Fotos: Arién Chang y Rodolfo Romero
Llegar a Camajuaní, sobre todo en tiempos de Parrandas, es reencontrarse con la Cuba más auténtica, esa que conserva intacta sus tradiciones y que no suele aparecer en las guías de viajeros.
Gente sencilla, acogedora y espontánea, es la que habita este tranquilo pueblo de la provincia de Villa Clara, rodeado de fértiles valles, que aún conserva su nombre precolombino de Camajuaní o “aguas cristalinas”. Fundado alrededor de 1864, cuando los Ferrocarriles Unidos de Caibarién establecieron una estación en terrenos de la hacienda que dio nombre al poblado, que puede parecer por momentos detenido en el tiempo.
Pero esa quietud desaparece cada año en el mes de marzo para dar paso a las Parrandas, fiestas genuinamente populares, donde se unen la música, la danza, las artes plásticas y la pirotecnia, convirtiéndolas en uno de los espectáculos más grandiosos y bellos de Cuba.
Es una tradición que se desprende de las parrandas de Remedios y que a su vez tiene su origen en otros festejos regionales españoles que pasaron a nosotros por intermedio de nuestros ancestros ibéricos. El 6 de enero de 1894 nace así la parranda camajuanense, para llegar a nuestros días como la más fuerte seña de identidad del pueblo.
Las fiestas desde sus inicios dividían al pueblo en dos bandos, el barrio de Arriba y el barrio de Abajo, o la Loma y la Cañada, que poco tiempo después adoptaron los motes de Chivos y Sapos: los barrios de Santa Teresa y San José, respectivamente.
Desde entonces hasta hoy, los parranderos —o mejor dicho, el pueblo entero— trabajan en silencio durante todo el año para que sea su barrio el triunfador, sorprendiendo con majestuosas carrozas, contagiosas congas, o alucinantes fuegos artificiales.
En una perfecta simbiosis entre la cultura universal y la creatividad local, las carrozas recrean historias que pueden ir desde el parisino Moulin Rouge hasta los escenarios de Las mil y una noches, mientras ambas se enfrentan en la calle principal del pueblo, derrochando colorido y fantasía.
Hubo tiempos aún más pródigos. Antonio Alemán era un niño en las primeras décadas del siglo XX, pero recuerda que por aquellos años sacaban a veces hasta veinte carrozas cada barrio. “Porque los turcos y los chinos hacían sus carrozas y las donaban al barrio de su simpatía. Una vez los turcos sapos sacaron dos carrozas y estas tenían tanto oro y plata, que salieron custodiadas por un cordón de policías”, contaba tiempo después.
Quizás como aporte del criollo mestizo y del negro de los ingenios circundantes, surge la conga o changüí, el momento que arrastra al pueblo entero al ritmo de la música por las calles. En el changüí, junto a banderas de cada barrio, no pueden faltar unos personajes ya convertidos en símbolo de las parrandas, los Cabezones o Muñecones, caricaturas gigantes que cobran vida en el cuerpo de bailadores; estos fueron introducidos desde Canarias en 1921 y se extendieron en la década de 1930 a otras localidades, regresando incluso al Carnaval de La Habana.
Son los fuegos artificiales los encargados de iniciar y cerrar las Parrandas en un alarde de pirotecnia que se hace sentir en cada rincón del pueblo. De origen chino, estos fuegos iluminan la noche camajuanense con una indescriptible gama de colores. Una explosión continua de luces de bengala, palenques y voladores glorifican el espectáculo, convirtiéndose en el sentido mismo de las Parrandas.
Tras la última noche de jolgorio, amanece en Camajuaní. Vuelve la tranquilidad a recordarnos otros motivos para llegar y conocer este rincón cubano…, pero la calma es solo aparente. En cada barrio, Sapos y Chivos ya comienzan a preparar las Parrandas del año próximo.