Son más de las diez de la noche en el distrito urbano de Darnitsa, al sureste de Kiev. Raidel Arbelay, un cubano que vive en uno de los edificios de la zona, está sentado en la esquina de la sala, alejado de las ventanas de su casa, a oscuras. La única luz en la habitación viene de la pantalla de su celular, que se enciende una y otra vez por los mensajes que le llegan, lo mismo desde Nikolaev —al sur de Ucrania— que desde Polonia o San Juan de los Yeras…
Afuera, cae una ligera llovizna y hace algo de frío, quizás uno o dos grados, pero nada significativo para un país adaptado a vivir bajo cero por estas fechas. Arbelay acaba de llegar a su casa tras un viaje de más de 700 kilómetros, pero sigue vestido: lleva un suéter gris con gorro, un jean oscuro y botas, como si sospechara que va a tener que salir en cualquier momento.
“Aquí la situación ahora está tensa nuevamente. En todo el día no había visto ninguna operación, parece que estaban esperando que se terminaran las conversaciones, pero hace un momento han metido dos bombazos para destruir una unidad militar que hay aquí cerca y por poco se me caen las ventanas”, me dice Arbelay, una de las tantas personas que vive al pie del cañón cada capítulo de las operaciones militares rusas y la resistencia ucraniana en el más reciente conflicto bélico que desvela a la humanidad.
En los últimos cuatro días, Raidel casi no ha pegado un ojo. Tiene miedo —me cuenta— y suplica por el abrigo de Dios cada noche: “Me entra un escalofrío que nunca había sentido. Es algo que no le deseo a nadie, esa sensación de no saber qué va a pasar si te acuestas”.
La incertidumbre ha sido mucho mayor desde el pasado viernes 25 de febrero, cuando las tropas ucranianas tumbaron un avión no tripulado ruso que cayó en un edificio cercano, a unos 700 metros de su casa, y destruyó varios balcones.
“Nosotros no pensábamos irnos, pero desde ese día tomamos la decisión de que nuestros hijos tenían que estar lejos de aquí. Sentí miedo por la vida de ellos”, recuerda Arbelay, quien ha visto a su familia separarse desde que comenzaron los ataques rusos el 24 de febrero.
Primero, su esposa Margarita y su hija Marisa, de seis años, se fueron a una estación de metro que ha servido de refugio, mientras él y su hijo Miguel, de 15 años, se quedaron en casa. “Queríamos estar juntos, pero en los refugios hay mucha gente. Casi no hay aire para respirar y no podíamos quedarnos todos”, relata Raidel, cuya familia ahora está lejos del peligro.
El fin de semana, horas después del derribo del avión cerca de su casa, salieron en el bus de su suegro rumbo a Polonia y se separaron a seis kilómetros de la frontera Rava-Rus’ka, al oeste de Ucrania. “Tenía planeado hacer con ellos todo el trayecto hasta que estuvieran seguros, pero fue muy difícil verlos partir y no poder cambiar ese destino. Desde que los dejé, estuve como una hora llorando hasta llegar a Leopolis para tomar un tren rumbo a Kiev.
“Este regreso ha sido muy duro sentimentalmente. Estoy tranquilo porque ellos están a salvo, pero no es fácil dejar a los hijos y no saber qué puede pasar con ellos o conmigo. Será todo muy complicado hasta que no los tenga otra vez cerca. Mi alma está partida desde que me despedí, porque no sé si algún día los vuelva a ver”, asegura Raidel.
Ahora su familia estará en casa de unos amigos en Cracovia, cerca de la frontera entre Polonia y República Checa, y si dentro de unos días no hay cambios y sigue el conflicto, estamos valorando la posibilidad de que ellos vayan a España un tiempo a quedarse con otros amigos que están dispuestos a recibirlos”
Yo decidí quedarme porque en mi corazón entendía que no podía dejar esto, me iba a sentir como una rata. Es mejor estar aquí con miedo que estar huyendo”, me dice Arbelay, cuya mentalidad parece de un ucraniano con mucho sentido de pertenencia.
Precisamente, al escucharlo, le pregunto cómo fue que llegó a Ucrania hace casi 30 años, pero su respuesta es escalofriante: “Ahora no puedo hablar, están bombardeando”.
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Raidel Arbelay nació en noviembre de 1970 en San Juan de los Yeras, un pequeño poblado del municipio Ranchuelos, en Villa Clara, con el cual conserva vínculos eternos. Allí viven su madre, su hermana, sus tías y sus primos, quienes han estado en vilo desde hace una semana por la tensa situación en el este de Europa.
“Hablo con ellos todos los días, lo que no les doy muchos detalles de lo que está pasando. Mi mamá es hipertensa y diabética, imagínate, no quiero preocuparla más de lo que ya está con las noticias”, me cuenta Raidel en una comunicación entrecortada por Messenger o Whatsapp, por donde primero salgan los mensajes.
