La pelota se ha acabado y ya se siente el silencio; porque la pelota es el motivo y la excusa perfecta de los cubanos para hacer bulla, formar fiesta en cualquier esquina, sacar un televisor al medio de la calle y discutir las jugadas buenas, malas o regulares.
Nada se disfruta más en este archipiélago que el concierto del béisbol, un show multicolor que acapara la atención de los fanáticos buena parte del año, a pesar del déficit cualitativo del certamen doméstico, del éxodo creciente de jugadores y de la cada vez más fuerte influencia de las Ligas Mayores, donde estamos bastamente representados.
Todo esto lo pude constatar durante 22 días de periplo por Matanzas, Villa Clara, Pinar del Río y la capital, siguiendo la pista de la postemporada cubana, en la cual emergió airoso Alfonso Urquiola y sus Vegueros pinareños, merecidos campeones por décima ocasión en la historia.
Justamente, el manager vueltabajero siempre ha hecho referencia al valor del público como un jugador más, y la pura realidad es que las aficiones de los territorios involucrados en la porfía por el máximo galardón auparon hasta la saciedad en sus respectivos escenarios, todos con mosaicos disímiles en las gradas y los alrededores, donde también se vivió un espectáculo de altura.
Si me preguntan, las plazas de Pinar del Río y Matanzas se llevan los honores como las más populares, porque dentro y fuera del estadio se respira el ambiente beisbolero por igual. Pantallas gigantes en diversos puntos, multitud de ofertas y variantes recreativas pos partido son algunos de los detalles que distinguen estas localidades.
En el interior hay otra mística, sin importar los vetustos terrenos, casi siempre secos, reclamando agua como cualquier paraje desértico. Para empezar, tenemos a los recogedores de pelotas, por lo general hombres flacos pasados los treinta con apariencia de 50, quienes tranquilamente corren más rápido que el “Gordo” Peraza de home a primera.
Además, ya sea en el Capitán San Luis, el Victoria de Girón, el Sandino o el Latino confluyen vendedores de todo, con supremacía de las palomitas de maíz, las tan populares “rositas”, de seguro el producto más demandado en las gradas del bosque izquierdo o en los palcos preferenciales detrás del home.
Estos cuentapropistas o comerciantes ilegales —es imposible distinguirlos— establecen su particular competencia mientras las dos novenas se baten en el diamante, pero, tal vez, la más férrea batalla en un estadio, al margen de cuestiones deportivas, se produzca entre las congas de uno u otro equipo.
En mi travesía pude concluir que ninguna suena como la santiaguera, pero en cada espacio, a falta de una figura representativa al estilo de Armandito “el Tintorero”, los “músicos” asumen el liderazgo con su sabor distintivo, capaz de levantar las tribunas y motivar a los equipos, algo que no creo logren los apabullantes sonidos de las cornetas y las matracas, absolutamente insoportables.
Pero lo más fabuloso en todo este asunto es que la inmensa mayoría de los aficionados pueden comunicarse, sin necesidad de usar señas como los peloteros en el terreno. En las gradas, aun con el ruido más infernal, se las agencian para conversar y discutir sobre las estrategias y jugadas que se suceden en un pleito.
En ocasiones, cuando los partidos entran en un punto muerto o se definen, se habla entonces de otras cosas, del dinero que perdieron ayer o del que pueden ganar mañana. Se habla de las Grandes Ligas, de Tanaka, de Pineda, de Beltrán, de Pujols, de Cabrera, de los cubanos, aunque todo depende del lugar donde te encuentres.
En Villa Clara, por ejemplo, se habla más de Leonys Martín, de sus bases robadas con los Rangers de Texas, y también se preguntan cómo dejaron escapar de la ciudad naranja a José Fernández, convertido en el pitcher sensación de las Grandes Ligas luego de su sobrenatural desempeño con los Marlins de Miami.
Más al oeste, en la capital, se sufre por el desempleo de Kendrys Morales, mientras los pinareños cuelgan al lado del dogout la camiseta número diez del mismísimo Alexei Ramírez con los Medias Blancas de Chicago, donde se encuentra la mayor colonia cubana en las Mayores, con la representación de Dayán Viciedo, Adrián Nieto y José Dariel Abreu.
De eso también se habla en los estadios, y lo mismo puedes encontrarte con un fanático enfundado en la chamarreta verde y amarilla de los Atléticos de Oakland con el dorsal 52 y el apellido Céspedes encima, que con una rojo intenso de Cincinnati correspondiente al supersónico Aroldis Chapman. Eso sí, cuesta mucho trabajo reunir a diez personas con las casacas de los equipos provinciales o de la selección nacional, una pena.
El toque de distintivo en este paisaje lo ponen los peloteros sobre la grama, a pesar del escaso nivel, de los errores, del escaso repertorio de los lanzadores, del descontrol, de la pobre efectividad…
Esas limitaciones no impiden a los jugadores ejercer el rol protagónico, preferido también por los mentores, solo que todos no lo manifiestan igual. Por ejemplo, no hay mayor muestra de egocentrismo que la imagen estática de Lázaro Vargas en la cueva azul, con aproximadamente 16 cucuruchos de maní a su alrededor, en el cuarto inning.
También son fascinantes las caminatas de Ramón Moré por el dogout naranja, tal parece que rezando porque alguno de sus discípulos decida reclamarle el puesto de director. Claro, esto no compite con el show de Víctor Mesa, que esconde (créanlo o no) debajo de su silla una libreta con todos sus errores, celosamente protegida por uno de sus más confiables guardaespaldas gigantes.
Y por último, aparece con su flamante tabaco, Urquiola, que no permite a sus jugadores entrar en el banco sin que algún arriesgado salga antes a “limpiar” cualquier trabajo del rival. Después, con la nariz tapada por el hedor salen los prescindibles y segundos más tarde aparecen los titulares, prueba de que las supersticiones se manejan con mucho recelo en estas circunstancias.
Así, poco a poco, se dibuja el lienzo beisbolero en nuestros estadios, con pinceladas de aquí y de allá, aunque siempre quedan borrones, propios de una pelota que a veces da la impresión de respirar por vía artificial. Año tras año colgamos estas pinturas en la pared, conscientes de que la próxima obra puede mejorar, pero nunca ser peor.
Foto: EFE