Inevitable: estas no son unas elecciones de medio término ordinarias sino un referéndum a la administración de Trump. Una de las razones que explican el alto índice de participación en el voto anticipado, es una cultura polarizada que ha decidido bajar o levantar el dedo pulgar ante un presidente venido como un rayo sacudiendo valores e ideas-fuerza, desafiando lo que han sido y son los Estados Unidos, hacia dentro y hacia afuera, saliendo de un escándalo para entrar en otro en medio de frecuentes incorrecciones políticas y dedos en las partes privadas. Un presidente que llegó a serlo habiendo perdido –aunque no fuera la primera vez que esto ocurriera por obra y gracia del colegio electoral.
Ese presidente expresa las dinámicas de grupos de poder en colisión, con distintas visiones del mundo y el papel de la nación –una palabra reciclada contra viento y marea, propia de ciertos ángeles caídos como Steve Bannon. Pero estos nuevos polvos vienen de viejos lodos. Por solo ponerle un nombre y una fecha, una de las primeras expresiones de esa fractura se produjo durante la aprobación del Obamacare por parte de un Congreso demócrata (2010), movida que, entre otros factores, condujo a que el Tea Party –una reacción populista y de derecha al primer afro-americano llegado a presidente y sus políticas–, irrumpiera como un salpullido en el Congreso durante aquellas elecciones de medio término de 2014.
Las gobernaciones son territorios específicos de esta nueva disputa, tan importantes como el Senado o la Cámara, aunque a veces reciban menos atención comparadas con la que se le presta, por razones obvias, al Senado y la Cámara. Están en juego 36, la inmensa mayoría en manos del Good Old Party (GOP). Una lid sumamente atractiva si se parte de un dato que da la demografía: en estados gobernados por demócratas viven 195 millones de personas –o lo que es igual, el 63% de la población– y en los gobernados por republicanos, 134 millones –es decir, el 36.5% de los norteamericanos.
La dinámica es complicada, mucho más en lides como esta, caracterizadas por su volatilidad, pero en definitiva se espera que los demócratas le arrebaten entre seis y ocho gobernaciones a sus adversarios republicanos: Florida, Georgia, Iowa, Kansas, Maine, Nevada, Ohio y Wisconsin, y algunos pronósticos incluso los llevan a diez. Varias encuestas arrojan que sus candidatos van como líderes o resultan muy competitivos en estados como Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, típicamente azules durante las presidenciales, pero que en 2016 se volvieron rojos y contribuyeron a que Trump –el peor de todos, el imposible, el innombrable– se llevara el gato al agua. Tres estados en manos del Partido Republicano (Illinois, Michigan y Nuevo México) parecen inclinarse por gobernadores demócratas. “La historia, los datos y las hojas políticas” –dicen dos expertos– “indican que este será un año de recuperación para los demócratas en los estados”.
Pero no es como coser y cantar. Los republicanos tienen buenas perspectivas de ganar en territorios demócratas como Oregón y Connecticut. Se espera también que retomen Alaska. Allí las encuestas colocan a Mike Dunleavy con una cómoda ventaja sobre el demócrata Mark Begich. Y en Maryland, un sólido estado rojo, Larry Hogan tiene una buena ventaja sobre el demócrata Ben Celoso.
Pero dos son, sin dudas, los puntos más visibles de la corona, por sus implicaciones históricas y actuales: Georgia y Florida. Sus dos candidatos a gobernador por los demócratas –Stacy Abrams y Andrew Gillium– tienen la peculiaridad de ser afro-americanos compitiendo en estados sureños que han rechazado a candidatos moderadamente liberales. Si pasan la prueba, habrán entonces ingresado a los libros. La Abrams sería la primera mujer negra en ocupar el cargo. Y Gillium el primer negro, con el dato adicional de recolocar a los demócratas en la casa del gobernador, que abandonaron en los años 90 para no volver. Pero lo más importante: implicaría un plante de bandera, en el sentido de que el racismo y las políticas de odio no tienen lugar en el estado, y por extensión, en el país en su conjunto.
Lo que ocurra en ambos territorios estará determinado, en primer lugar, por la cantidad de gente joven que vote. A nivel nacional, los datos del voto adelantado indican que los jóvenes han acudido a las urnas en altos niveles, incluyendo quienes ejercen ese derecho por primera vez; en segundo, las mujeres urbanas y educadas, que se van a las boletas con mente abrumadoramente azul, entre otras razones por el caso Kavanaugh (y sus alrededores); en tercero, el voto afro-americano, que por razones obvias debe fluir –siempre que se juegue limpio– como en las elecciones presidenciales de 2016; por último, el voto latino/hispano, de especial importancia en Florida. El tratamiento de Trump a la inmigración hispana/latina, más su comportamiento durante el último huracán en Puerto Rico, deben tener un impacto energizante en una comunidad que siempre ha votado demócrata –aunque no sea monolítica.
Mañana, cuando se anuncien los resultados, el mapa de los gobernadores habrá cambiado, y con ello, aparecerá una nueva dinámica en la política en estos (nuevos) tiempos del cólera.