La brecha económica entre el Norte y el Sur se ha vuelto tan amplia, que genera un flujo estable de emigrantes. Es uno de los signos distintivos de nuestra época.
Los Estados Unidos constituyen lo que el sociólogo y antropólogo brasileño Darcy Ribeiro calificara una vez como un pueblo nuevo, forjado por sucesivas oleadas migratorias que han dejado su huella en el complejísimo tejido social que los caracteriza. Las actitudes hacia los emigrantes han solido estar aquí atravesadas, históricamente, por sentimientos entre dos polos: la aceptación o el rechazo.
En el siglo XIX este último recayó sobre los emigrantes de Europa del Sur y del Este, como estableciendo un continuum muy difícil de borrar que después se reciclaría sobre personas de otras procedencias.
Y las épocas de crisis económica son las peores: los emigrantes adquieren, en ese contexto, un alto grado de visibilidad social a partir de la idea de que constituyen una amenaza para la estabilidad de los ciudadanos, a quienes les estarían arrebatando sus puestos de trabajo.
Esta formulación, sin embargo, no se corresponde con la evidencia. Como se sabe, normalmente los emigrantes suelen desempeñar las labores peor remuneradas –desde recoger naranjas y lechugas hasta trabajar en factorías, Mc Donald´s o limpiar casas, actividades que muchos estadounidenses, con ese poderoso ideal de clase media que los caracteriza, no están muy dispuestos a realizar.
Aquí radica, sin dudas, una de las mayores paradojas. Una economía postindustrial y de servicios altamente sofisticada, necesitada también de importar fuerza de trabajo no calificada, a pesar de las construcciones ideológicas que colocan a los emigrantes no solo como una amenaza laboral, sino también como invasores de la identidad cultural.
En el caso de los latinos/hispanos, manejan su “tonalidad carmelita” y el desafío que representan, supuestamente, para “el credo americano”, entendido como conjunto de valores históricos y de cohesión social.
Este es el caldo de cultivo para el creciente número de crímenes de odio que vienen ocurriendo contra los latinos/hispanos (aunque no solo), al margen de su estatus migratorio.
Esos actos se originan en la ideología nativista característica de la cultura estadounidense desde el siglo XIX: América fue fundada por los blancos y pertenece a los descendientes del Mayflower, formulación tan excluyente como racista. Se trata de uno de los apoyos de los grupos supremacistas blancos; esa “América profunda” a la que una historiadora denomina “la barriga de la vaca”.
Cuando desde el ejecutivo se vienen sosteniendo cosas tales como que los mexicanos son criminales, asesinos, violadores, bad hombres… es de esperar que el odio crezca.
El FBI ha documentado un aumento de los delitos de contra varias comunidades. Su último informe señala que en 2018 los ataques a miembros de la comunidad latina/hispana alcanzaron un punto máximo en 16 años. De hecho, los crímenes de odio aumentaron en casi un 14% de 2017 a 2018, pero la cifra no cubre todo el problema porque solo una fracción de los departamentos de policía del país enviaron sus datos al FBI.
Varias organizaciones pro-emigrantes y de derechos civiles consideran el historial de juicios negativos del actual presidente Trump contra los latinos/hispanos como el carburante que ha venido alimentando el incendio en la pradera.
Heid Beirich, ejecutiva del Southern Powerty Law Center, organización de Alabama que estudia y lleva a cabo acciones legales contra supremacistas blancos y otros grupos de odio, ha dicho con razón que debido a “la retórica incendiaria del presidente Trump sobre los inmigrantes, no resulta sorprendente que el FBI informe ese aumento en los crímenes de odio contra los latinos”.
Pero esos casos no son solo estadísticas sino tienen nombres y apellidos.
Mahud Villalaz es un estadounidense de origen peruano que vive en Milwaukee, Wisconsin, hace casi veinte años. El viernes 1 de noviembre un hombre anglo le tiró ácido de batería en la cara en el parqueo de un restaurante de comida mexicana, dejándolo con quemaduras de segundo grado y pérdida temporal de la visión en uno de sus ojos. El atacante, Clifton Blackwell, de 61 años, le gritó: “¿Por qué viniste aquí e invadiste mi país? ¿Por qué viniste aquí ilegalmente?”
Por situaciones de este tipo, Janet Murguía, presidenta y directora ejecutiva de UnidosUS, dijo: “Nos entristece, pero no nos sorprende que haya aumentado el número de crímenes violentos de odio contra los hispanos. El presidente Trump con frecuencia se refiere a los latinos de la manera más odiosa e intolerante. Las palabras son importantes”.
Por supuesto que lo son. Y, como decía Zoroastro, por lo visto no caen en el vacío.