Los días de Messi en La Habana

Se llama Lionel Andrés Messi, Leo, Lío, La Pulga Atómica, El Mesías, LM10 o D10S. El comentarista cubano Renier González la ha emprendido con él. La emprende la afición argentina, quizás cansada de un fútbol monoteísta para su selección nacional, cuando no le rinde como el D10S que es en el Barcelona y le dicen pecho frío. La emprende CR7 cuando le toca fruncir el rostro y reconocer, mal que le pese, que su máximo rival es el mejor jugador de la historia.

La emprende la defensa del equipo contrario: en El Clásico reciente, Marcelo levantó el codo más de la cuenta y le cortó el labio al rosarino.

Literalmente –aquí sí– Messi dio su sangre en el terreno del Bernabéu. La escupió sobre la grama. El césped la sorbió como un trago amargo, como aceite de castor. De todas las sangres que pasan por ahí, tuvo que deglutir la de su peor enemigo mezclada con su saliva. La saliva es más repulsiva porque su expulsión es voluntaria y siempre tiene algo de irrespeto. Las gradas también la saborearon. Las del Madrid, con algo de hematófagas, hubieran pedido enardecidas que fueran a por más: que Marcelo no solo le hubiera picado el labio al D10S, sino que le hubiera destrozado una arteria mayor y no esos vasitos sanguíneos mínimos del bezo que son muy poco para la inmensidad que se encoge tan humildemente en Lío. Las del Barça, de su lado, sintieron el deslizamiento tibio de la sangre del argentino como si fuera la suya propia.

Pero Marcelo no es el Júpiter que abata a Saturno. Ni Casemiro. Ni el ególatra fulminante de Cristiano Ronaldo. Ni todo el Real Madrid junto. O, por lo menos, no lo fueron en este Clásico.

El último gol fue la prueba de ello. Justo cuando Messi parecía haberse volatilizado en la cancha, tuvo una, solo una, en sus pies, y la empujó para anotar contra sus archienemigos y, de paso, contra el exceso de confianza de Zidane. Con uno de menos, con Sergio Ramos, el de los cabezazos in extremis, echado por roja directa en el segundo tiempo, El Madrid, lejos de asegurar un empate, se fue a la ofensiva. Y, si bien James les había devuelto el alma a los Merengues minutos antes, pasó lo que sabíamos que iba a pasar. Lo que sabía el vivísimo Marcelo. Lo que sabía Keylor, que había agotado el arsenal de atajadas bajo los tres palos. Lo que sabía Míster Zizou con su perfil argelinamente sereno. Lo que sabía, a santo de qué engañarnos, Florentino Pérez. Y mis vecinos.

Mis vecinos son de la clase de vecinos que no quieres tener de vecinos durante El Clásico. Escandalizan si la pelota le pega al larguero y bota. Si CR7 tiene todas las de anotar y se la manda a un camarógrafo. Si no pitan penal habiéndolo. Si agarran a uno en fuera de juego a punto de adentrarse en el área. Si la gambeta y la carrera de tal habilidoso deja a cuatro rivales quebrados por el camino.

Si Messi es Messi. Si Messi no es Messi.

Además, confunden. Si me traslado a la cocina a tomar agua de la nevera, ellos rugen y yo entonces corro para solo encontrarme con la imagen de un balón que patearon por fuera y se pierde en el piélago de los hinchas. Cualquier balón que vaya a parar al exterior de una cancha de fútbol, ya sea por el lateral o por el fondo, pierde sentido, deja de ser una esférica poderosa, se vulgariza. Y en un Clásico nadie está para enfocar vulgaridades.

Mis vecinos salen a comprar posters de futbolistas. Cantan reguetón durante los partidos. Intentan cantar el himno de la Champions League, al que, felizmente, no le han hecho una versión en reguetón. Intentan hacer chanza. Pegan manotazos a las persianas si su equipo anota. Pegan manotazos a los muebles si su equipo no anota.

Vivimos la pasión en un país cada vez más divido entre barcelonistas y madridistas, cada vez más dividido entre gente con pasaporte español y gente con pasaporte cubano, y mis vecinos parece que quieren llevar la voz cantante. Nunca los he escuchado tan alborozados por el béisbol. En mi zona, en mi Comité de Defensa de la Revolución, el deporte nacional no tiene los días contados; es, de hecho, un pariente lejano y un difunto. El fútbol es, con todo lo endógeno y vernáculo que alcanza a ser, el pasatiempo supremo.

Sobre las seis de la tarde, uno de mis vecinos baja con una cara que el Sistema Informativo de la TVC hubiera calificado de “visiblemente emocionada”. Ya ha gritado contra los otros sus mofas, ha derrochado contra él mismo su ingenio. El vecino es bermejo y algo zambo y madridista –o “madrilistas” en vox populi. Otro fanático de los Blaugranas lo espicha, hace leña del árbol caído. Dice que después de que Messi marcara el tercero para poner el 3-2 final del partido, llamó por teléfono al madridista bermejo y que, por cómo se escuchaba, debió haberse escondido en el armario y contestar desde ahí adentro. El madridista bermejo dice que todavía le queda juego a La Liga y que su equipo aún se mantiene disputando la Champions. El barcelonista dice que Messi definió como definen los grandes, que los goles de Casemiro y James fueron nonadas. Después, otros dos casi se van a las manos por un deporte que se juega regladamente con los pies, pero que también involucra a las almas habaneramente pendencieras.

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