seguía intacto. Todavía contábamos con jugadores capaces de rendir en grande.
El examen no tardaría en llegar y en 2009, solo tres años después de la edición inaugural, volvieron a descorrerse las cortinas del certamen, que se instalaba de manera fija en el año postolímpico con la aspiración de convertirse en el mayor show del mundo deportivo en esas temporadas.
De nuevo decenas de estrellas de Grandes Ligas se comprometieron y saltaron a los diamantes de Japón, Canadá, Puerto Rico, Estados Unidos y México, adonde nos tocó viajar para enfrentarnos en primera ronda a Sudáfrica, Australia y los anfitriones, tres rivales que no habíamos visto en la edición anterior.
A tierras aztecas llegamos con grandes aspiraciones y responsabilidades, algo normal para un equipo que tres años antes había alcanzado la final tras superar a escuadras repletas de peloteros de MLB. Aquella actuación nos había dado la areola de equipo duro para 2009, reputación ganada también por el tremendo palmarés internacional del béisbol cubano.
Sin embargo, la salud del pasatiempo nacional no era la misma. Varios jugadores de recorrido relevante (Eduardo Paret, Adiel Palma o Pedro Luis Lazo) no se encontraban en la misma forma; y otros que marcaron la diferencia en 2006 (Osmani Urrutia, Yoandry Garlobo o Yadel Martí) no estaban en la nómina. Debemos sumar que para 2009 ya comenzaba el proceso de migración más profundo en la historia del béisbol cubano, el cual se incrementaría años después hasta límites insospechados.
El resultado de la novena en el segundo Clásico dependía mucho de la actuación de figuras establecidas como Frederich Cepeda, Yulieski Gurriel, Norge Luis Vera o Ariel Pestano, y de la irrupción de una nueva generación integrada por Leonys Martín, Alfredo Despaigne, Yoenis Céspedes, Héctor Olivera o Aroldis Chapman, jugadores de otra galaxia que tenían dibujado en su rostro el cartel de Grandes Ligas, como demostraron años después.
Este relevo generacional no alteró la correcta dinámica de un plantel que jugaba bien a la pelota. Cada cual tenía claro su rol y aplicaban los fundamentos del béisbol sin problemas, sin improvisaciones; pero a veces eso no alcanza para ganar en un deporte que había vivido una brutal evolución en cuanto a análisis de datos, tendencias y sabermetría, aspectos en los cuales no teníamos un desarrollo comparable al de otros países.
Probablemente, la muestra más evidente de las diferencias en estos aspectos la vimos en los duelos contra los astros japoneses Hisashi Iwakuma y Daisuke Matsuzaka, protagonistas desde el montículo en las dos blanqueadas consecutivas de los asiáticos contra Cuba en la segunda ronda del torneo.
Los jugadores de la isla me preguntaban si con el lente de la cámara podía ver algunos agarres de los tiradores nipones; pero era imposible: eran indescifrables. Su mayor virtud era la profundidad de los repertorios. Nunca repetían la misma estructura de picheo en los turnos. Volvieron locos a los cubanos, sobre todo con los rompimientos.
De sus manos, los samuráis secuestraron nuestras aspiraciones de campeonato —como en el primer Clásico— y se transformaron en la bestia negra de la escuadra de las cuatro letras y sus millones de parciales. Además, dieron pasos decisivos para regresar a la final y revalidar la corona frente a Corea del Sur.
Por supuesto, la derrota no puede opacar las experiencias vividas, primero en México y después de vuelta al Petco Park, en San Diego. En suelo azteca nos hospedamos muy cerca del estadio sede, el Foro Sol, adonde íbamos caminando todos días. Para esta edición no compartimos el mismo hotel que los peloteros; no estaba permitido por los organizadores. La cercanía que se nos permitió a los reporteros en el primer Clásico jamás se repetiría.
