Nació como predestinada a la diferencia, empezando por su nombre, puesto por su padre, Enrique Loynaz del Castillo (1871-1963), tras el del mulato santiaguero Francisco Adolfo (Flor) Crombet (1851-1895), un indicador de que el imaginario del independentismo había calado en el autor de la letra y la música de “El himno invasor”.
Otros se negaron a recibir órdenes de superiores no blancos. Pero ciertamente no quien había sido amigo personal de José Martí y ayudante de campo del general Antonio Maceo, al que una vez salvó de un atentado en Costa Rica.
Ella fue la menor de cuatro hijos, llegados al mundo en escala de dos: Dulce María (1902-1997), Enrique (1904-1966), Carlos Manuel (1906-1977) y Flor (1908-1985). Y familiarmente conocida, por lo mismo, como “La Beba”.
La más liberal y rebelde, tanto que, según su hermana mayor, “no se pudo seguir con ella la antigua costumbre de ponerle una niñera o manejadora. No soportó a ninguna, las arañaba, las mordía hasta que se iban”.
En los años 20, cuando la palabra feminismo estaba entrando en el vocabulario nacional, Flor la encarnó como pocas. Se rapó la cabeza. Fumó puros, a lo George Sand, y se metió en los bares, esos territorios masculinos indisputables, a beber ron como el más pinto.
Y anduvo La Habana en un Fiat 1930. Una personalidad decidida, que no solo la llevó a involucrarse en el Directorio Estudiantil y el atentado a Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado durante la tiranía machadista, sino también a escribir poemas como este:
No existe ningún muro entre nosotros,
si existiera
con más o menos trabajo al final lo derribara.
No existe abismo alguno entre nosotros,
si existiera
todo amor tiene alas.
No es tampoco que estemos tan lejos
puesto que toda distancia
por muy grande que sea tiene un límite.
¡Y lo que tiene límite se alcanza!
Tal vez por todas esas cosas, y otras más, Federico García Lorca la escogió como cómplice durante su estancia habanera. Después de su primera incursión en la casa de Línea y 14 buscando a Enrique, cuyos poemas conocía desde España, Flor fue sin embargo la anfitriona de jornadas donde la relación día / noche se invertía, junto a su hermano Carlos Manuel, a quien Federico dejó –sin que sepamos muy bien cómo, ni por qué– el manuscrito de su obra teatral El público, esa misma que no le gustaba a su hermana Dulce María.
Lo había concebido “para ser silbado”, escrito en hojas timbradas del Hotel La Unión, en La Habana Vieja, después de “una de las crisis más hondas de mi vida” que lo había llevado a Nueva York, como confiesa en una carta a Sebastiá Gasca.
Las crisis eran con Salvador Dalí, ahora también por el Romancero Gitano (1928), que el pintor defenestró. Y con el joven escultor Emilio Aladrén (1906-1944), por relaciones de esas que lo dejaban exangüe y que conducirían, andando el tiempo, a los Sonetos del amor oscuro, fruto de un intercurso tormentoso con Rafael Rodríguez Rapún (1912-1937), con el cual compartió la experiencia del grupo teatral La Barraca:
Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.
Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.
Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.
Pero sigue durmiendo, vida mía.
Oye mi sangre rota en los violines.
¡Mira que nos acechan todavía!
A Flor le dejó el de Yerma, cuyo destino no se conoce a ciencia cierta. El público fue arrojado al fuego cuando Carlos Manuel se convirtió en “Manolo el Loco” y lo quemó todo. Después del asesinato de Federico, Flor escribió lo que solo puede escribirse cuando existe un profundo conocimiento del otro: “El amor apenas / le rozó los dedos… / La vida le dijo / adiós desde lejos, / agitando en alto / un sucio pañuelo / y el cielo esa noche / quedó sin luceros / ¡Que todos en balas / los clavó en su cuerpo!”.
“Se ha dicho que fuimos novios o amantes y no es verdad. Nunca le interesé a Federico y él tampoco a mí, pues éramos amigos. Pero tampoco es cierto que se haya ‘desatado’ en La Habana con otros placeres, porque era muy refinado y todo un ‘señorito andaluz’, con mucha clase y muy elegante a su manera”, le dijo una vez al entonces joven investigador Alejandro González Acosta, hoy uno de los mejores conocedores de toda la obra y milagro de la familia Loynaz.
Su producción poética, escasa y no recogida en libro sino hasta después de su muerte, se mueve básicamente entre modernismo y posmodernismo; de ahí su coloquialismo contenido, cercano al de la segunda generación republicana, a la que Flor pertenece. Y por eso nada grandilocuente, sino apegada a un minimalismo en el que el sujeto poético se vuelve hacia lo cotidiano para descubrir la belleza allí donde la mirada común no la percibe.
Se trata de una poética que pudiera calificarse, por hablar mal y pronto, de apología de lo ordinario. Poemas y sonetos al ron, al motor de su Fiat, a sus perros, su biblioteca y las polillas, entre otros, forman entonces parte de su peculiar manera, asombrosamente fiel a sí misma en el transcurso del tiempo:
Libros maravillosos y deshechos
donde la traza y la polilla un día
con hambre semejante al hambre mía
aquí encontraron alimento y lecho.
Viviendo estamos bajo el mismo techo
¡y bien conoce Dios cuánto querría
aplastaros a todas a porfía
si al corazón no repugnara el hecho!
Mas pienso en vuestras vidas pequeñitas
que aquí transcurren apaciblemente:
y en mi vida que pasa lentamente
como un ala entre sombras infinitas.
Es por eso que inclino la cabeza
y se cruza de brazos mi tristeza.
“Soy un barco perdido y la orilla no busco, / quizá por mi cansancio o quizá por mi orgullo. / Soy un ave perdida en el espacio oscuro / y dejo que me lleve el aire a cualquier punto”, escribió.
Su poesía y figura seguirán creciendo bajo la yerba.