Josep Guardiola nunca se calla. En inglés, en castellano, en catalán, en alemán, en italiano, el genio de Santpedor habla todo el tiempo, y si surge alguna conversación en un idioma desconocido, pues sencillamente apela al lenguaje más universal: el fútbol. Hace poco tiempo, en el vestuario del Manchester City charlaban algunos jugadores sobre los favoritos a ganar el Mundial y, mientras todos sacaban las candidaturas de Francia, España o Portugal, Pep giró su mirada y dijo: “¿Saben quién tiene más chances?”, y señaló a Julián Álvarez, un chico de 22 años que acababa de llegar a Europa.
“La Araña” contó la anécdota poco antes de embarcarse en la expedición argentina rumbo a la Copa de Qatar, donde la albiceleste ya ha inscrito su nombre en cuartos de final, a solo tres victorias de cumplir con el pronóstico de Guardiola. A nadie le puede extrañar: el técnico catalán es previsor y tiene ojo clínico, y los sudamericanos conforman un equipazo moldeado por la mano de Lionel Scaloni para asaltar el trono de Lusail.
Precisamente, una de las armas de Argentina es Julián Álvarez, el delantero cordobés que comenzó a jugar en el club de su barrio, el Atlético Calchín, antes de ser captado para las inferiores de River Plate. Con “Los Millonarios” la rompió, los jeques del City le echaron el ojo para llevarlo a la Premier, y allí no ha parado de crecer durante una breve pasantía junto a Guardiola, quien lo ha mandado al Mundial como un avión.
Dos dianas en dos partidos como titular ubican a “La Araña” entre los pilares de la albiceleste. Este sábado, en los octavos de final del Mundial, refrendó esa condición al anotar un decisivo gol de pillo tras un error fatal del arquero australiano Mathew Ryan, quien pretendió jugar calmado con los pies en una zona de alto riesgo, justo donde más rápido piensan los tipos como Álvarez, un delantero todoterreno de la misma estirpe de otros atacantes argentinos como Carlos Tévez o Sergio “El Kun” Agüero.
Nadie puede cuestionar su capacidad innata para definir y perforar las redes, y mucho menos su habilidad para moverse por cada rincón de la cancha, presionando, abriendo espacios, tirando diagonales o desmarcándose. El valor de Julián no está solo en sus goles, sino en lo que aporta al juego de un equipo que durante años ha intentado —a veces a la desesperada— no depender exclusivamente del mejor futbolista del mundo para ganar.
Lo probaron con Tévez, con “El Kun”, con Higuaín, con Lavezzi, con todos, y se quedaron siempre a las puertas de dar el último zarpazo en torneos importantes. Sin embargo, con “La Araña”, De Paul, Enzo, Di María, Mac Allister, “Dibu” Martínez y compañía algo parece haber cambiado. Leo Messi, por fin, se ve liberado con la camiseta albiceleste. Es el líder y capitán de “La Scaloneta”, pero ya no tiene que tirar del carro en solitario.
Este detalle se refleja en su actitud. Messi camina menos en la cancha, ya no da la sensación de que flota en una burbuja desconectado del mundo, se le ve implicado al máximo en la recuperación, la conducción, la creación y la definición. No es normal que un futbolista maneje tantas facetas, pero el 10 argentino tiene ese don, y lo demostró frente a Australia en el partido mil de su carrera profesional. Leo, frente a la mirada de la marea albiceleste en Al Rayyan, fabricó el primer gol del duelo a partir de una bravuconada: presión asfixiante en la banda, tiro libre envenenado al área, visión para explotar el juego interior y toque preciso para definir entre un mar de piernas.
De 100 jugadas dentro del área con un atacante frente a tres zagueros más el portero, 99 no terminan en gol. De 100 oportunidades que tiene Messi dentro del área contra tres marcadores más el arquero, más de la mitad acaban subiendo al marcador. No sabemos cómo, pero se las ingenia para remover las redes, a veces con bombazos, a veces con toques tan sutiles que parecen inofensivos. Su magia traducida en precisión.
