El probable hecho anticipado finalmente ocurrió: el ciudadano Donald Trump está enfrentando en Miami su primera acusación federal; en este caso, por retención de documentos clasificados y conspiración para ocultarlos del Gobierno e, incluso, de sus propios abogados. Se han levantado 37 cargos en su contra.
Pero para ser entendido en lo básico, el suceso precisa alguna información previa. En 1974, después de que Richard Nixon renunciara al cargo de presidente por el escándalo de Watergate y decidiera llevarse sus documentos a su residencia de California, el Congreso aprobó la Ley de Preservación de Grabaciones y Materiales Presidenciales, concebida para evitar su posible destrucción. Con ese antecedente, cuatro años después, en 1978, el propio Congreso aprobó la Presidential Records Act (PRA).
Esta ley produjo un importante cambio cualitativo en materia de propiedad de los documentos del presidente (y del vicepresidente). En breve, desde ese momento esos textos pasarían a ser propiedad del Gobierno de Estados Unidos, no de un individuo.
Antes un presidente era libre de llevarse sus papeles a su hogar cuando salía de la Casa Blanca. Pero desde 1978 todos serían guardados y custodiados por los Archivos Nacionales tan pronto como el mandatario saliente abandonara la mansión ejecutiva. Digo más: existe todo un protocolo diseñado al efecto para su entrega ordenada como parte del proceso de transición de una Administración a otra.
Si bien no se especifica ninguna sanción a posibles violaciones, estas sí se contemplan en estatutos federales que tipifican como delito grave el mal manejo de la propiedad del Gobierno. Y aquí funcionan regulaciones que penalizan los daños a la propiedad de Estados Unidos y/o la eliminación o retención de materiales clasificados, entre otras cosas. Esto arrastra otra arista legal: obstrucción de la justicia en caso de que los documentos escondidos o destruidos resulten de importancia en una investigación penal, civil o del Congreso. Las condenas por dañar la propiedad del Gobierno o deshacerse de los registros pueden implicar hasta diez años de prisión.
Sin embargo, después de conocerse la noticia, como era de esperarse, Trump ha tenido el respaldo de los conservadores de línea dura en el Congreso, como el representante Jim Jordan, quien se ha permitido el lujo de ignorar lo legislado por el propio organismo en ese sentido, echando mano a elementos que no son en este caso ciertos: “Trump dijo que desclasificó este material. Puede ponerlo donde quiera. Él puede manejarlo como quiera”.
El primer problema de la defensa republicana es la persistente negación de factualidad. Parten del principio (implícito) de que esta puede ser construida y por consiguiente se dirigen a persuadirnos, una vez más, de que no es verdad, que es una gran mentira, y de que se trata de una maniobra para apartar a su Gran Líder del camino a la presidencia.
Esto les permite dejar a la sombra, por lo menos, tres hechos: 1) que el morador de Mar-a-Lago tenía en su poder información de seguridad nacional; es decir, documentos clasificados y altamente secretos debidamente marcados como tales por los aparatos correspondientes; 2) que el Departamento de Justicia le notificó que no se le permitía retenerlos en sus instalaciones; y 3) que a pesar de ello Trump los conservó en su poder y realizó esfuerzos para ocultarlos en diferentes lugares de la propiedad; hasta que, gracias a un informante interno, el FBI debió ejecutar la orden de allanamiento en casa de un expresidente, otro hecho sin precedentes en la historia de Estados Unidos.
Trump acusado oficialmente de cargos federales por retirar documentos clasificados de la Casa Blanca
Asimismo, la defensa persigue negarle sentido y legitimidad tanto al Gran Jurado que se pronunció por juzgar a Trump (sus miembros, por cierto, se eligen al azar, no con criterio predeterminado) como a la evidencia recolectada por el personal técnico del Departamento de Justicia durante más de un año.
Por estas razones, ambos elementos suelen desaparecer como por arte de magia de sus narrativas y se remplazan por la expresión weaponization de la ley federal (la “armametización”) que los republicanos han popularizado entre seguidores y fanáticos para intentar vaciar de contenido el caso y presentarlo como una movida politizada.
Pero aquí se topan con un ruido ambiental que no mencionan: en plena investigación federal sobre los documentos en su poder, Trump admitió en público que como presidente “podría haber desclasificado esos documentos“, pero seguidamente dijo: “ahora no puedo”.
Es lo que se registra en una grabación en poder del Departamento de Justicia, lo cual constituye una autoincriminación, una prueba que permitiría a los fiscales federales procesarlo por violar la Ley de Espionaje, la Ley de Registros Presidenciales de 1978, y por obstruir la justicia.
No es la primera vez que Trump se complica él mismo con una grabación, fenómeno de incontinencia acaso determinado por sus rasgos de prepotencia. Fue lo mismo que hizo durante las elecciones presidenciales con la llamada telefónica al secretario de Estado de Georgia, el republicano Brad Raffensperger, para que le “consiguiera” los 11 780 votos necesarios a fin de poder cambiar a su favor los resultados de los comicios en ese estado. El clásico tiro en el pie.
La otra pata de la defensa a ultranza consiste en intentar desacreditar a los fiscales. La implementaron durante los dos procesos de impeachment a los que Trump fue sometido y, más recientemente, durante el juicio en Nueva York por el caso Stormy Daniels.
Lanzaron una campaña contra el fiscal Alvin Bragg, quien estuvo al frente del caso, socializando la idea de que estaba “a favor del crimen y contra las víctimas”. Todo esto va correspondientemente escoltado por un paquete de insultos personales, empezando por los lanzados a los magistrados por el propio Donald Trump.
El procedimiento constituye un obturador con una consecuencia directa entre los trumpistas más vociferantes: amenazas de muerte a los jueces y sus familiares. Por solo mencionar un caso, el magistrado que presidió el primer juicio a Trump en Nueva York (Juan Merchán) y su familia recibieron múltiples amenazas durante las 24 horas posteriores a la audiencia, igual que otros funcionarios de su oficina.
Las amenazas de acudir a la violencia se han disparado y recibido apoyo en las redes sociales protrumpistas.
“Tengo un mensaje esta noche para Merrick Garland, Jack Smith, Joe Biden, y los muchachos de los medios de noticias falsas también deberían escuchar, este es para ustedes”, dijo la excandidata a gobernadora de Arizona por el Partido Republicano, Kari Lake. “Si quieren llegar al presidente Trump, tendrán que pasar por mí y tendrán que pasar por 75 millones de estadounidenses como yo. Y les voy a decir que la mayoría de nosotros somos miembros con carnet de la Asociación Nacional del Rifle”.
En el mar de las polarizaciones dos políticos situados en lugares opuestos del pasillo han estado de acuerdo por lo menos en un punto. De un lado, el exgobernador de Arkansas y candidato a la presidencia Asa Hutchinson, cuando declaró:
“El Partido Republicano defiende el Estado de Derecho y nuestro sistema de justicia. No socavemos eso con nuestra retórica inventando hechos y acusando al Departamento de Justicia de cosas de las que no hay evidencia”.
Y, de otro, Jamie Raskin, el principal demócrata en el Comité de Supervisión de la Cámara, al establecer que la retórica extremista republicana “no solo socava el Departamento de Justicia, sino que traiciona el principio esencial de la justicia de que nadie está por encima de la ley”.
El martes se rompió el corojo en una corte federal de Miami. Pero que quede claro: a Donald Trump aún le queda por delante encarar dos procesos adicionales por violar leyes. Uno en el DC y otro en Fulton, Georgia. Ahí hay, como se diría en Cuba, evidencia hasta para hacer dulce.