El 6 de enero, una variopinta muchedumbre de enfurecidos partidarios del expresidente Donald Trump protagonizaba uno de los momentos más bochornosos de la historia reciente de la democracia estadounidense. Atizados por una campaña de deslegitimación del proceso electoral que había dado la victoria al demócrata Joe Biden, contrincante de Trump, y caracterizada por una mezcla explosiva de clasismo, odio racial y teorías conspirativas, la masa asaltaba el Capitolio de Estados Unidos. Mientras los congresistas, los cuales debatían justo en ese momento la certificación de los resultados del colegio electoral que habría de concluir el proceso electoral sancionando formalmente la victoria de Biden, salían del edificio, los asaltantes convertían el Congreso de los Estados Unidos en su vivac por algunas horas.
La toma del corazón pulsante de la democracia estadounidense por parte de los fanáticos de Trump representaba, en forma gráfica, la culminación de una presidencia que había cuestionado sistemáticamente durante cuatro largo años las instituciones y las prácticas fundacionales del régimen democrático del país. Es decir, los eventos del 6 de enero venían a explicitar, ya sin ambigüedades, que la democracia estadounidense se sostenía, como la de cualquier otro país occidental, sobre equilibrios sociales, políticos e institucionales frágiles y endebles. Y aunque durante los largos años de presidencia republicana este temor se había ido abriendo espacio entre las enraizadas certidumbres del excepcionalismo estadounidense, receloso de la calidad única de su democracia, la toma del capitolio mostraba, sin ambages, la pertenencia de Estados Unidos al mundo de las democracias mortales.
El impacto de la toma de conciencia detonada por los 4 años de Trump y por su culminación con la toma del Capitolio ha sido tal que un incrédulo expresidente George W. Bush se veía obligado a declarar en las horas sucesivas al asalto que lo acontecido representaba “una escena que enfermaba y descorazonaba” y que “eso es como las elecciones son disputadas en una república bananera-no en nuestra república democrática”. Las declaraciones del ex-presidente Bush habrían de ocasionar un intenso debate entre los que hacían notar la naturaleza políticamente incorrecta del uso de la fórmula “repúblicas bananeras”, normalmente usada para referirse en forma despectiva a las naciones centroamericanas, y los que en cambio se desgastaban en demostrar que Estados Unidos no eran asimilables a semejantes desviaciones tropicales de la Historia con la h mayúscula.
Y, sin embargo, puede ser que la asociación hecha por Bush entre la democracia estadounidense y las repúblicas bananeras pueda servir para inducir una reflexión justamente sobre la experiencia histórica del hasta otrora excepcionalismo democrático estadounidense.
En primer lugar, podría servir para recordar que la inestabilidad asociada con el adjetivo bananero tuvo mucho que ver con el impacto que el intervencionismo estadounidense tuvo sobre la naturaleza de los regímenes políticos latinoamericanos durante el siglo XIX, cuando se acuñó la definición de “bananero”, pero también en épocas sucesivas como, por ejemplo, durante la Guerra Fría.
Que Guatemala se transformara en lo que Bush y otros llamarían una Republica Bananera estuvo sin duda muy relacionado con el golpe de estado en contra del gobierno reformador de Jacobo Árbenz orquestado por la CIA en 1954. Y, quizás, esta reflexión sirva, por analogía, para que antes de que la definición de bananero sirva para calificar también a los inestables regímenes políticos de países como Iraq, el propio Bush recuerde como en ese país también la invasión de 2003 contribuyó encaradamente a la instauración de lo que el llamaría, nuevamente, una Republica Bananera.
Pero hay más jugo en la reflexión sobre el calificativo de “bananero” inducida por los eventos del 6 de enero. La dificultad de instaurar regímenes democráticos en el Caribe o en América Central no tuvo solo que ver con las interferencias de las intervenciones armadas de Washington. Gran parte de la responsabilidad estuvo en las manos de las élites políticas locales, caribeñas y centroamericanas que obstaculizaron sistemáticamente la articulación de sistemas políticos democráticos y socialmente incluyentes.
Por más de un siglo, unas minorías económicas y, por lo menos en América Central también raciales, lograron construir y defender unos regímenes políticos oligárquicos, instrumentales al mantenimiento de un sistema económico excluyente y responsable de generar niveles de desigualdad social dramáticos.
Quizás que, también en el análisis de las fuentes internas de “lo bananero” latinoamericano, el debate detonado por la comparación entre Estados Unidos y América Latina encuentre estimulantes analogías para pensar el pasado y el presente de la democracia estadounidense y las causas de sus debilidades actuales.