Antes y después del gol 789 en su carrera, Messi voló en el Ahmad bin Ali ante la mirada de Mario Alberto Kempes, el primer y penúltimo héroe argentino en la conquista de un Mundial; el último miraba desde el cielo. Los australianos vivieron una pesadilla con el 10, un enigma con su cambio de ritmo y su visión para colar balones entre líneas.
Pero ni siquiera en el mejor día de su estrella la albiceleste evita el sufrimiento. Lautaro Martínez falló varias ocasiones muy claras y en otras se encontró con las manos y los pies de Mathew Ryan, redimido tras su error en el gol de Julián. Eso dio aire a los Socceroos, que descontaron por una diana en propia meta de Enzo Fernández luego de un endiablado disparo de Craig Goodwin, y después estuvieron a punto de empatar con una jugada maradoniana de Aziz Behich que Lisandro Martínez cortó con un cuchillo entre los dientes.
Australia revivió a partir de ahí. Apelaron a la épica, al desenfreno, al desorden táctico, y Argentina, que ya había caído en la trampa, estuvo tan cerca de ampliar la ventaja como de irse a la prórroga con el marcador empatado, pero una mano salvadora de “Dibu” Martínez en el descuento evitó el disgusto y ahogó el grito de gol al benjamín de 18 años Garang Kuol.
Esa atajada, que supo a golazo por la escuadra, bajó las cortinas de un duelo más físico y sufrido de lo que muchos argentinos imaginaban. Australia no podía hacer nada más, salvo apostar por encontrarse con otro papel lleno de instrucciones tácticas —como les sucedió frente a Dinamarca— que le enseñaran en el camino al milagroso empate, aunque si eso hubiera sucedido, probablemente el mensaje de Scaloni hubiese sido muy sencillo: “Dénsela a Messi”. Contra eso, diría Guardiola, no hay antídoto.
Van Gaal invierte el orden
Messi superó a Maradona y se ubicó como el segundo máximo goleador (nueve dianas) argentino en la historia de los Mundiales, solo superado por Gabriel Omar Batistuta (10). La persecución de Leo para subir a la cima de la tabla continuará el viernes 9 de diciembre en Lusail, donde se cruzará en cuartos de final ante Países Bajos, vencedor de Estados Unidos en el primer asalto de unos octavos de final que comenzaron distópicos.
No en vano a Países Bajos le llaman la Naranja Mecánica, y Louis Van Gaal es tan creativo como Stanley Kubrick. Los norteños de Gregg Berhalter (formado en equipos holandeses entre 1994 y el 2000) dominaron el balón, tuvieron más remates al arco y propusieron un juego más parecido al cuadro Orange de Rinus Michels y Johan Cruyff. Pero, aunque sigue de naranja, ya Holanda no es Holanda y el fútbol total es a contragolpes, dicen ahora.
El universo invertido. De cualquier manera, no se impuso Hollywood ante las ideas claras del director neerlandés. Depay y De Jong fueron la semilla de donde parten de la creación a la riposta. Blind y Dumfries fueron dos ramas infinitas que se cruzan en el área rival, donde anotaron y asistieron entre ellos, algo que nunca habían conseguido dos defensas en un mismo partido de la Copa del Mundo.
Los norteamericanos parecía que entendían el juego, pero Pulisic no fue Donovan ni Dempsey en esta jornada. La parabola de Wright fue lo único ilógico del ataque de Estados Unidos, por eso fue el único gol que pudieron anotar. Países bajo acoso, bajo asedio. Y Van Gaal sin sudar, moviendo su plan macabro como lo tenía previsto: orden, despliegue y sacrificio. Noppert sigue de portero tapado en Qatar. Una naranja que saca el viejo Louis del fondo de la tierra.
Países Bajos es un equipo que no tiene dudas, peligrosísimo en esta instancia decisiva de la Copa. En cuartos se repetirá la semifinal contra Argentina del 2014, cuando el mismo personaje estaba en el banquillo de los europeos, cuando tenían dos carrileros como la afilada punta de las ramas. El Mundial de Estados Unidos será el próximo, nunca mejor dicho. Algunas estrellas no han subido al cielo todavía.
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