La familia cubana y sus amigos, desde la distancia, han sido un apoyo fundamental para este hombre de 51 años, profundamente creyente. “Nunca me he sentido solo, las oraciones de mis hermanos me acompañan y me protegen”, dice.
Arbelay conoce a la perfección el terreno de la antigua Unión Soviética, pues llegó allí en 1989 para estudiar en el Instituto de Construcción de Maquinaria. Poco después se graduó como ingeniero electromecánico, regresó a Cuba y en 1996 decidió establecerse en Ucrania, donde ha incursionado en diversas esferas, desde el béisbol hasta el trabajo forzoso en una planta de acero inoxidable como herrero metalúrgico.
“Lo que estudié nunca lo pude ejercer, porque en Ucrania los ingenieros y los profesores de universidad ganan menos que los obreros. Yo desde que llegué aquí lo que hice fue jugar pelota, me pagaban por eso, y hasta integré el equipo nacional hasta el 2010”, recuerda.
Lo del béisbol no es casualidad. Raidel lo lleva en la sangre y, como muchos cubanos, intentó cumplir su sueño de brillar en los diamantes, pero solo pudo jugar de manera organizada hasta nivel provincial en Ranchuelo. “Nunca logré hacer el equipo Villa Clara”, se lamenta, aunque reconce que siente mucho orgullo por ser de la misma tierra que Rolando Arrojo, una de las mayores estrellas del pitcheo cubano en las décadas del 80 y 90 del siglo pasado.
Esa pasión por el deporte de las bolas y los strikes se la llevó a Ucrania, donde todavía es recordista en jonrones de la liga nacional por los 26 vuelacercas que pegó en la campaña de 1996. Aunque ha pasado el tiempo y ahora ocupa una plaza como agente de soporte del banco suizo online Dukascopy Bank, Raidel se resiste en dar la espalda al béisbol.
“Nunca he dejado de practicar, incluso, en los últimos tiempos he sido capitán y Jugador Más Valioso del equipo nacional de veteranos”, afirma con cierto orgullo y consciente de que su permanencia en el béisbol le permite mantenerse cerca de sus raíces.
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En Kiev, antes de los primeros ataques rusos el pasado 24 de febrero, ya habían largas colas en distintos mercados. “La gente sabía lo que podía pasar y todo el mundo fue a abastecerse con víveres y productos de primera necesidad. Las colas siguen, el problema ahora es que hay menos cosas para comprar”, cuenta Raidel Arbelay desde la soledad de su apartamento en Darnitsa.
Aunque Kiev mantiene activos los servicios vitales (electricidad, agua, hospitales, mercados), la situación se ha vuelto muy compleja para todos aquellos que no tienen adonde ir o no pueden refugiarse lejos de las ciudades que están bajo el acecho de las fuerzas rusas porque no disponen de los recursos necesarios.
“Los refugios no tienen la calidad aconsejable, por eso muchos se quedan en sus casas y se meten en los baños cuando empiezan los bombardeos. En esas circunstancias, la tensión es muy grande porque no sabes por dónde puede venir un ataque”, asegura el cubano.
Todavía Raidel no tiene muy claro cómo se ha llegado a este punto, de hecho, jamás pensó en una escalada de violencia semejante por ningún motivo. “Desde mi punto de vista, creo que Vladimir Putin tiene una espina clavada con Ucrania desde que Víktor Yanukóvich dejó la presidencia del país. Él era su garantía aquí y al salir de la escena perdió muchas inversiones que había hecho.
“Entiendo que esa es una de las principales causas de lo que está pasando ahora, pero lo peor es que no veo vías de solución a corto plazo. Es cierto que ya se sentaron a conversar, pero Putin es un hombre que lleva las cosas hasta el final y dijo que en tres días iba a llegar al Maidán. Ya va por cinco días y no lo ha logrado, así que en algún momento los ataques van a ser más intensos. Ojalá que Dios se le meta en la cabeza y entienda que tiene que parar este conflicto, porque él es el único que lo puede parar”, explica Arbelay, quien ha pensado en apoyar a la resistencia ucraniana.
“Yo soy cristiano y no voy a tomar un arma para matar personas, pero iría a acompañar al ejército, a curar heridos y ayudar en lo que haga falta. No quiero ser héroe, solo quiero que esto termine para estar con mi familia”, afirma el cubano, consciente de que en el escenario actual nadie se puede considerar ganador.
“Hay miles de personas desplazadas, hay ya cientos de muertos entre los dos bandos y también civiles han perdido la vida. Eso era inevitable desde el momento que comenzaron los ataques. Dicen que están tratando de no tirar a los civiles, pero es casi imposible cuando disparas a sitios puntuales en una ciudad muy urbanizada como Kiev. Al final en una guerra no gana nadie”, dice.
Ya casi termina febrero en Kiev. La llovizna y el viento frío anticipa, quizás, algo de nieve. Raidel Arbelay sigue despierto, no sabe si podrá conciliar el sueño en medio de una noche excesivamente tranquila y tensa. “Ahora está todo como un desierto. No hay nadie en la calle y las luces apagadas.”