Una de las narraciones de Gabriel García Márquez que más me ha atraído es Crónica de una muerte anunciada. No pretendo debatir aquí si esa es, o no, su mejor obra. Solo digo que para mí esa novela es como un reflejo más o menos espectacular de la vida cotidiana de cualquier pueblito de Latinoamérica o del Caribe. Me explicaré y lo haré narrando lo que me sucedió una noche a finales de los años 60, en la vieja villa de Guanabacoa, al este de La Habana. Aquella noche mi amigo Alberto y yo fuimos a ver un viejo western en el cine Carral, el más importante de allí. Como el filme en cuestión era de vaqueros, es decir, de acción y aventuras, muchos jóvenes fueron a verlo también.
Una vez instalados en el interior del cine y comenzada la película, mi amigo Alberto hizo un comentario en alta voz sobre algo que no recuerdo de la cinta. En la fila delantera a la nuestra estaba sentado un trío de jóvenes amigos y yo conocía a uno de ellos: Pepe. Vivía en mi barrio. Tenía pedigree de bravucón y además era un prometedor figurante de una de las más famosas comparsas de los carnavales habaneros de la época. En fin, que a Pepe no le gustó el comentario de mi amigo Alberto, e incluso pensó que se refería oblicuamente a su persona. Pepe se volteó en su asiento e increpó en alta voz a mi amigo Alberto, y pronto comenzó un altercado entre ambos que por fortuna pude calmar –curiosamente los amigos de Pepe permanecieron en total mutismo–, cumpliendo así con mi elemental deber de amigo de uno y conocido del otro.
Al terminar la función –los cowboys villanos muertos o presos, y el héroe en brazos de su rubia y casta amada–, nos dirigimos a la salida del cine y allí mismo se reinició el altercado entre Pepe y Alberto. Justo en la marquesina de la entrada del cine hube de intervenir de nuevo para evitar un riña entre ambos. Pero Pepe no atendía a razones: quería sangre. Sin transición, como si fuera un panning de un plano secuencia, Pepe se viró hacia mí y me retó ante todos, malinterpretando olímpicamente mis buenas y pacíficas intenciones. Era evidente que el papel de “casco azul de la ONU” no me iba para nada. No pude evitarlo. Cualquier vocalización de mi parte hubiera sido juzgada como mera cobardía. Pepe me instó a seguirle a un lugar “apropiado” para pelear como hombres.
Nos desplazamos unas cuadras, hasta una calle junto al Instituto Preuniversitario donde Alberto y yo estudiábamos entonces. Nadie del numeroso público que salía del cine y que había sido testigo de los hechos intervino para evitar la riña. Era ley tácita en Guanabacoa que los hombres resuelven sus diferencias por sí solos. Mientras caminaba hacia el sitio del “duelo” me preguntaba cómo me había involucrado en aquello. Yo, y no Alberto, era quien debía enfrentar a Pepe. Ahora Alberto y los dos compañeros de Pepe parecían los padrinos de aquel absurdo duelo. Una vez frente a frente ya en el lugar “apropiado”, nos enredamos a puñetazos y en segundos rodamos calle abajo –tenía una pronunciada pendiente aquella solitaria y mal iluminada rúa–, enlazados en un furioso abrazo. Cuando dejamos de rodar cuesta abajo, al final de la pendiente, Pepe quedó encima de mí. Mala suerte, pensé. Me preparé para lo peor pero, inesperadamente, Pepe se incorporó y me tendió la mano para que me levantara. Una vez de pie y frente a frente de nuevo, Pepe –que era algo mayor que yo en edad y en tamaño y que tenía mucha más “calle” que este aprendiz de hippie pacifista que les habla– me dijo solemne y sentencioso: —Bien, ya quedamos como hombres.
Nos dimos la mano y subimos la cuesta. Arriba se recortaban contra el oscuro telón de la noche las siluetas de nuestros “padrinos”. Una vez allí, cada grupo se fue por su lado. No le dirigí la palabra a mi amigo Alberto en todo el trayecto hasta la parada del ómnibus. Me parecía injusto y desleal de su parte que no hubiera hecho nada por detener aquella absurda y fugaz pelea de la que él mismo era responsable, en alguna medida. Pero tampoco podía dejar de pensar en los extraños preceptos de mi cultura circundante e inmediata. Aquel encuentro había sido un amago, una caricatura de pelea callejera. Solo contaba el juego de las apariencias, el camuflaje social, para cumplir con aquella peculiar ética pueblerina que años después volvería a encontrar en las páginas de Crónica de una muerte anunciada.