Los jugadores antillanos estaban en otro recinto dispuesto por la sede, sin muchas opciones de movimiento. De hecho, nunca nos cruzamos en las calles de Ciudad de México, ni siquiera en el popular barrio de Tepito, habitual punto de encuentro de los cubanos por las posibilidades de compra que ofrecía.
De las historias en el terreno, hay momentos que tengo marcados en la memoria. El primero fue en el duelo contra Australia para buscar el pase a la segunda ronda, en el cual entramos al último tercio en desventaja. En esa circunstancia, Michel Enríquez nos devolvió la vida con un doble remolcador y Yosvany Peraza nos elevó a otra dimensión con un jonrón como emergente que dio un vuelco al marcador.
Me quedo con el cambio oportuno del mánager Higinio Vélez, quien no dudó en darle el bate a Peraza a la hora cero. “El Gordo”, depredador natural, estaba pidiendo la oportunidad y respondió con un cuadrangular de línea que no dio tiempo ni a narrarlo, como nos contaría después del partido el inmortal Héctor Rodríguez.
El batazo fue una daga mortal en las aspiraciones australianas y nos dio el pase a la segunda ronda y el boleto rumbo a San Diego, un camino conocido. Allí las cosas no saldrían del todo bien, por las dos derrotas contra Japón; pero quedarían vivencias para la eternidad.
En la segunda ronda me tocó trabajar muy cerca del banco de los samuráis en el duelo contra Aroldis Chapman, quien logró atemorizarlos con sus rectas de más de 100 millas que, en aquellos tiempos, tenían dirección indefinida. Los asiáticos, siempre ecuánimes, perdían la compostura y se deseaban suerte para enfrentar los diabólicos picheos del zurdo holguinero.
Como suele suceder en estos torneos, hubo momentos muy complejos. Por primera vez en mi carrera viví la partida de dos amigos del equipo de prensa, quienes decidieron tomar otro camino. Sobre el resto del elenco cayó una excesiva tensión. En el plano deportivo fui testigo de algunos cambios inesperados en el plantel cubano que pudieron influir en las dos derrotas contra los japoneses.
En San Diego pude ver cómo alineaciones conformadas por el cuerpo técnico del equipo fueron modificadas a última hora, so pena de recibir incluso sanciones por romper las reglas del torneo. Según los relatos del mentor Higinio Vélez, dichos cambios fueron orientados desde La Habana por un grupo de “especialistas” que pasaron por encima de las estrategias del alto mando en la sede de la competencia.
En más de una ocasión hablé sobre el tema con el experimentado Vélez. Siempre me respondió lo mismo: “Yo tengo guardado los rosters originales; un día se podrá decir con claridad qué ocurrió, ahora me toca seguir cargando con los pecados y mi silencio”. Tras el Clásico, Higinio soportó estoicamente un regaño público que dejaba claro quién tenía que asumir las culpas.
Por desgracia, la maldita COVID-19 se llevó al estratega santiaguero en mayo de 2021, y con él se fueron esas historias que jamás se desclasificaron.
Al margen de dichos cambios sombríos, la eliminación en el segundo Clásico fue un baño de realidad, el reflejo de las incoherencias domésticas que venían arrastrándose desde hacía tiempo. La derrota supuso el aviso definitivo de que solo soñando nos sería posible conseguir resultados relevantes al máximo nivel de la arena internacional.
El evento, además, marcó el cierre del ciclo de una generación estelar, con gran mentalidad ganadora. Por otra parte, el torneo constituyó una vitrina ideal para hombres como Yoenis Céspedes, Leonys Martín, Leslie Anderson, Aroldis Champan o Héctor Olivera, quienes no mucho después salieron a probar suerte en el profesionalismo. Con ellos, y tras ellos, se destaparía el mayor éxodo en la historia del béisbol cubano, que se extiende hasta nuestros días y que condicionaría las actuaciones cubanas en las siguientes ediciones del Clásico Mundial.
Continuará…
Otras entregas de la serie: