“Arreglar el mundo” es una expresión popular asociada a cometidos más o menos imposibles. No obstante, una vez se logró y ahora se intenta nuevamente. La diferencia es que ayer obedeció a necesidades históricas, mientras quienes hoy lo pretenden hacer a marcha forzada, carecen de fórmulas viables y encuentran formidables hándicaps.
La primera vez la gestión se asoció a la conmoción generada por el fascismo y por la II Guerra Mundial en la cual la coalición aliada (EE. UU, Unión Soviética y Gran Bretaña) resultaron vencedoras. El mundo libre de entonces, integrado por unos 50 países estuvieron de acuerdo con las propuestas.
Desde 1941, al mismo tiempo que se combatía al fascismo en frentes de batalla de todo el mundo (excepto América) los líderes de las tres potencias aliadas (Roosevelt, Stalin y Churchill) negociaron acuerdos políticos y diseñaron una arquitectura internacional que reparó la barbarie fascista, auspició la descolonización y entronizó salvaguardas para que tal cosa no volviera a ocurrir.
El centro del entramado fueron la ONU con tres piezas claves: la Asamblea General que permite conocer lo que piensa el mundo sobre los temas más importantes, el Capítulo VII de la Carta que autoriza el uso de la fuerza para preservar la paz y el Consejo de Seguridad, órgano ejecutivo.
A estos mecanismos se sumaron los acuerdos de Bretton-Woods y La Habana que mediante la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) el Banco Mundial (BM) y el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT) ordenaron las finanzas y el comercio mundial.
El trabajo no fue perfecto, pero resultó satisfactorio de cara a las necesidades del mundo de entonces. Tan robustas fueron las estructuras creadas que resistieron las tensiones de la Guerra Fría, permitieron la descolonización y la aparición de unos 40 nuevos estados, la formación del campo socialista y el avance de la Unión Soviética y de China. Desde 1948, las Naciones Unidas han desplegado 63 operaciones de mantenimiento de la paz con efectivos aportados por 120 países.
En las últimas décadas, debido a las enormes desigualdades económicas, a las injustas condiciones impuestas por el intercambio desigual y por la ausencia de democracia en las relaciones internacionales, algunos líderes han predicado la necesidad de reformar el orden internacional y algunas visiones extremas insisten en la necesidad de sustituirlo.
El debate se acrecentó debido al colapso de la Unión Soviética que dejó un vacío en la política mundial que, junto a otros factores, ha conducido a un reajuste de las relaciones internacionales el cual, a pesar de su envergadura y complejidad geopolítica, salvo eventos lamentables como la guerra de la OTAN contra la ex Yugoslavia, discurría de modo más o menos pacifico hasta 2022 cuando se desató la guerra en Ucrania.
La guerra que hoy se libra en Europa y que involucra directamente a unos 40 países, cuatro de ellos poseedores de armas nucleares, es la mayor catástrofe política saldada militarmente desde la II Guerra Mundial, con potencial para escalar hasta conducir a un enfrentamiento directo de tropas de Rusia con las de la OTAN en suelo de Europa occidental o la propia Rusia, incluso a una confrontación nuclear.
Ante semejante escenario la discusión en torno a la reforma o sustitución del orden económico y político mundial es bizantina. De momento no urge arreglar el mundo, sino salvarlo. Si no se detiene la barbarie y se alcanza la paz, como mínimo un armisticio, probablemente no haya mundo que reformar ni personas para disfrutarlo. “La paz, sostuvo Mandela no es un camino, es el camino”. Allá no vemos.
*Este texto se publicó originalmente en el diario mexicano Por esto! Se reproduce con la autorización de su autor.